A las seis de la mañana nadie que no fuera Tista Botero se hubiera atrevido a tocar la puerta. Después de mediodía, y hasta bien entrada la noche, prácticamente cualquiera podía entrar: desde los amigos más amigos hasta los emboladores, vendedores de confites, estudiantes del centro en busca de una tarea, curiosos, ahijados o protegidos, todos entraban por el zaguán y asomaban la cabeza hasta que Manuel levantaba la suya y los hacía pasar. Pero temprano en la mañana era casi un sacrilegio. Con Tista era otro cuento: iba todos los días a misa de cinco en La Candelaria, y de ahí, cuidando meticulosamente un intervalo de varias semanas para no volverse cansón, como decía, subía cada tanto a buscar a Manuel.
En el día la puerta del zaguán se mantenía simplemente ajustada a pesar de que estábamos en pleno centro: Perú entre El Palo y la Avenida Oriental. Casi en ruinas, la casa todavía está allí: un caserón donde, en el fondo y entrando por lo que se llamaba la puerta falsa, Roxana Mejía, hermana de Manuel, había transformado un solar en su taller de cerámica. Las habitaciones que daban a la calle se las alquilaron a José, un viejo chatarrero, precursor de los anticuarios que más tarde le darían nombre al sector: "la calle de los anticuarios". El resto de la casa se volvió el apartamento: lo que llamábamos el apartamento era realmente un patio invadido por una enredadera, con un salón al fondo que en su tiempo había sido el antiguo comedor, una cocineta precursora de lo que hoy llaman cocinas de las "viviendas de interés prioritario", y una pieza grande que daba directo al patio. El lavamanos, en un rinconcito al lado de la mesa de comino crespo que hacía de escritorio y de comedor indistintamente, se encontraba en pleno corredor.
Últimamente había, sin embargo, un nuevo ingrediente que Tista desconocía: el patio estaba lleno de pañales colgados de cuerdas atravesadas por todos lados. Además, en vez de la sonrisa en la cara de Manuel, esta vez abrió la puerta el desconcierto de una muchacha cargando un bebé. Apenas mascullando una disculpa, sorprendido por la teta casi al aire y el bultico en los brazos, me miró con una timidez y unos ojos de niño asustado que me hicieron saber exactamente que no podía ser otro que Tista Botero, así que cuando le pregunté, segura de la respuesta, "usted es Tista, ¿cierto?", el tartamudeo fue todavía mayor y pudo apenas pronunciar "sí, yo soy Tista".
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Estoy segura de que no se desvaneció porque afortunadamente Manuel apareció detrás de mí en ese momento, tranquilizándolo mientras atravesaban el patio entre los pañales. Entonces presencié por primera vez algo que se repetiría varias veces: Manuel sentía un afecto profundo y una ternura infinita por Tista, y éste por Manuel, y compartían el amor por la poesía y la bohemia y los recuerdos de pueblo. Pero Tista, católico a más no poder, fue aislándose de sus amigos hasta que terminó diciendo con resignación: "solo me quedaste vos, Manuel, el resto no entiende nada". Le gustaba tomarse sus traguitos y se volvió copisolero. ¿Dónde iba a encontrar gente para declamar a Valencia, a Barba? Además, estaba lo de la misa: iba todos los días, sin faltar nunca, a rogar por los amigos de toda la vida, esos que tenían la condena eterna asegurada: "decime Manuel, ¿yo qué voy a hacer en la otra vida? ¿Vos te imaginás yo rodeado de ángeles y querubines tocando violín? A mí me gustan son las puticas y los tangos, y conversar, y oír vulgaridades en la cantinas. ¿Yo con quién voy a charlar allá en el cielo, Manuel, yo qué voy a hacer solo en el cielo? Yo creo que vos, de pronto, te podés salvar, Manuel. Hoy ofrecí la misa por vos y le pedí a la Virgen que te salvara. Manuel, salvate vos siquiera que los otros sí están perdidos".
No era un chiste: era una obsesión que lo angustiaba terriblemente. A mediados de la mañana le tocó ver como bañábamos y asoleábamos a Pablo Mateo. "¿Querés oír tu canción, hombre Tista?", le dijo Manuel. Era otro de sus rituales, oír su canción. "Pero esta vez te tengo una sorpresa". La sorpresa era yo: saqué la guitarra que todavía me acompaña y comencé a cantar la cancioncita que toda la vida había sido "la de Tista", un Tista que ese día al fin conocí:
"Dices que te pone triste la bruma de la ciudad / camina, mi amor camina, camina conmigo a Pandi / Ahora que están floreciendo cámbulos y gualandayes / Ahora que están floreciendo cámbulos y gualandayes…".
Fue la primera vez que le canté su canción. Volvería otras mañanas, le rogaría a Manuel que se salvara, este le propondría más bien la opción de condenarse juntos, cantaríamos la canción varias veces. Pero ese día Tista se quedó en silencio mucho rato. Después, levantándose para despedirse, dijo mucho más tranquilo: "vos ya te salvaste, Manuel, esto es el paraíso".
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