Las invitaciones a la finca del tío Fernando siempre fueron un arma de doble filo. En vísperas del viaje, mi mamá, que toda la vida ha sido una alcahueta extrema que poco exige a sus hijos, entraba en acelere nervioso y empezaba a regañar. La empacada y demás preparativos se hacían en un ambiente tenso donde la cantaleta llegaba al punto de hacernos sentir que no merecíamos el paseo a pesar de habernos portado bien. Viejos traspiés escolares o actitudes perezosas como hacer siesta después de llegar del colegio le servían de argumento. Si hubiera sabido que ya teníamos pantaloneta de baño en lugar de calzoncillos, también lo habría utilizado en nuestra contra.
Era común oírle decir dos cosas a mi mamá. Una, cuando derrochábamos algún producto o pedíamos más dinero de la cuenta, que no éramos hijos de un mafioso; y dos, cuando las vacaciones o algún puente se acercaban y el tema familiar salía a flote, que donde el tío Fernando vivían como príncipes. Y al parecer entrar en esa vida, así fuera por un par de días, le generaba estrés y se preocupaba porque sus pequeños vástagos –y quizás ella misma– estuvieran a la altura. En todo caso, la letanía se evaporaba con el timbre del citófono. De la portería de la unidad llamaban para avisar que Jairo Morcilla, el conductor del tío, había llegado.
A veces nos recogía en una van café. Mis amigos de la unidad decían que era la versión paisa de la camioneta de Los Magníficos, y se acercaban a los vidrios polarizados haciendo visera con las manos para ver lo que yo denominaba "sofá en U con bar". También veían una mesita, una nevera y todo el interior del inmueble andante. Otras veces nos recogía en una Ranger roja y gris como la de Profesión Peligro. Pero una cosa era lo que decían mis amigos y otra muy distinta lo que comentaban sus madres, que veían subir sendas naves por las callecitas de la unidad para recoger a doña Rocío y sus dos hijos.
No recuerdo en qué carro nos recogieron esa mañana de diciembre de 1987. La noche anterior, mi tía Luceli, esposa de Fernando, le había dicho a mi mamá por teléfono que nos iban a recoger muy temprano, porque Jairo tenía que llevar encargos para el desayuno de las veinte personas que estaban en la finca, desde los abuelos hasta los nietos más pequeños. Ya llevaban varios días allá, y aunque la comida abundaba algunos ingredientes comenzaban a escasear. En La Quesera, llegando a Girardota, fue la única parada. Jairo Morcilla sacó un papelito y leyó: quince quesitos y doce paquetes de pandequesos. También pedimos unos chicles Adams de menta para mi mamá. Todo lo pagó Morcilla, que siempre administraba un fajo de billetes del tío.
En menos de una hora llegamos a la carretera destapada del Totumo, dejando atrás polvaredas que envolvían a los campesinos que iban y venían por un lado del camino. El portón de Villa Clara estaba abierto. La camioneta entró despacio por el empedrado y a lo lejos se veían la casona, los jardines, los árboles, las canchas desoladas. Todos dormían a esa hora de la mañana. Mientras el carro avanzaba vi por la ventanilla a Milord, el Lassie de la familia, correteando una mariposa por el césped que rodeaba la piscina. Su pelaje blanco y castaño se doraba con los rayos del sol aún débil. Tenía un garbo y era tan elegante al trotar que una tía dijo que parecía un inglés y por eso lo bautizaron Milord. El animal, que había sido un regalo de Fernando a su hijo Juanfer, era una alegría más para la familia.
Milord y el tío Fernando eran los únicos despiertos a esa hora, y por supuesto Juaco el mayordomo y su esposa Enedina, quien recibió los quesitos y los pandequesos para el desayuno. El olor del chocolate era el mismo de siempre, pero era extraño estar tan temprano en la finca: la piscina parecía en obra negra, cubierta por un plástico grueso fijado con cuatro piedras en las esquinas. Si no fuera porque en una de las mesas del corredor había botellas, envolturas de mecato, vasos y copas, se podía pensar que no había paseo en Villa Clara.
