I.
Un brote
y el asombro:
otro rostro que sale de mi rostro.
El tallo tierno, el agua clara,
la pluma, el hongo, el trébol
han quebrado la ladera,
la mejilla,
con el pico de su imagen.
Las cosas se presentan,
se clavan en el cielo
rompientes en el aire y en el ojo.
La curva de mi centro
se aparece en lo que quiero
y lo desvela.
Cada retoño es eje de la tierra.
La suave punta verde
nacida con la noche
fuera del ojo y de la luz,
oculta a los cristales,
raja el plomo del reflejo
y se anima y se revela
en el espejo bocabajo.
Todo brote es del sueño.
Es el sueño de las cosas, estallado.
Surge la potencia vegetal, vibrando;
ese subir,
esa alegría
que junta arriba con abajo:
la firmeza.
Un lazo es lo que brota:
antena, pie, serpiente, cuerda.
También la voz retoña:
el ladrido, paso del corazón
al cuerpo —bomba—,
y el trino que deshace al pájaro
redondo,
flecha de su círculo,
límite de la vida palpitante
en su templanza.
El tallo detiene el mundo y lo sostiene.
Es el día de la noche.
No es ahora, ni después, ni un rato,
ni es la hora convenida,
ni dice el cumplimiento.
Es el saludo permanente.
Mira ese retoño de palmera:
árbol del tiempo
deseado
con su puro peine
que será estrella entre neblina,
jardín de pólvora,
esperarte,
oro de oro.
La visión viene de las raíces,
de las leyes de abajo,
de los muertos.
De mí voy yo subiendo.
Tu cara se hace de la mía cerrada.
Si no hay luz,
cuando desvío mi rayo,
tu cara es la flor de mi fantasma.
Del corazón la sangre se disipa
y hace el otro día. El pájaro
que ruge
su hambre nueva
es el día;
no la mañana de la claridad luciente,
sino la profunda, el ala desbocada.
¿Y el humo?
Se eleva sin querer.
No se ha plantado;
ha quedado,
no ha crecido
y ya no estuvo.