Al lado del Cafetín espero a un amigo que anda al otro extremo del Jardín Botánico. Mientras asoma, saludo a otros que pasan. Uno me dice que quedó de finalista en un concurso literario, pero que al final le ganó un pelado que está empezando a escribir cuentos. Después del veredicto decidió publicar el libro de su propio bolsillo.
Enseguida se acerca otro que hace tiempo no veía. Me cuenta que tiene una nueva versión de su novela, un repaso por diversos lupanares de Medellín. En uno de ellos el protagonista va a besar a una prepago en la boca, pero ella le dice que allí no porque ese sitio está reservado a su novio: es un lugar sagrado. Nuestro autor entiende lo difícil que es vender un libro, se alegraría solo de verlo publicado. Parece que este anhelo no se cura con mirar la cantidad de textos que prueban suerte en los estantes, con pilas de nombres desconocidos; "el alud editorial", lo llamó un profesor que conocí en la escuela de periodismo.
Estos dos escritores no se conocen, y apenas los presento se cruzan números telefónicos y datos sobre posibles editores. Me convidan a un té frío, pero insisto en que debo esperar aquí a alguien que está del otro lado.
Mientras tanto llega un tercer escritor. Hace parte de un movimiento que busca despertar el entusiasmo por la novela negra. Parece que en el Valle de Aburrá hay suficiente material para escribir cientos de estas historias. Aclara que la novela negra no es la policiaca, pero tampoco la negroide, ni la que escriben los llamados negros literarios. Aunque no es racista, aclara. Por lo visto, entender qué es la novela negra es una trama secreta.
Este novelista atiende partos en una clínica de Envigado, y en la tarde urde crímenes de papel. Luz en la clínica, oscuridad en las páginas. La pluma es otro bisturí. Vendió 800 ejemplares de su última novela, con todo y haberla editado un sello español con un nombre propicio para el tema: Ediciones B. Está satisfecho de haber creado su propio detective, con gabán, aunque sin pipa. El sabueso criollo ya anda muy orondo por este valle, a pesar de que un jurado de novela dijo que los detectives privados ya estaban archivados por inverosímiles. Pero él conoce a varios en persona, se ha encontrado con alguno en el parque, ambos con crímenes sin resolver.
En el corrillo, el mismo novelista les sugiere a los otros dos hacer libros que se vendan para luego buscar el gran arte. Ha escrito un best seller sobre obstetricia que leen con juicio los estudiantes de esta rama. También tiene uno de autosuperación que ojalá supere a Og Mandigno, el de El vendedor más grande del mundo. "Recuerden que a la Fiesta del Libro no se va solo a comprar libros", nos dijo su director, y en una conferencia un invitado también dijo que en Colombia había más escritores que lectores.
El autor de la serie negra me muestra a los ejecutivos de su editorial española, que han venido a desafiar estos calores que atentan contra la textura de las flores del Orquideorama.
Muy a propósito, a Laura Restrepo le pareció bello el encuentro de las plantas con los libros, la naturaleza y la cultura de nuevo juntas, como en los tiempos de Lévi-Strauss, aunque Juan Gabriel Vázquez hizo ruido con estas cosas al decir que no valía la pena sacrificar un bosque para editar a gente como Paolo Coello. La frase, por supuesto, no detendrá la marcha de los fieles paulistas, que se amparan en uno de los derechos del lector: leer lo que se le dé la gana.
Deberían poner a hablar más a los lectores, dijo otra de las plumas del corrillo, como esa vez que vino hasta el general Bonnet a conversar sobre Lisístrata.
¿Será que hay tan poquitos lectores en el país como dice la última encuesta? Le pido a uno de ellos que me la explique: ¿Cómo así que un colombiano lee en promedio 1,9 libros? ¿Quiere decir esto que un lector en Colombia termina un libro y deja el final del otro para verlo por televisión? No hay una sibila que nos resuelva el enigma, y entonces uno de los inéditos propone buscar puesto en el recital de los poetas de agua dulce.
Al final nadie se pone de acuerdo. Comienzan a rondar los jóvenes de logística para anunciar que la fiesta ya terminó. El amigo que esperaba no llegó o se hizo el perdido. Los tres escritores que quieren mojar tinta ya andan en confianza, como viejos cuates, por el milagro del encuentro. Vamos a curiosear a un puesto de la colección Biblioteca de Ayacucho con otras preguntas inocuas como: ¿Es cierto que Chávez compró a Monte Ávila dizque para limpiarla de las plumas burguesas? ¿Qué más se ha sabido sobre la vida del camarada Bolívar? Y mientras los chamos empacan en cajas sus volúmenes, alguien propone ir a la calle Barranquilla donde un librero que antes hacía hamacas, de las mismas en que dormía el prócer.
En el local nos dicen que el dueño anda perdido en el Congreso Mundial de Haikuistas. ¿De qué hablarán en ese evento? ¿Vendrá algún experto japonés a mostrar el poema más pequeño del mundo en su microscopio? ¿Habrá ronda de haikús eróticos para leer sin kimono? ¿Hay vida más allá del haikú?
De pronto, en medio de la chacota, una vieja amiga me llama desde la trastienda para mostrarme algo que hay enmarcado en la pared. Se trata de un poema que le envió su amor desde el lecho de deshauciado. Está escrito a lápiz sobre una hoja de cuaderno simple. El poeta había sido mi profesor años antes, y era el mismo que hablaba del alud editorial. Varios de sus textos quedaron sin publicar, después del pedido que les hizo a sus hijos: "si yo me muero, no publiquen nada de eso". Al final de sus días lo único que le importó fue estar lejos de las letras de molde.
El poema dice:
Defínete de una vez, y haz caso omiso de mí.
No me tengas en cuenta en adelante
y ni siquiera me recuerdes en las fechas sagradas.
Sácame a empellones de tu vida
y ocupa pronto el lugar
que me correspondía en tu corazón.
Rompe mi retrato
y borra las letras indelebles del amor.
Grita, exagera, difama.
Hazlo todo a la perfección,
pues este es el último homenaje que me rindes.