Pocos kilómetros detrás de la Ciudadela Nuevo Occidente, a unos 2.300 metros de altura, se acaba el Valle de Aburrá. Las tierras frías que abastecen de agua y leche a Medellín están más arriba. Unos metros abajo, donde empieza la Ciudadela, está la estación La Aurora del Metrocable, cadena del ancla que la ata al resto de la ciudad, cuerda floja por la que se deslizan los equilibristas del rebusque diario.
Al despertar un domingo en el apartamento 101 del Bloque 7 de la urbanización La Aurora, Viviana Quintero, de treinta años, y Raúl Valencia, de 41, lo primero que sienten es un vallenato gangoso que sale de un apartamento de enfrente al que le tumbaron las paredes de la sala y convirtieron en discoteca. Viven en La Aurora desde hace cinco años y ocho meses, cuando dejaron su casa en El Morro de Moravia.
Los fines de semana la música y la actividad comercial desafían amaneceres, puestas de sol y noches de luna llena. Sobre el andén que conduce al bloque de Viviana y Raúl, los primeros pisos de los edificios han sido convertidos en locales comerciales: hay una panadería, una legumbrería, una carnicería, una tienda de abarrotes, una cacharrería, otra panadería, una farmacia y papelería, otra tienda, una peluquería, una tienda de helados, una de ropa y dos discotecas. Al otro lado del andén hay puestos ambulantes de venta de fritos y de licor, que hacen parecer el pasaje una calle atiborrada del centro de la ciudad.
—Nos dijeron que a los que teníamos negocio en Moravia nos iban a dar locales, pero no cumplieron —dice Viviana.
La puerta del apartamento está abierta desde muy temprano. En el espacio destinado a la sala funciona una papelería que abre desde que se levantan hasta que se acuestan. Detrás de la papelería, John Brainer, el hijo mayor, de once años, duerme sin perturbarse. El sofá separa las dos habitaciones del apartamento y linda con la mesa del comedor, que a su vez está recostada contra una barra que divide la cocina.
Viviana entra a la cocina, pone un chocolate en una parrilla y calienta agua en otra. Raúl se alista para salir. A las 9 a.m. empiezan las elecciones de delegados del Presupuesto Participativo y por primera vez es candidato. Hace parte de la Junta de Acción Comunal de La Aurora y es el encargado de organizar los eventos deportivos.
—Yo le digo que tiene que saber decir lo que va a proponer —dice Viviana.
—Uno llama a la Policía y se queja del ruido, pero por aquí nunca aparecen; pasan de día, cuando no hacen falta —dice Raúl mientras carga a Samuel, su bebé de tres meses.—Ya uno ni les dice nada a esos bochincheros —dice Viviana, que mira por el balcón a una pareja que baila en una de las discotecas. Le pide el bebé a su esposo y lo mete en una bañera plástica verde puesta encima de la mesa del comedor.
La Ciudadela cuenta con veinte urbanizaciones, habitadas por más de cuarenta mil personas empaquetadas en diez mil apartamentos. Este año se entregarán 1.200 viviendas más, para cerca de cinco mil personas, y en un futuro próximo el número de habitantes podría acercarse a los cien mil. Allí se construirán muchas de las diez mil viviendas prometidas por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos.
En los terrenos de la Hacienda Lusitania que hizo famoso a Dayro Chica, quien levantó caballos y toros apetecidos por mafiosos, los nuevos propietarios levantan hoy un barrio. Son cerca de 234 hectáreas que pertenecen al corregimiento de San Cristóbal, con el que la Ciudadela debe competir por los recursos municipales. El corregimiento es de vocación agrícola, mientras la Ciudadela es un invento urbano. Lo que a San Cristóbal le tomó más de dos siglos –acercarse a los cuarenta mil habitantes–, la Ciudadela lo consiguió en siete años.
