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     Número 39 - Octubre de 2012


ARTÍCULOS
Noche y niebla.
Diez años de la Operación Orión

Ricardo L. Cruz. Fotografía: Juan Diego Restrepo

Fotografía: Juan Diego Restrepo

Desde hace tres años doña Julia debe abordar el bus que la lleva todos los días a su trabajo en la misma esquina donde vio por última vez a su hija. Fue en ese mismo punto del barrio 20 de Julio de la Comuna 13 donde Leidy, la mayor de sus cuatro hijas, abordó un taxi en compañía de un amigo de su novio. Era la noche del 26 de diciembre de 2002 y en el barrio se respiraba un tibio ambiente navideño. Ese año los habitantes del barrio se sintieron con el derecho de celebrar las fiestas navideñas como Dios y la tradición mandan. Después de todo, eran días en los que no se escuchaba el traqueteo de las armas y sentimientos que se creían ajenos a esta comunidad, como la esperanza, la tranquilidad, volvían a ser habituales.

No obstante los “buenos vientos” a Leidy la embargaba una inexplicable tristeza. Su madre recuerda haberla visto muy callada ese mes, como “ensimismada”. “A principios de diciembre había estado muy aburrida y no supimos por qué”. Doña Julia solo la veía esbozar una sonrisa cuando jugaba con su hija Mariana. También cuando hablaba con Mauricio, su novio y padre de la niña. El ser padres los sorprendió a ambos: ella tenía 17 años cuando dio a luz a Mariana un 5 de enero de 2000; él si acaso sobrepasaba los 20 años para ese entonces. Bien dice el viejo refrán que la maternidad se elige, la paternidad se asume y, a decir de doña Julia, Leidy eligió ser una buena madre y él no pudo asumir con responsabilidad su rol. Con todo y ello, doña Julia no pudo oponerse a la relación. Al fin y al cabo “ellos se llevaban bien, se querían, no tenían problemas graves como pareja”, tal como lo atestiguó muchas veces Marly, hermana de Leidy.

Fue precisamente una llamada de parte de Mauricio, cerca de las 8:00 de la noche, la que sacó a Leidy de su casa la noche del 26 de diciembre. Inmediatamente después de colgar el teléfono, Leidy buscó el jean y la blusa azul oscura que escondía su larga cabellera negra. Llena de entusiasmo le pidió a su hermana Marly que la acompañara, pero ella, que había sido cómplice en encuentros anteriores, esta vez no quiso ir: “me pareció bastante incómodo ir de ‘velita’ viendo que ellos querían estar juntos”.

 

 

El taxi la recogió en la esquina donde meses atrás los milicianos ajusticiaban a quienes consideraban sapos, torcidos, infiltrados, viciosos, ladrones o aliados del enemigo. No fueron pocas las veces en que los habitantes del 20 de Julio se toparon allí con cuerpos sin vida de hombres, mujeres, jóvenes y hasta niños. Como en aquella ocasión en que doña Julia vio caer asesinados a un par de jóvenes que el comandante del sector y varios de sus subalternos habían traído esposados de otro barrio. O como la vez que vio cómo los “muchachos” asesinaron a una joven proveniente de la Costa Atlántica acusada de pasarle información a los paramilitares. Pero los milicianos habían sido expulsados de la Comuna gracias a la acción valerosa de las fuerzas del Estado, o por lo menos así lo pregonaba la propaganda oficial.

El tiempo se encargaría de demostrar que la oficialidad exageró en su parte de victoria, minimizó los impactos de su acción y desestimó lo que comenzó a ocurrirles a personas como doña Julia, a quien le bastaron un par de horas para descubrir que su hija no había llegado a su cita y que algo grave se cernía sobre su familia. Nadie dio razón de Leidy esa noche ni la siguiente. Semanas antes, la familia de Mauricio vivió el mismo drama: su hermano mayor había sido abordado por dos sujetos que le pidieron que los acompañara. Además del parentesco, a estas dos familias las unía ahora la tragedia. Y con el pasar de las horas se convertía en realidad el rumor que doña Julia había escuchado de que a los jóvenes de la Comuna los estaban desapareciendo.

