Sabía que el mundo del arte y el arte
eran dos cosas diferentes.
Íos Fernández
Las crónicas de JAZ
María Isabel Naranjo. Pinturas de Jorge Alonso Zapata
"Los antros de Barbacoas ya no tienen huéspedes", anuncia el titular de un periódico. En seguida se lee: una cueva de vicio fue desalojada por la policía en el Centro de Medellín, en la calle 55A, entre Bolívar y Palacé. En la portada se ve a un agente en el corredor de una casa desmantelada con paredes ruinosas que exhiben figuras extravagantes en colores vivos: una barbie de piel verde en biquini, un cristo martirizado, una mujer desnuda a punto de chupar una verga…, quizá las huellas de un artista perdido en las drogas. La noticia parece la misma de los últimos allanamientos a las ollas de vicio ordenados por la Alcaldía, pero es de una fecha lejana: jueves 19 de junio de 2003.
La cueva se llamaba La Perla, su dueño era Peter y el artista de las paredes tenía el mote de 'El Pintor'. Contrario a lo imaginado, el pintor no residía en las aceras de la cuadra, como lo hacían más de trecientas personas que tiraban vicio en sus cambuches hasta el amanecer. Había llegado meses antes de saco y corbata con un maletín lleno de vinilos, y comenzado espontáneamente un mural en uno de los paredones de la calle. Nadie lo conocía. Nadie preguntó si tenía permiso. Ninguno de los "dueños" del sector –los que deciden quién entra y quién sale– lo amenazó. Solo algunos curiosos se preguntaron quién era el extraño de saco que iba todos los días a las dos de la tarde a pintar sobre la pared descascarada. El mural tenía montañas, el Metro, el edificio Coltejer con la frase "Medellín está volando, parce", y varios personajes del sector: un vendedor ambulante, una prostituta, una escapera, un indigente...
El hombre pasó tantos días en lo suyo que al dar la última pincelada se ganó el apodo de 'El Pintor' y un pasaporte tácito para transitar a la hora que quisiera. El viejo Peter le ofreció sellar la bienvenida en las paredes de La Perla. A partir de entonces el extraño de saco abandonó su trabajo en las litografías y se convirtió en JAZ, el pintor que retrata pedazos de la vida en la calle.
***
JAZ son las iniciales de Jorge Alonso Zapata –bajito, moreno, ojos azules y desorbitados, mirada que sorbe todo lo que ve–. Se levanta todos los días a las seis de la mañana a cuidar de Noemí – hermana de su madre, maestra de escuela pensionada, enferma de alzhéimer–. A las tres de la tarde sale montado en su bicicleta de niño rumbo al taller que tiene alquilado en el Centro. El lugar es pequeño pero facilita la introspección, y JAZ no siente pasar el tiempo cuando pinta hasta las nueve o diez de la noche. Luego regresa. Siempre regresa. En los recorridos aprovecha para captar, como un fotógrafo, los detalles del paisaje nocturno de su próximo boceto.
Pero hoy se ha quedado en casa para recibir una visita. A las tres de la tarde suena el timbre y abre la puerta:
—Sigue, sigue, y perdona el desorden.
La casa, en el barrio Belén, es en realidad un apartamento de tres habitaciones, cocina y sala en el que resulta difícil moverse. Las cortinas gruesas apenas dejan pasar la luz del poniente, y desde la entrada es abrumadora la abundancia de objetos: porcelanas, armarios, mesitas, televisores a blanco y negro, un equipo de sonido viejo…, colecciones de cosas que resumen toda la vida de apegos de Noemí.
—Esta es la habitación donde tengo todo mi reblujo.
La habitación está tan abarrotada como el resto de la casa: un par de camas que ocupan dos tercios del espacio, un escritorio, una silla, un clóset y una repisa repleta de vinilos, témperas, acrílicos, acuarelas, pinceles. Las obras terminadas están guardadas en carpetas, los cuadros que aún no ha vendido están en el piso, recostados contra una pared, y los bocetos están apilados debajo del escritorio, encima de la repisa, dentro del clóset… Son tantos que da la sensación de que en los diez años que lleva pintando no hubiera pasado un solo día sin rayar sobre algo.