Lo que no se consigue tan rápido es crear comunidad. Hay personas de diferentes procedencias y condiciones sociales: vienen de Moravia, de La Iguaná, del Popular, y a las viviendas de interés prioritario se suman las de interés social y las privadas. La Alcaldía y el Concejo discuten si es conveniente crear una nueva comuna y anexar la Ciudadela al territorio urbano de Medellín, pero la organización comunitaria todavía es precaria, existe desconfianza y apego a los territorios abandonados.
Santiago Valencia, gerente de la Ciudadela y funcionario de la Alcaldía, dice que la experiencia de los habitantes es similar a la vida escolar: “cuando llegan es como cuando uno iba por primera vez al colegio que sentía rabia y hacía pataletas, pero pasa el tiempo y uno no se quiere graduar”.
Teresa Buitrago, una de las líderes que trabaja con la gerencia, dice que no cambia su apartamento por nada, que no hay una vista más maravillosa del valle; pero Ana Quilindo, líder sin remuneración, dice que lo único que hizo el municipio fue traerles problemas: falta equipamiento, cupos escolares – hay 700 niños sin estudiar–, desempleo, drogadicción, delincuencia, embarazo adolescente.
A pesar de las diferencias, algo incipiente los une: la competencia con San Cristóbal, y que unos y otros alzan la voz como ciudadanos que pagan impuestos.
Viviana y Raúl llegaron a Moravia en febrero de 2002, desplazados del municipio de San Luis, en el oriente antioqueño. Llegaron con su hijo John Brainer, que tenía un año de nacido, la madre de Viviana, un hermano con una enfermedad mental y una hermana con su esposo e hijo. Los recibió una tía que tenía en El Morro una casita de madera de unos cincuenta metros cuadrados y dos habitaciones. Allí se acomodaron las tres familias recién llegadas, que con la de la tía sumaban 16 personas.
—En esa época el trabajo de todos los días era ir a recoger agua a las cuatro de la mañana a la casa de la paisana Rocío —dice Viviana.
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Desde los años sesenta Moravia creció hasta convertirse en un laberinto de 43,7 hectáreas y aproximadamente 42 mil personas –961 personas por hectárea, es decir, diez metros cuadrados por persona– según el censo de 2004, cuando se inició el Plan Parcial y el Proyecto de Mejoramiento Integral que provocó la reubicación de cientos de familias y hoy continúa.
A la urbanización La Aurora le dicen Moravita, pues allí llegaron la mayoría de familias que tuvieron que abandonar los ranchos de madera y las casas de material que habían construido en el morro de basuras de Moravia. A cada familia que abandonara su rancho y permitiera al municipio demolerlo, le daban a cambio una vivienda de interés prioritario (destinadas a personas que viven en zonas de alto riesgo o desplazadas por la violencia).
Así tuvieran una elaborada casa de dos plantas o un ranchito a medio hacer, a todos les correspondía el mismo tipo de apartamento en obra negra, sin revocar y sin divisiones, de 47,2 metros cuadros y avaluado en 20’400.000 de pesos. La propiedad horizontal le puso medida y valor estándar a su pobreza.
Los habitantes del Morro empezaron a llegar a La Aurora en febrero de 2007. En total se reubicaron 280 familias, unas 1.300 personas, en los Bloques 5, 7, 8 y 9 de los 16 que conforman la unidad.
No importa cuánto midan sus viviendas: así como aprendieron a poblar El Morro, el asentamiento irregular planificado y construido con organización comunitaria más populoso de Medellín –cada nuevo rancho, una nueva victoria–, así han sabido adaptar y modificar La Aurora: con un promedio de ochenta apartamentos por bloque, abarca seis hectáreas verticales en las que viven unas cinco mil personas.
El rancho de Viviana y Raúl en la cima del Morro les costó un millón de pesos; era de dos plantas y no tenía más de veinte metros cuadrados. Vivían de una pequeña tienda y de los trabajos de ebanistería que conseguía Raúl en los alrededores del barrio.
