Diario de Kingston
Forrest Hylton. Ilustración: Tobías Arboleda
En memoria de Carlos Ortega, q.e.p.d.
Tampoco tenía muchas esperanzas. Sabía a qué venía a Kingston, a buscar documentos relacionados con el comercio boyante que los alaulayus wayuu sostenían con los británicos en el siglo XVIII y principios del siglo XIX, cuando los alaulayus les vendían mulas, caballos, perlas, sal y esclavos Coçina a cambio de esclavos africanos, telas, ron, tabaco, armas, pólvora y municiones. Sabía que era como buscar una aguja en un pajar, como dicen mis paisanos, porque la mayor parte de los archivos sobre el comercio marítimo está en Londres, no en Kingston. Ni modo. Así funcionan los imperios.
Sabía que el Kingston de hoy era una especie de cruce infernal entre Medellín y Riohacha, y conozco a las dos ciudades hace muchos años, pero no estaba preparado. Llegando al aeropuerto internacional Norman Manley, en lo que había sido Port Royal, asentamiento anterior a Kingston que fue destruido por un terremoto en 1692, mientras padecía un calor riohachero, entendí por qué el puerto de Kingston fue tan estratégico. Un estrecho largo y delgado protege una gran bahía de aguas profundas que da lugar a una planicie estrecha, la llanura Liguanea, rodeada por montañas de la Sierra Azul, famosa por su café de exportación. En una época en que la piratería fue la política oficial de la Corona británica, Kingston fue un paraíso de piratas, gobernado en su momento por Henry Morgan. “Descubierta” por Colón en su tercer viaje de 1494, Jamaica no tiene huella ibérica. Los ingleses la tomaron de los españoles en 1655 como punta de lanza contra su imperio, con piratas como Morgan a la cabeza.
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Los banqueros, comerciantes, oficiales coloniales, dueños de plantaciones y sus representantes parlamentarios ingleses convirtieron a Jamaica en la colonia azucarera más rica del imperio británico, y Kingston se convirtió en el mercado de esclavos más grande del Caribe. Durante el siglo XVIII los esclavos alcanzaron a ser el noventa por ciento de la población en Jamaica, y la isla, además del azúcar, fue pionera en la producción de café y algodón. Junto con Brasil y Haití, Jamaica fue el cementerio más grande de las Américas para los africanos, donde la mayoría de los hombres esclavos morían tras cinco o siete años en el país y sin tener hijos. Al mismo tiempo, Jamaica fue cuna de una cultura africana americana, nueva y sui generis, evidenciada hasta en sus ritos funerarios. A pesar de los numerosos cimarrones en las amplias zonas montañosas del interior, algunos reconocidos oficialmente por la Corona inglesa, y a pesar de las revueltas poderosas como la de Tacky en 1760, que fue aplastado por los mismos cimarrones, Jamaica no fue Haití, e Inglaterra no fue Francia: no hubo revolución finalizando el siglo XVIII, sino contrarrevolución y mayor producción de azúcar y café.
Los ingleses abolieron la esclavitud en las Antillas en 1838, luego de un gran levantamiento de esclavos siete años antes. El ocaso de Haití y el surgimiento de Cuba y Puerto Rico, orientados a los nuevos mercados de los EE. UU., además de los puertos de Nueva York y Nueva Orleans, dejaron a las Antillas británicas en declive. Mientras el imperio victoriano, basado en la gran industria textil y la esclavitud en el sur de los EE. UU., se expandía en África, Asia y Suramérica, después de la abolición de la esclavitud la gran mayoría de los jamaiquinos, antiguos esclavos, se volvieron pequeños campesinos y comerciantes pobres, desarrollaron circuitos mercantiles propios o migraron como obreros de caña a Cuba, Costa Rica, Panamá y Florida, algunos de forma temporal y otros de manera permanente.