—Cuando comencé compraba una sola hoja y la partía en dos, en cuatro, en ocho pedazos, y en una sentada dibujaba en todos.
Noemí –robusta, estatura media, ojos diminutos– deja a un lado las novelas de la tarde, apaga el televisor y arrastra sus chanclas hacia la cocina. Luego interrumpe la charla para el algo: arepa, queso y jugo de tomate de árbol. Jorge le ayuda a poner la mesa.
—¿Qué dice Noemí de las pinturas?
—En un cumpleaños la llevé a una exposición que tuve en el Museo Pedro Nel Gómez y me dijo "ay, usted hizo esa cochinada, qué falta de respeto", y salió enojada.
—¿Y cómo ha sido convivir con ella?
—Ella no se da cuenta de que está enferma, todo se le olvida. A veces está lúcida, otras veces ni come. Hasta hace tres años era muy distinto, no tenía que venir todos los días, pero ahora debo estar para darle las pastillas de las seis de la mañana, las seis y media, las siete, las ocho, y así todo el día hasta que viene una vecina que me ayuda a cuidarla.
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Jorge Alonso nació en San Vicente un sábado 18 de septiembre de 1965. Fue el sexto y último hijo de Carmelina Sánchez, ama de casa, y de Manuel Zapata Botero, agricultor. Cuando tenía un año y medio su madre murió en el parto del séptimo –que no nació–, y su padre, un campesino con seis hijos por criar, tuvo que mandar a Hernando, Guillermo, Álvaro, Augusto, Beatriz y Jorge donde los abuelos. Más adelante el viudo se casó con Clara Montoya, y de esa unión nacieron Teresa, Gloria, Sonia, Gabriel, José y Carlos, a quienes Jorge conoció cuando tenía diez años. A esa edad regresó a la finca de su padre y encontró en un álbum familiar una estampita que guardaría mucho tiempo como un amuleto. Era un regalo de Carmelina a Manuel, una especie de flor dibujada a mano con un mensaje romántico. Cuando la descubrió supo que había heredado de su madre el gusto por el arte.
Del campo recuerda la vida simple y bucólica que atesora en su memoria, pero luego se le vienen imágenes traumáticas: masacres, familiares muertos, situaciones ante las que prefiere guardar silencio. Apenas se le escapa una anécdota remota que fue la idea de un cuadro.
—Mi abuelo fue uno de los cinco alcaldes liberales de San Vicente en la época de la violencia, el resto eran conservadores. Un día salieron los godos a las calles a tirarle piedras y hasta los curas ayudaron. Lo aporrearon tanto que quedó como un idiota.
En la adolescencia JAZ se fue para Santa Marta a vivir con los hermanos mayores. Mientras terminaba el bachillerato asistió a tantas exposiciones de arte que se hizo amigo de varios pintores costeños. Esta es la hora en que no sabe por qué no aceptó la invitación que le hicieron en un instituto de artes para estudiar pintura y música.
—Habría aprendido mucho —dice—, hasta el policía que cuidaba el instituto terminó tocando piano.
En la década del ochenta regresó a Medellín. Hizo un año de diseño industrial en la Universidad Pontificia Bolivariana. Se pasó a Bellas Artes y cursó casi todas las materias de Diseño Gráfico, pero también perdió el interés. En esos años se aficionó a los aviones y a los carros y empezó a hacer dibujos en hojitas. Una vez quiso hacer una exposición en Bellas Artes con la colección que tenía, pero a los maestros les pareció que no tenía talento y eso lo desanimó. Prefirió entonces trabajar por su cuenta en litografías haciendo diseños publicitarios, hasta que consiguió un trabajo en la recién creada Fiscalía, donde probó madera de fotógrafo con chaleco del CTI.
—Muchas ideas de mis cuadros son cosas que me tocó vivir.
Recuerda por ejemplo un viernes de muchos muertos. Una escalada de violencia en la que no tenían tiempo de descargar los cadáveres en el anfiteatro. Iban en un camión con cincuenta muertos de un solo turno, y cerca de la Biblioteca Pública Piloto vieron a dos tipos robarle la bicicleta a otro. El camión se detuvo y se bajaron quince personas armadas a detenerlos. Como no había espacio, los montaron atrás con los muertos.
