Ademanes de cancillería
Juan Álvarez. Ilustración: Raeioul
“Es la injuria más espléndida que conozco”, escribió Borges. Fue en 1936 en el texto Dos Notas. Arte de injuriar, donde desarrolla un catálogo reflexivo sobre la sátira y el insulto como contrapartes del argumento.
La frase se refiere a una injuria propinada por el panfletario colombiano José María Vargas Vila en contra del poeta peruano José Santos Chocano.
Las circunstancias de la ofensa no importan. El maltrato propiamente tampoco. Si lo anoto aquí es por deleite: “Los dioses no consintieron que Santos Chocano deshonrara el patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia”.
Ahora lo que importa: la frase de Borges no acaba allí. Pero alguien sí quiso que acabara allí.
Fue un tal Aníbal Noguera, autor de la entrada biográfica sobre Vargas Vila en el Manual de literatura colombiana, publicado en 1988 por Procultura. Noguera hizo del elogio que se lee en la frase la puerta de acceso al “arte de la injuria” de Vargas Vila. Era la oportunidad de una legitimación borgiana, y se lanzó a aprovecharla, sin pudor o rigor crítico alguno. Y con el bisturí para cortar en el punto preciso.
Porque ocurre que la oración completa de Borges dice así: “[…] es la injuria más espléndida que conozco: injuria tanto más singular si consideramos que es el único roce de su autor con la literatura”.
Vargas Vila no está citado por Borges porque Borges quisiera elogiarlo; está citado para ejercer uno de los casos tratados en su ensayo: el uso de términos laudatorios para insultar. Está citado para convertirlo en el retruécano retórico del que los ensayos borgianos no se privan jamás: actuar, desde los límites del lenguaje, la materia misma tratada. Insultar cuando de hablar del insulto se trata.
Vargas Vila no está citado por Borges porque Borges quisiera elogiarlo; está citado para ejercer uno de los casos tratados en su ensayo: el uso de términos laudatorios para insultar. Está citado para convertirlo en el retruécano retórico del que los ensayos borgianos no se privan jamás: actuar, desde los límites del lenguaje, la materia misma tratada. Insultar cuando de hablar del insulto se trata.
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Alguna vez me convencí de que este hecho libresco cifraba un rasgo de la idiosincrasia nacional. Una relación, remota acaso, con el ánimo frentero de algunos regionales; o con la lagartería hacia lo extranjero.
(Me convencí aún más el día que se supo que el presidente Iván Duque, impaciente porque un premio Nobel no le firmaba su libro, resolvió falsificar la firma él mismo).
Pero no hay tal relación.
(Era fácil notarlo. Este tipo de extrapolaciones casi nunca son acertadas, así sean, hoy en día en Colombia, el sustento retórico del 85 por ciento de las columnas de opinión).
El uso esnob de la cita de Borges por parte de Noguera es solo eso: un uso esnob, no riguroso, de unas líneas leídas a conveniencia para poder pensar lo que de antemano ya quería pensar.
Noguera no actúa un rasgo singular colombiano; actúa, simplemente, un atajo entre las ideas, rasgo común, ese sí, de la crítica literaria como veredicto.
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Cuando pienso en formas de escritura, insulto y circunloquios, pienso inmediatamente en la “nota de protesta diplomática”, ese ademán de cancillería con el que los Estados modernos han conseguido trajearse de portadores de sentimientos colectivos.
“La República Bolivariana de Venezuela se declara ofendida por las palabras proferidas…”, escriben, por ejemplo, porque qué es la representación democrática sino arrogaciones sentimentales desmesuradas.
La primera nota de cancillería de la historia de Colombia quizá haya sido el Memorial de agravios de Camilo Torres.
Una nota larga, sinuosa, que va y viene entre lo jurídico y lo político y que, tal vez, ella sí, encierra un rasgo idiosincrático diciente: no vio la luz pública cuando fue escrita (1809) porque fue autocensurada.
Torres se atrevió a hablarle (escribirle) a la monarquía española en tono amenazante, pero sus colegas criollos del Cabildo leyeron y dijeron, “Uy, no, todo lo que dices es cierto y justo, pero es demasiado”.
“[…] No es ya un punto cuestionable si las Américas deban tener parte en la representación nacional; esta duda sería tan injuriosa para ellas […] sería suponer un principio de degradación”.
El Memorial de Torres actúa, fundamentalmente, como una advertencia separatista; le reclama a la Corona española para que cumpla con las cuotas prometidas de representantes americanos en igual proporción a las provincias españolas, o habrá consecuencias, porque entrará en acción aquel “principio de degradación” inaceptable. Otro insulto cabal.
Torres no lo dice así de directo o compacto. Usa los retruécanos del lenguaje de la diplomacia, es decir, se muestra cuidadosamente indignado mientras habla.
Y mientras habla, siembra quizá el perfil moderno del político criollo nuestro: un transmutador de ofensas; un gesticulador de honorabilidades.