También desarrollaron una cultura política democrática que, con la caída dramática de los precios de azúcar y café en el mercado mundial, desembocó en una huelga general en 1938, iniciada por los trabajadores de caña seguidos por los de banano, además de los estibadores, conductores de buses y tranvías, recolectores de basura en Kingston. Fue el comienzo del fin del colonialismo inglés en el Caribe y dio lugar al partido social demócrata, PNP, dirigido por Norman Manley y vinculado a los sindicatos. El PNP, dirigido por el hijo de Norman Manley, Michael Manley, gobernaría a Jamaica en los años setenta, después de diez años del manejo neocolonial del partido rival, JLP, nacido en 1943, también vinculado a los sindicatos y a la huelga del 38. A diferencia del PNP, no era socialdemócrata sino populista de derecha al estilo de la Anapo en Colombia.
Desde 1943 hasta la década del setenta la población de Kingston casi se duplicó y en su competencia electoral por repartir puestos de trabajo, vivienda y favores a cambio de votos, los dos partidos, cada uno con su confederación de sindicatos, construyeron distritos electorales exclusivos, que eran a la vez feudos manejados por combos de pistoleros, los famosos rude boys dirigidos por capos, los dons.
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Esta historia se hace presente en el recorrido del aeropuerto hasta Patrick City, donde tengo un Airbnb alquilado en un barrio, lindero entre clase media y baja, cerca de Washington Boulevard, arteria principal que atraviesa el norte de la ciudad del este a oeste. Saliendo de la autopista Norman Manley pasamos por Downtown y la famosa Cárcel General, referenciada en muchas canciones de reggae.
Downtown es un lugar tan real como imaginario: representa el pasado colonial con su patrón de ordenamiento cuadriculado, el lugar del comercio, las finanzas, los bancos, los edificios públicos y el mercado popular (Coronation Market), pero también la pobreza, el abandono, el peligro y la violencia de los guetos aledaños de West Kingston, donde cientos de miles viven hacinados en condiciones parecidas a los barrios de desplazados en Riohacha.
Entrando en Tivoli Gardens hay algunas personas caminando y se ven los huecos dejados por balazos en la pared que separa a Tivoli de Denham Town. En 2010 la policía jamaiquina masacró a decenas de jóvenes de la “República de Tivoli” en su esfuerzo exitoso por capturar a su don, Christopher ‘Dudus’ Coke, conocido como Presidente. Igual que su papá, Lester Coke, alias Jim Brown, Dudus tenía lazos estrechos con el JLP, simbolizado por un afiche enorme de Edward Seaga en la esquina de Industrial Terrace y Spanish Town Road. Mientras Dudus mandaba, debido precisamente a su monopolio sobre la fuerza, la tasa de homicidios en Tivoli era mucho más baja que otras zonas de West Kingston, algunas de las más violentas del planeta.
Se habla de estados paralelos, pero más que hacerle competencia al Estado, los dons como Dudus viven en una simbiosis flexible y pragmática con los políticos y los funcionarios de las burocracias estatales y las ONG, y sirven de mediadores entre Downtown y Uptown, entre la ciudad/país formal y la ciudad/país informal de los sufferers (los negros pobres y sufridos). Los dons tienen sus propios sistemas de justicia, cobro de tributos, provisión de servicios, ritos públicos como los bailes callejeros, y a través de las constructoras y los contratos para obras públicas proveen algo de empleo. Es un sistema violento, autoritario y antidemocrático, y desde el comienzo de la época de la austeridad a finales de los años setenta, cuando el gobierno jamaiquino se volvió adicto a los préstamos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, no llega la inversión por parte del Estado. Un clientelismo privatizado y minimalista que promete seguridad a cambio de votos, nada más.
Saliendo de Tivoli Gardens, pasamos por Trenchtown donde hay un pequeño museo en honor a Bob Marley y placas en otras calles señalando leyendas de reggae del barrio como Peter Tosh, Alton Ellis, Delroy Wilson, The Abyssinians, The Paragons y los Wailing Souls. ¿Qué explica ese predominio de Trenchtown frente a otros guetos de West Kingston en cuanto a la producción de reggae de raíz, es decir, clásico? La historia nos da la clave: Tivoli Gardens había sido Back O’Wall, un barrio del PNP destruido por Edward Seaga en el verano de 1966, lo que provocó el éxodo de cientos si no miles de rastas hacia Trenchtown. Además, desde finales de los años cuarenta había en la calle novena un grupo de rastas jóvenes que ya eran adultos a mediados de los sesenta.
