Número 49, septiembre 2013
Negarse a que el acto delicado de girar el picaporte,
ese acto por el cual todo podría transformarse,
se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano.
Julio Cortázar, Manual de instrucciones

 
 
Método eficaz para sacar gases a las cuatro de la madrugada
Alex Jiménez. Ilustración: Wil Zapata
 

Ciorán –quien pasó gran parte de su vida cifrando en la criptografía de su prosa cosas sabidas por todos–, en otro de sus textos de tortuosa lectura nos recuerda, una vez más, algo obvio: que ningún ser humano en sus cabales debería engendrar una criatura. Aunque soy papá, estoy de acuerdo: es un acto de suma indolencia e irresponsabilidad. Por fortuna y por desgracia, hasta ahora no se ha probado que haya algún ser humano en sus cabales. A veces se me ocurre que el ser humano en realidad es incapaz de guiarse por la razón –suponiendo que eso exista–, y que si mucho logramos engatusarnos con gruñidos que pasan por razonamientos y que lo único que hacen es maquillar una verdad más o menos vergonzosa: somos animales asustados que necesitan tener fe. Los dioses que creamos se han llamado fuego, Zeus o física cuántica. Pero sentimos la misma fe que sentíamos cuando vivíamos en las cavernas. Es solo una ocurrencia.

Antes de cambiar pañales conviene engendrar a la criatura, y existen inesperadas variaciones del milenario rito del apareamiento para sazonar con unas pinceladas de alegría nuestro propósito. Los pudores no suelen ser aliados de esta etapa: dicen que en la cama todo se vale, o más nos vale no hacer nada. Una de mis tres hermanas salió con una teoría tan caprichosa que tiene que ser cierta (o en todo caso a mi vanidad le conviene que sea cierta): si el acto resultó particularmente deleitable, el fruto de nuestros esfuerzos será una niña. Así pues, todos los especímenes masculinos del género humano no somos más que el producto de un amor lánguido y rutinario de amantes tristes.

Ahora entremos en materia. Por lo general, el macho es un bruto y no despierta ante ningún ruido. La hembra, muy paciente, se arrellana en las pieles que la guardan del frío, toma a la cría entre sus brazos y se la pega al pecho para ofrecerle su leche y los latidos de su corazón. Este es quizá uno de los momentos más bellos de la existencia. Pero el macho no solo es incapaz de despertar, sino que además ronca. Cuando la cría termina, la hembra recurre a sutilezas para despertar al macho, no tanto porque realmente lo necesite, sino para que deje de roncar. El macho rezonga, da una vuelta, abre los ojos. Se incorpora, recibe a la cría de mala gana. Entonces la acuesta sobre su pecho, siente su calor, y la cría emite un suspiro pequeñito, como un hilo, y el macho –pese a su condición primitiva– comprende en ese instante a qué ha venido a este mundo. Después se sienta en el lecho con las piernas cruzadas como si fuera a meditar, acto que supera con creces sus habilidades. Pone la pancita de la cría sobre el hombro mientras le sostiene las nalguitas con la palma de la mano opuesta. En lugar de golpear la espalda de la cría, la mece con movimientos circulares usando como eje la pancita. Los codos del macho descansan sobre sus piernas cruzadas, haciendo que la labor nocturna sea menos agotadora. Siente el peso de la cría sobre su hombro, la siente respirar y abrazarse a él, y entonces cree comprender con todas sus vísceras el significado oculto de cada átomo que palpita en el universo. Pero como es incapaz de traducirlo a su rudimentario sistema de comunicación (hecho de saliva y gruñidos), prefiere guardarse lo que sabe muy adentro.

La cría, en cambio, no se guarda nada: todo lo bota sobre la espalda del macho. También eso es bello, ¿no? UC

 
Ilustración: Wil Zapata
 
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