Ellos aceptaron con facilidad la reubicación –todavía hay familias que se resisten a abandonar El Morro–, aunque en ese lugar nuevo y apartado Raúl podía demorarse en encontrar trabajo. No había siquiera una ruta de buses que subiera hasta la urbanización. La tienda les daría de comer.
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Viviana es una mujer despierta, de palabra fácil y buena formación. En las paredes del apartamento, junto a un reloj con la imagen del Sagrado Corazón, cuelgan los diplomas que ha cosechado: bachiller académico, curso básico de trabajo en madera y curso de repostería y pastillaje. Dispuesta a adaptarse a su nuevo ambiente, se convirtió en la encargada de los asuntos de su edificio. De la “copropiedad”. ¿Copropiedad? ¡Pareciera que estuviéramos hablando de una experiencia de propiedad colectiva!
Empezaron a llegar cuentas de saneamiento básico y alumbrado público a nombre del edificio; los funcionarios les hablaban de régimen de propiedad horizontal, de administradores y asambleas. Viviana pasaba de apartamento en apartamento recogiendo de a mil pesos, o lo que cada familia pudiera dar, pero nunca alcanzaba para pagar las cuentas.
Las deudas se acumulan. Y los conflictos. Con Empresas Públicas pelean dos millones de pesos; la bomba que impulsa el agua a los últimos pisos se dañó; no hay dónde tirar la basura, entonces algunas personas la tiran por el balcón –estamos hablando de edificios de hasta once pisos, sin shut, sin ascensor–; los borrachos orinan en las escaleras; el ruido es marca registrada del lugar; hay peleas de mujeres celosas; los jovencitos aprenden a reproducirse en la oscuridad de los corredores; uno que otro vecino descubre que la vida vertical sirve para suicidarse…
—Ya me cansé de insistir. Cualquier cosa que uno haga es para problemas.
Los vecinos que se mudan le encargan a Viviana sus apartamentos para que ella los ofrezca a posibles arrendatarios. Y a pesar de los conflictos…
—Aquí no dura uno desocupado — dice Viviana, sentada en el sofá.
Un alquiler cuesta entre 220 y 250 mil pesos y depende de las reformas que tenga el apartamento: si tiene divisiones, si le han puesto piso; los más caros son los que tienen cocina integral.
Con trabajo y el subsidio que recibían por el desplazamiento, Raúl y Viviana le pusieron al apartamento piso de cerámica y enchapado y cabinado al baño. El valor comercial ronda los treinta millones de pesos.
—Raúl va a hacer los gabinetes de la cocina —dice Viviana—. Ha intentado hacer trabajitos por aquí, pero sin herramientas es muy difícil. Y tampoco da para pagar un local para un taller.
Viviana trabaja haciendo oficios varios en la Fundación Carla Cristina. Raúl atiende la papelería y cuida a Samuel; John Brainer le ayuda cuando regresa del colegio.
Hace un año que decidieron cambiar la tienda por la papelería. El negocio no estaba dando por la competencia de otros apartamentos. Con una herencia que le quedó a Raúl de su padre, la venta de la tienda y una liquidación de Viviana, recogieron tres millones de pesos para comprar la fotocopiadora y el “plante” para la papelería. Además, compraron fiado un computador para John Brainer. Ahora ven el futuro de Samuel sin tantas angustias.
—Pobre mi John Brainer que no le tocó tomar leche de tarro. La pobreza de nosotros en San Luis fue muy dura.
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Al final de la tarde de un sábado Viviana contempla a Samuel. Raúl y Brainer están lavando un apartamento que acaban de alquilar. El bebé está junto al balcón, oscilando en una mecedora eléctrica de la que sale una canción infantil, un regalo muy sofisticado que le envió a Viviana una hermana que vive en Las Vegas.
