Acuario entre dos calles
Jorge Iván Agudelo. Ilustración: Tobías
Faltan veinte minutos para las ocho, si me voy en bus no llego. Ya en la calle pienso que hubiera sido mejor pedir un taxi y esperar tranquilo. Sin embargo, vivo a dos pasos de una avenida y, aunque está lloviznando y el tráfico se mueve lento, más me demoro en estirar la mano que en encontrar un carro libre.
—Buenas noches amigo, me lleva por favor al Parque del Periodista.
Como el hombre ni me mira, le pregunto: —¿Sabe dónde queda?
—¿El parque de la droga?, claro —me contesta mientras mueve la cabeza de un lado a otro.
No le voy a dar el gusto de contrariarlo ni de apoyarlo. Decido hacer un voto de silencio, me acomodo en la silla y miro las gotas rodar por la ventanilla. Así está bien, cada uno a lo suyo, él a manejar y yo a pensar en Catalina. Pero cuando me dispongo a reconstruir otra vez la conversación telefónica que me ha tenido en vilo los dos últimos días, el taxista carraspea y dice:
—¡Lo que he visto yo en ese parque!
Ahora sé que la voy a tener buena. De ciudadano cabal que corrige con el ejemplo, pasó a buhonero de la noche que se las sabe todas y regala experiencia con cada historia; sin embargo, ya picado, no por la curiosidad sino por el espíritu de réplica, le contesto:
—Yo voy a ese parque hace más de quince años y no he visto nada que no se haya visto en otras partes de Medellín.
—¿Vas a darte en la cabeza? —me pregunta irónico, y suelta una mano de la cabrilla y se da unos golpecitos en la sien.
—Hace rato no escuchaba eso de darse en la cabeza —le digo y me río para hacerlo cómplice y dejar pasar la pregunta.
Pero no soy yo el que corta el tema, sino una camioneta que se pasa un semáforo en rojo y nos obliga a frenar en seco. Del ciudadano que puntúa los vicios de la ciudad y averigua las faltas del prójimo no queda más que un rosario de palabrotas:
—Estos hijueputas que porque tienen un carro grande se creen una chimba…
Ahí lo dejo, cocinándose en su propio odio, mientras intento decidir si Catalina me llamó después de dos años de no hablarnos porque simplemente quiere entregarme unos libros o los libros son simplemente un pretexto para volver a vernos. Que venga el diablo y escoja, pero sea lo que sea me di el gusto de citarla en el Guanábano, que no es más que el Parque del Periodista cuando toma prestado el nombre del bar El Guanábano, que figura como Gato con Longaniza en el registro de Cámara de Comercio. ¿Pero quién se toma un ron en Gato con Longaniza? Mejor digámosle Guanábano, me imagino que pensaron sus dueños, y así se quedó. ¿Entendido? Si no es así, no hagamos caso a estos pequeños dédalos, aprovechemos que el semáforo de Maracaibo con Girardot está en rojo y bajémonos en el parque.
Me siento en la cafetería Santa Teresita, a un costado del 'Perio', como también le dicen con cariño; pido un pastel de pollo y una coca cola, busco la hora en el celular: las ocho en punto. Recuerdo la sentencia que a manera de consejo me regaló el taxista antes de bajarme: "el que entre la miel anda…". Miro la miel desde la primera mesa de la cafetería: muchachos que conversan, beben vino, se pasan un bareto, desprevenidos en la noche de sábado, mendigos y vendedores de chicle, un par de policías que bostezan, un borracho habitual cantando o predicando al lado de la escultura de unos niños que juegan. ¿Por qué le choca tanto a Catalina este parque? ¿Por qué a mí, desde que me lo presentó mi profesor de literatura, el poeta H, me gusta tanto? Quince años, le dije al taxista. Hace quince años, un poco más un poco menos, el poeta H invitó a un pequeño grupo de alumnos a ver una obra en La Casa del Teatro. Cuando salimos nos dijo que nos tomáramos una cerveza en el parquecito, y cruzando la calle ya estábamos en El Periodista. De la obra no recuerdo casi nada; sé que era de Darío Fo y que me gustó como le gustan a uno las cosas a los dieciséis años. Pero lo que realmente me entusiasmó fue el parquecito, ver a toda esa gente ahí, tan en lo suyo, aparentemente despreocupada del mundo, como si nadaran en un acuario en medio de dos calles transitadas. Intento recordar el nombre del ajedrecista que conocimos esa noche cuando veo entrar a Catalina muy maquillada, con tres libros en la mano.
—Hola —le digo mientras me levanto, le doy un beso en la mejilla y le señalo una silla.
—Hola, mira tus libros, qué pena haberme demorado tanto con ellos —y los deja sobre la mesa.
—No te preocupes, ¿quieres tomar algo?