Poco a poco la gente fue saliendo de las piezas. Primero los abuelos y los niños, luego las tías y los primos grandes, y al final los camaradas: primos de la misma edad –algunos venidos de Cali y Bogotá que hacía tiempo no veía–, llenos de vitalidad para disfrutar hasta el último recoveco de la hacienda. El hecho de verlos despertar uno a uno, somnolientos y despelucados, aún con los brazos desgonzados, atenuó esa desventaja a la que se somete el que llega tarde a los paseos. Otro gallo habría cantado si los hubiera encontrado despiertos, jugando, con el espíritu en su esplendor; ahí sí hubiera sido comidilla y objeto de su crueldad.
A las diez de la mañana ya todos estaban levantados y desayunados. La piscina lucía provocativa para devorarla a brazadas, zambullirse una y otra vez y jactarse con el sonido del agua. Juaco ya había dispuesto las sillas bronceadoras y había quitado las lonas de cuerina que protegían dos mesas de billar, una de las pocas cosas que conservaba la finca del anterior dueño, junto a un juego de sapo que cada vez tenía, curiosamente, más argollas. El empalme con los primos se dio rápido y el día de sol comenzó perfecto. Mi mamá, estresada e intensa en la casa, en la finca era amorosa y protectora, aunque siempre estaba pendiente de que nos portáramos bien y no hiciéramos daños.
A propósito, ese día noté que el paño de una de las mesas de billar estaba rasgado; el primo Rodrigo lo había roto por tacar massé el día anterior. Pero a mi tío Fernando no le importaban los daños, ni que las piedras que les tirábamos de noche a los sapos amanecieran en el fondo de la piscina –por eso la empezaron a cubrir–, ni que cogiéramos mandarinas ácidas a puñados. Al tío lo que le importaba era que pasáramos bueno, y tener su termo lleno de hielo y whisky desde las once de la mañana. La grasa que comía en forma de chicharrón y choricitos lo mantenía en pie y con ganas de jugar de manos. Mis tías sufrían para que no nos fuera a aporrear muy duro.
Ese día todo iba muy bien. Desde el quiosco, comandado por Fernando con su whisky, los grandes contaban chistes y vigilaban el juego de los chiquitos en los columpios, mientras otros primos chapuceaban en la piscina. Juaco y su esposa terminaban de recoger los restos del asado, y después tenían la orden de ensillar las bestias habituales, que eran un par de yeguas, dos mulas y un táparo llamado La Rosa. La costumbre de los grandes era hacer cabalgatas por los potreros de la finca y recorrer veredas después de que los pequeños diéramos algunas vueltas a cabestro dentro de Villa Clara. También había carneros, vacas, gallinas, conejos, pavos reales y un mico, Martín, otro miembro más de la numerosa familia. Como hacía un año no jugábamos fútbol con los "extranjeros", los primos armamos un triangular. Los tíos más jóvenes saltaron al gramado en bluyines y engrosaron los equipos de Cali y Bogotá. Yo fui al arco y la bola rodó.
De repente, cuando al fondo se escuchaba el tas tas de las bolas de billar, y más cerca una variedad de carcajadas adultas, uno de los niños gritó. Era el llanto de Juanfer, que estaba sentado en la manga. Fue un momento eterno en el que el niño se enrojeció, mudo, con los ojos rasgados y la boca abierta, seco en llanto. En medio de la confusión se escucharon varias frases. Una tía dijo desde el quiosco: "¡El perro le tiró al niño, lo mordió!". Luceli, la mamá, que ya tenía al pequeño de los hombros, dijo entre angustiada e indignada: "¡Le rayó la carita!", mientras lo sacudía para que reaccionara. Milord, con la trompa clavada en el piso, iba y venía como enjaulado en campo abierto. Su comportamiento evidenciaba cierta culpa.