La puerta de entrada está abierta, como de costumbre. La del balcón está cerrada, como todas las tardes del fin de semana. Enfrente retumban los parlantes de las discotecas, que hacen vibrar los ventanales como si el apartamento tuviera motor. Samuel duerme, indiferente a las vibraciones, como si la mecedora lo transportara a una tierra de ensueño.
El corredor comercial de Moravita está lleno de vecinos. En los balcones se ven parejas de jovencitas haciéndose trenzas, señoras sentadas mirando para abajo, niños que aparecen y desaparecen. Los balcones son palcos para no perderse lo que está pasando, y además sirven de cuartos útiles.
En las ventanas se ven avisos que ofrecen servicios: se sacan llaves, se venden minutos, licores, helados y comidas rápidas. Las cortinas hacen las veces de fachada multicolor, como si adornaran las tribunas de una plaza de toros antes de la corrida vespertina.
Detrás de esas cortinas viven albañiles, vendedores ambulantes, recicladores, mensajeros y carretilleros que también utilizan los apartamentos como bodegas de su oficio: guardan el cartón y el plástico, la carretilla –un señor llegó a subir el caballo y lo metió en el balcón– y la moto.
Dada la imposibilidad de marcar diferencias con el exterior de los apartamentos, las cortinas son una señal de estatus: el material del que están hechas, el color y la forma en que caen, revelan la situación de una familia: las hay rectas y con pliegues, o desgonzadas y mustias, o son una sábana o una cobija vieja.
Hay familias que prosperan, pues la propiedad les ha dado confianza para invertir en sus apartamentos y los han valorizado, y otras en dificultades, numerosas, que o pagan los servicios o se acuestan con hambre.
Samuel se despierta. Viviana lo saca de la mecedora y se sienta en el sofá. Lo acomoda entre sus carnes y lo amamanta. Afuera, frente a la discoteca, un grupo de hombres juega dominó… ¡Tas!... ¡Tas!... ¡Tas!..., suena el beat del barrio.
Entran un par de niños, Viviana los atiende.
—Que si tiene bolsas de regalo — dice uno de ellos.
—Claro que sí mi amor, ¿de cuáles quiere?
—Ah, no sé, una de este tamaño — dice el niño, y le enseña una bolsa plástica.
—¿De mujer o de hombre?
—Mmm…
—Lleve pues esta —dice, y le entrega una que sirve para cualquier género.
El niño le da una moneda de cien pesos y se va con su amiguito.
Afuera, que también es adentro, en la mitad del ruedo, la vida sigue su algarabía. Todo está mezclado y a la vista: los niños jugando, los ancianos conversando, los muchachos bebiendo, las jovencitas bailando, la mujer comprando el revuelto, el hombre con la caja de huevos al hombro. En la vida vertical de La Aurora la cotidianidad se vive como en un día de mercado.
El cielo se cierra, parece que va a llover.
—No se preocupe por la lluvia que aquí no se moja —dice Viviana—. Si estuviéramos en Moravia tendríamos que sacar hasta las cucharas para recoger las goteras. Y luego estaban el pantanero y las ratas y la basura y la mierda que le tiraban a uno al techo, y la zozobra porque cualquier día le echaban a uno el ranchito al suelo.
Raúl entra y detrás viene Brainer con la ropa empapada. Viviana le entrega el bebé a su esposo y le pide a su hijo que se cambie.
—Voy a preparar la comida para que se vaya para la reunión —dice.
Raúl va a reunirse con sus compañeros de la Junta para preparar la jornada de elecciones.
—La idea es competirle a San Cristóbal en alguno de los proyectos, pero es difícil porque están organizados. Hay que trabajar con la comunidad para competir mejor en las próximas elecciones—dice.
El futuro cercano parece inevitable: por vocación y población, la Ciudadela Nuevo Occidente se convertirá en la comuna 17 de la ciudad. La refundación vertical está en marcha. Entre el ayer y el mañana de Medellín, habrá un momento para su aurora.
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