Informes de organizaciones defensoras de derechos humanos señalan que al momento de la desaparición de Leidy se habían registrado por lo menos otros 15 casos similares a este. Como el caso de Ermey Mejía, de 22 años, quien no pudo asistir a su entrevista de trabajo el 19 de diciembre de 2002 en el Edificio Inteligente de EPM, porque la noche anterior salió a las 9:30 de la noche de su casa, en El Salado, en compañía de un conocido del barrio que lo invitó a dar una vuelta. Poco o nada se sabe a la fecha sobre el paradero de Ermey, ni de su acompañante. O como el caso de Fernando, un hombre de 25 años que se ganaba la vida manejando un camión y fue sacado de la casa de su novia, en el barrio Nuevos Conquistadores, un 28 de noviembre de ese mismo año, en circunstancias que su madre aún recuerda vivamente: “llegaron dos hombres que no eran del barrio, tocaron la puerta y le pidieron que si los podía acompañar, no sé a dónde, pero como vio que la cosa era calmada, se fue con ellos”.

Irónicamente, la tragedia continuaría tocando en la puerta de más hogares justo cuando gobernantes locales y nacionales le decían al mundo que la batalla campal que tuvo lugar en medio de ranchos, casas, azoteas, callejuelas, morros, canchas de fútbol y edificios, en la que se utilizaron tanquetas, helicópteros, francotiradores y explosivos, la había ganado el Estado; que la Comuna era ahora un laboratorio de paz. Tras el parte de victoria, los paramilitares ocuparon lo que antes era de los milicianos. Y aunque la justicia no revela si fue siguiendo preceptos ideológicos propios u obedeciendo mandatos oficiales, los nuevos “mandamases” recurrieron a lo que los nazis denominaron como la “Nacht an Nebel”, “Noche y Niebla”, que no fue más que una directiva para utilizar la desaparición forzada en contra de contradictores políticos y enemigos del régimen en los territorios ocupados, en este caso dirigida contra todo sospechoso de haber sido integrante o colaborador de las milicias.

La “Noche y Niebla” que vivió la Comuna 13 dejó un saldo de desaparecidos aún por esclarecer. Funcionarios de la justicia estiman que pueden ser más de 300. Organizaciones de derechos humanos afirman haber identificado, con nombre y lugar de residencia, por lo menos 94 personas desaparecidas entre noviembre de 2002 y febrero de 2005. El hallazgo del CTI de una fosa común el 1 de agosto de 2003 en una finca del corregimiento de San Cristóbal, de la que se exhumaron 13 cadáveres, seis de los cuales correspondían a personas reportadas como desaparecidas en la Comuna 13, llevó a los familiares de Leidy, Ermey y Fernando, y a la justicia, a afirmar que pueden estar enterrados bajo toneladas de escombros que diariamente arroja la empresa Agregados San Javier en un lote ubicado en la parte alta y boscosa del barrio Eduardo Santos.

Pero encontrarlos será tan complejo como hallar la respuesta a una pregunta que se ha hecho doña Julia durante los últimos diez años: ¿por qué? Al poco tiempo de la desaparición de su hija, investigadores judiciales le dieron una única pista que la devastó, pero que al parecer es la más aproximada a la verdad: el padre de su nieta y novio de su hija fue un presunto comandante miliciano. Su mejor amigo, el mismo que abordó el taxi con Leidy ese 26 de diciembre, sucumbió a la presión “para” y terminó trabajando para ellos. Mauricio fue asesinado en febrero de 2003 en la Comuna 1 a manos de su amigo, quien también conoció la muerte un año después.

“A veces sueño con ella. Sueño que me dice que está en una finca, que está bien. Que me dice que esté tranquila. Pero nunca lo voy a estar. A los pocos días de su desaparición fui donde un brujo y me dijo que la iba a llorar muchos años. Ya no voy donde brujos y esas cosas. Me apegué mucho más a Dios, aunque a veces, cuando me levanto aburrida, le recrimino y le pregunto a Dios ¿por qué le pasan cosas malas a la gente buena?”. UC