Juanfer se estaba demorando para volver en sí, para soltar el aire hecho berrido. Durante ese instante eterno el tío reaccionó: la imagen de su hijo ahogado, aterrorizado, con una herida leve en el cachete, sumada a las frases de mis tías, despertaron sus genes primitivos y lo impulsaron a pararse de su poltrona. ¿Qué pudo pasar por su mente en ese instante en que la ebriedad placentera se convirtió en un caos familiar? ¿Milord, el tal perro inglés, era en realidad un peligro para el niño? Fernando puso su vaso en una mesita, al lado de una diminuta llanta de camión acostada que era su cenicero, lleno de cuscas de Marlboro rojo. Cuando el niño por fin volvió a emitir sonido, Fernando ya había llamado a Juaco con un grito desgarrado, y mis tías, que conocían muy bien las furias del tío, presintieron lo peor. Sin éxito intentaron calmar al pequeño.
Juaco llegó apresurado con la mano en el sombrero y Fernando le dijo que matara a Milord. Que matara a ese hijueputa perro traicionero, insistía todo embombado por el efecto del licor. Y el miedo se apoderó de todos porque hablaba en serio, sobre todo de Joaquín, que temió por su vida cuando quiso hacerlo recapacitar. "Si no lo matás te mato yo hijueputa". Nadie sabía cómo reaccionar, los más allegados a Fernando trataron de calmarlo, pero la sangre le estaba corriendo muy rápido y muy caliente.
Cuando Joaquín llegó con un rifle, Milord seguía por ahí, confundido, con su trompa alargada y ojos pequeños y redondos. Mi mamá alcanzó a llevarse a mi hermanito y a unos primitos; los dejó encerrados llorando en una pieza. Otros primos mirábamos sin saber qué hacer, y también sollozamos y chillamos cuando Juaco cargó la escopeta y apuntó. El perro se movía despacio, huía sin querer, volvía noble, y Joaquín equivocaba el tiro a ver si Fernando desistía, pero no. En su borrachera no le perdonaba a Milord que hubiera atacado a Juan Fernando, su único hijo, sietemesino y de parto delicado.
Joaquín disparó unos cartuchos rojos que parecían tubos de vitamina C. Dos escopetazos aturdidores mataron a Milord. Y mientras el mismo Juaco fue a enterrarlo a orillas del río, el horror y la tristeza nos invadieron a todos, acurrucados en los rincones de las piezas, espantados. Ese día no volvimos a salir al aire libre, y después de un rato nos pusimos a jugar Hágase Rico. Tiramos los dados hasta la madrugada en medio de un silencio sepulcral, comprando y vendiendo inmuebles sin importar quién ganara, sin ánimos de acumular las mansiones rosadas, sin remilgos para adquirir los tugurios de la zona café.
Al otro día, como si estuviera planeado, casi todas las familias invitadas se organizaron para volver a Medellín. El 24 de diciembre estaba cerca, y a la finca llegaban y salían amigos cercanos, allegados y conocidos todo el tiempo. Mi mamá, mi hermanito y yo nos devolvimos en el Renault de mi primo Rodrigo y su novia. Fernando, que cargó a Juanfer toda la mañana como un escudo, no se refirió a Milord. La tragedia estaba latente y dolía tanto que el mutismo parecía su apéndice. Quizás los grandes no sabían cómo manejar ese trauma que se estaba gestando en la mente de los pequeños. Un trauma muy diferente al de otras veces, cuando dejábamos la finca para regresar al colegio y a la vida en Medellín.
Antes del mediodía salimos por el empedrado, muy despacio porque el carro era bajito. Atrás quedaban la piscina, el quiosco, el sapo, los billares, el césped en el que había jugado Milord... El tembleque de las ventanillas y de la carrocería desapareció cuando llegamos a la carretera pavimentada. El viaje de regreso pintaba silencioso, pero con la diplomacia de alguien que es y no es de la familia, la novia de Rodri puso el tema: que en la noche habían dicho que Juanfer le había pisado la cola al perro sin culpa y que el perro por naturaleza había reaccionado, de la misma forma que la naturaleza violenta y alcoholizada de Fernando lo había llevado a dar esa orden ciega. Cuando pasamos La Quesera estábamos otra vez en silencio. Con Milord se fue la fantasía, y esa vida de príncipes nunca se volvió a mencionar en la casa.