Otra escena que nunca olvida ocurrió en el barrio Zamora, cuando buscaban junto a la policía el lugar de un homicidio. Caminaron por las lomas empinadas durante media hora hasta que vieron una línea de sangre bajando por una pendiente. La siguieron cuesta arriba hasta dar con un cuerpo blanco, desangrado. Luego midieron el rastro de sangre seca: 54 metros de ahí hacia abajo.
—No aguanté —dice—, me salí a los dos años porque sentía que estaba haciendo el ridículo.
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Galería de obras
El taller de JAZ es un cuartico de dos por tres metros al fondo de una casa grande y vieja ubicada en la calle 57, cerca de la Catedral Metropolitana. Más que una casa es una monumental obra que su dueña, Abraxas Aguilar –dos veces Guinness Records de collage–, hizo con recortes de revistas que van desde el piso hasta el techo a manera de tapiz. La obra continúa hasta el solar, que está repleto de árboles, maleza, pedazos de baldosa y discos compactos pegados por doquier. Al lado derecho, antes del solar, está el rinconcito de JAZ. Adentro apenas caben dos mesas, una repisa y algunas obras.
Sobre una de las mesas está el cuadro que JAZ no vendería nunca. Dice que es como el hijo más querido, el que más problemas y satisfacciones le ha dado. Se llama La maja desnudo en honor a Goya.
—La historia de La maja empezó en Barbacoas con un muchacho que me persiguió todo el día tratando de venderme un bastidor que no necesitaba y que además tenía una maja desnuda esbozada. Me jodió tanto que bajó el precio de diez a dos mil pesos, y no tuve otra opción que comprárselo. Me lo llevé para la casa y lo guardé mucho tiempo en el clóset. Hasta que se me ocurrió la idea de otro cuadro: La maja desnuda pero diferente, una especie de travesti empelota.
Cuando la travesti salió del clóset para ser exhibida, nadie la quería ver. JAZ la llevó a Ceres, una taberna gay donde vendió sus primeros cuadros, con la idea de ver la reacción de la gente.
—El dueño me dejó colgarla, me fui para el baño y cuando salí me dijo: "Jota, qué pena con usted pero voy a quitar el cuadro porque a los clientes les aterran las travestis"
Entonces lo llevó a la casa de Alfonso, un amigo del sector, que lo puso en una pared de la sala. Ahí duró media hora: también le hicieron un escándalo.
—Por esos días de 2007 salió la convocatoria de la Bienal de Artes Plásticas de Comfenalco y la obra fue seleccionada. En la premiación un periodista de Telemedellín se interesó y me pidió un momento para hacerme una entrevista. El camarógrafo encendió la cámara y cuando vio el cuadro de fondo dijo que él no grababa eso y se fue. El periodista salió detrás de él sin decir nada.
Lo compuso un comentario que dejó una monjita en el libro de visitas: "Dios lo bendiga por ese arte tan maravilloso"; y otro lo hizo reír: "Su obra refleja la clase de gonorreas que son los antioqueños". Después apareció la convocatoria ¿El amor cómo va? de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, donde la maja por fin se dignificó.
—Fue sensacional verla como protagonista de esa exposición, una oportunidad para que la gente dialogara y pensara.
Hoy está guardada otra vez en el clóset.
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Al taller entra Teresita Rivera –menudita, frágil, pelo corto y negro–, la única mujer que podría recitar de memoria los títulos de las incalculables obras: Sin tetas no hay paraíso o pare de sufrir, Favor no orinarse aquí, Fornicatum est pecatum?, Crónicas urbanas, Solo show, Bajo el puente, Sobredosis de kriptonita... Ella recuerda cada exposición, cada obra, cada personaje, porque ha sido la encargada, a motu proprio, de archivar y documentar cada detalle.
—Confío mucho en el trabajo de él —dice—. Lo veo como un cronista plástico y sé que su obra será una historia de la ciudad muy importante para mirar la economía informal, la supervivencia, todo lo que él refleja.