—No, me están esperando —y voltea medio cuerpo para señalarme un carro parqueado al frente—. Otro día.
—Otro día, sí, otro día.
—Me gustó verte, te ves muy bien — me dice por decir y hace un gesto con la mano. Yo me siento sin buscar ni esperar su mejilla.
Bueno, pero la hice pasar por estos andurriales, y aunque nada tan indigno como hacer de la necesidad una virtud, queda su rotunda espalda para desmentir al que diga que mejor hubiera sido que se quedara con los libros. ¡Y con lo tranquilo que estaba! Pienso en eso y en un ron, en dos, en tres, en conquistar de nuevo la tranquilidad o la borrachera, pero pido una soda y la cuenta.
Así estamos, soda en mano y la resolución intacta; mal haría en llamar a alguien y obligarlo a verme plañir. Salgo de Santa Teresita y busco dónde sentarme, y aunque el parque está muy lleno encuentro un pedazo de muro al frente del bar. Dejo los libros a un lado, prendo un cigarrillo, saludo de lejos a Margara, la mesera del bar, que me hace señas para que entre, pero no, hoy me quedo afuera, en pleno parque, como en la época de la universidad cuando sobraba compañía y ganas de conversar.
A mi derecha hay un basurero pegado a un poste, a mi izquierda dos muchachas y un muchacho sentados en triángulo: "yo no digo que el libro sea malo –dice el muchacho ante la expectación de sus amigas–, lo que digo es que la narración es muy fría, ahí no habla una madre sino una escritora, como si su hijo suicida fuera un personaje inventado". Ante la admiración de ellas sigue pontificando sobre Lo que no tiene nombre: "a ese pelao lo mató la mamá. ¿Cómo se le ocurre hacerle todas esas exigencias académicas a alguien que está mal de la cabeza? ¿Y dejarlo ir solo pa la USA? Bueno, y si no lo mató la mamá fue la clase social, ese asunto de la burguesía de que hay que estudiar aquí o allá y así se triunfa". Y después de decir esto levanta su vasito desechable y se toma un trago largo, como si quisiera ahogar en vino a todos los burgueses del mundo. Ojalá la pobre Piedad Bonnett no se encuentre a uno como este en una lectura de su libro, pienso, y sonrío al recordar la vehemencia con que yo también desgranaba mis bobadas sobre obras y autores como si en ello se me fuera la vida.
Ahí viene mi amigo M dando bandazos, con el cupo lleno, como se dice. Me tiro hacia atrás para que no me vea; no es un pecado, el borracho para los borrachos es bueno, y aunque hace mucho tiempo no nos vemos, prefiero dejar que pase de largo.
Ahora la que habla es una de las muchachas, dice que su novio dice pero que ella ha pensado… El joven crítico se dispersa, como si la historia no fuera con él; mira para un lado, para el otro, hasta que descubre mis libros y ahí se queda, intentando leer alguna palabra del título o el nombre del escritor. Se los alcanzo, los recibe, los mira uno por uno, le entrega Tres rosas amarillas a una de sus amigas e Historias de la cárcel de Bellavista a la otra. Él hojea El caos y la noche, de pronto levanta los ojos de la página y me habla.
—Un profesor de la universidad nos recomendó este libro la semana pasada, pero no está en las bibliotecas. ¿Qué tal es?
—Muy bueno —le contesto, pero no pienso en Henry de Montherlant sino en Catalina, en su vicio de dejar todos los libros empezados. "No me atrapó", me decía, y yo me imaginaba la literatura como una red de pesca con huecos muy grandes. Sin embargo, siempre se antojaba de lo que me veía leer y yo le prestaba los libros esperando a que a las semanas me dijera: "este tampoco me atrapó".
—¿De qué se trata? —pregunta una de las muchachas mientras me devuelve el libro de Porras.
—¿El caos y la noche? De un anarquista español que se va para París a torear carros y a soñar con una ciudad en llamas. Por lo demás, se pueden quedar con los libros, ustedes sabrán cómo se los reparten —y me levanto para irme.
—¿No se va a tomar un vino con nosotros? —me pregunta una de las muchachas mientras sirve un trago.
—No, gracias… Otro día —y nos despedimos.
Juventud, divino tesoro. Pienso en caminar un rato, en bajar unas cuadras antes de buscar un taxi. Voy a entregar la botella y aparecen de la nada policías y más policías: una requisa, muéstreme su cédula, qué tiró ahí…, lo de siempre. Y como siempre, paso desapercibido ante los ojos de la autoridad, al punto de que mi amigo H dice que la prueba de que estoy muerto y no me han dicho es que nunca me ven en las requisas. Muerto o no, aquí acaba mi noche. Paro un taxi en la esquina de Santa Teresita, y antes de decirle adónde me dirijo el taxista pregunta:
—¿Por qué les gusta tanto este parque?