Recuerda especialmente una exposición de 2008 en el Palacio de la Cultura, cuando JAZ ganó en la categoría Autodidactas del Salón Departamental de Artes Visuales.
—Como no había patrocinio para la difusión, unos amigos publicistas nos regalaron un pendón y cien afiches con la frase: "Obras que se ven en las calles, calles que se ven en una obra". A falta de plata suficiente para el vino, compramos cincuenta mil pesos de tinto y los repartimos en una carretica. Actuaron Sabas Mandinga y el Parcero del Popular #8.
Mucha gente de la calle fue a la inauguración, y pareció como si los personajes de las obras se hubieran salido de los cuadros.
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Este año el titular volvió a repetirse, como cada año. Barbacoas está sin huéspedes. La calle está sola. A las seis de la tarde JAZ y Teresita atraviesan las rejas con las que la policía tiene cercada la cuadra desde agosto. Saludan al agente de turno que vigila sentado en una silla, debajo de una carpa blanca, y bajan caminando por uno de los andenes.
—En este poste era donde me sentaba a dibujar —dice JAZ, y se detiene al frente de una casa verde—. A veces venía con un grupito, y algunos patos que se hacían alrededor para que no los requisara la policía.
El grupo, que se fue diluyendo con el tiempo, lo conformaban Teresita –gestora de proyectos educativos–, Sabas Mandinga –artista, poeta, dramaturgo–, León – obispo de una comunidad mormona–, Pastor Emilio –político y trabajador social–, y 'El Gallero' –sesenta años, dos hijos, treinta años en la calle–.
Jorge toca la puerta de la casa y del interior sale el Cachaco, el mismo que le vendió los tintos de la exposición.
—Deme tres tinticos —dice JAZ, y le da la mano a un viejo amigo que acaba de llegar.
El Gallero –ojos de alcohol, rudo y tierno–, salió al encuentro del pintor con ánimos de conversar con los amigos que no veía hace rato.
—Les voy a contar una historia. ¿Ven los huecos que hay en esa pared del frente? –dice, y pasa la calle para señalar cuatro puntos resanados en un muro rosado– Iban directo hacia mi cabeza y un angelito del cielo me salvó...
JAZ propone dar una vuelta. Hoy quiere pintar algo. Se despide de Teresita y sale a deambular por las calles con el Gallero, en cuya boca sigue el anecdotario de Barbacoas. El pintor va de tenis, pantalón, gorra y buzo de lana –el saco y la corbata ya no le gustan–, y lleva la bicicleta con las manos. Pasan por Bolívar, bajan por La Paz, llegan a Carabobo, dan la vuelta por Los Puentes y suben hasta la Avenida de Greiff.
La multitud de Barbacoas se extiende ahora a ambos lados de esa cuadra. De ahí hacia arriba hay unas trescientas personas, y encima de ellas una nube de humo densa. El Gallero va adelante guiando al pintor y saluda como en una pasarela a la gente agrupada al lado de los tugurios. De pronto reconoce la figura de una anciana que camina entre ellos abrazando a uno, tocándole la cabeza a otro, y le grita:
—¡¿Qué hace por acá mamita?!
—Acompañando a mi gente en su pena —responde la anciana.
'La Chila' –pelo blanco, enjuta– lleva sesenta de sus ochenta años fumando bazuco, pero ahora vive cuidando a los suyos. Cuando se acerca al Gallero lo mira, le da un beso y regresa a acariciarle la frente a otro.
Siguen caminando. El Gallero se retira con un grupo de hombres para explicar, en secreto, su visita. JAZ se adelanta un poco hacia el final de la cuadra, desde donde tiene una mejor perspectiva. Uno de los hombres se le acerca.
—¿Usted qué va a pintar? —pregunta.
—Todavía no lo sé —responde JAZ.
El pintor mira la calle de un lado a otro como si quisiera devorarla. Sus ojos grandes, más abiertos que de costumbre, se fijan en la figura de un hombre negro con una pañoleta turquesa en la cabeza y un trapo rojo en el hombro, un todero de la zona. Se sienta en la acera, abre su morral, saca un bastidor, un carboncillo, y comienza a dibujar el boceto de su próximo cuadro.
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