La música, primero rocksteady y después reggae, hablaba de la situación de desempleo y hacinamiento, de la falta de transporte y alimentos, de la escasez de agua… y, a través del rastafarianismo, afirmaba las raíces africanas de la cultura popular urbana que surgía, al tiempo que evocaba la cultura campesina posterior a la emancipación. Todo para hacer frente al racismo de la sociedad criolla dominante. Los jóvenes de Trenchtown dieron forma sonora a las fracturas históricas y políticas que marcaron y siguen marcando la geografía de su barrio y su ciudad. Por eso no mueren y mantienen su vigencia más allá del turismo. Si la idea es caminar por Trenchtown tomando fotos, que sea con uno de los guías locales conocedores de la historia y el territorio. Junto con El Salvador y Venezuela, Jamaica tiene las tasas de homicidio más altas del mundo.
Saliendo de Trenchtown vemos a Jonestown a la derecha y tomamos Maxwell Avenue hacia el norte, y Half Way Tree, donde todos los caminos se cruzan, y Uptown se divide de Downtown. De allí vamos por la calle Molynes hasta llegar a Washington Blvd., y cruzando Constant Spring Gully, llegamos a nuestro destino, Patrick Drive. Lo escogí porque queda a veinte minutos en bus de los archivos en Spanish Town. La casa en la que me estoy quedando es un dúplex de cemento, color verde, con un calor riohachero, sin aire acondicionado ni ventilación, pero con ventiladores y “seguridad”: arriba del televisor tiene un sistema con unas seis cámaras que vigilan todas las entradas a la pequeña propiedad. Refleja perfectamente la paranoia, tal vez justificada, de la clase media y media baja frente a la gran mayoría empobrecida, que puede llegar a ser sesenta por ciento de la población de Kingston.
Antes del atardecer, camino unos cinco minutos hasta la plaza más cercana en busca de comida. Hay transeúntes volviendo del trabajo, pero por mi lado, voy solo. No hay tiendas de barrio, propiamente, menos bares ni restaurantes, solo unos puestos de comidas rápidas. Encuentro un lugar pequeño que vende comida, rica pero pesada, pollo o pescado, dependiendo de la hora, con arroz y frijolitos, se compra para llevar. En el centro comercial que queda al otro lado de Constance Spring Gully hay un supermercado que tiene verduras y frutas, pero como todo en Jamaica, los precios son casi americanos. Ni la clase media tiene con qué sostener una dieta sana.
Washington Blvd. marca un límite entre el norte y el sur de la principal arteria este-oeste. Hay barrios de una clase media negra empobrecida que sirven como filtro entre los guetos negros de West Kingston/Downtown y las zonas más prósperas y cafés de Uptown. Más al norte de los barrios modestos cercanos a Washington Blvd., como Duhaney Park, Patrick City, Pembroke Hall, Maverly, Hughenden, comienzan los barrios de los ricos: Queen’s Hill, Havendale, Belgrade Mews y Constant Spring. En la mitad, una clase media precaria, tal vez comparable con la de Riohacha o Santa Marta, a un paso de la ruina.
Igual que San Juan y Ciudad de Panamá, y ¿por qué no? Medellín, Kingston es impensable salvo en relación con Miami en términos del modelo de desarrollo basado en turismo, propiedad inmobiliaria, servicios financieros, seguros, seguridad privada, centros comerciales, comidas rápidas, autos y autopistas, informalidad; e igual que La Habana, dependiente de las remesas que vienen de la diáspora en el sur de Florida. En ese sentido, Kingston es más parecido a San Juan o Ciudad de Panamá, pero sin centro histórico y sin la conexión tan estrecha con los capitales y el gobierno de los EE. UU. En comparación con Kingston, en términos de infraestructura, transporte, servicios, y distribución de mercancías, San Juan y Ciudad de Panamá están al nivel de Miami. Aparte del transporte pirata, Kingston tiene cuatrocientos buses municipales para una ciudad de más de un millón de habitantes (incluyendo a Spanish Town, con casi 150 000 y Portmore, con más de 180 000, al oeste de la ciudad), es decir la tercera parte de la población de la isla. Por la mañana, camino por Patrick Drive, guerreo el tráfico pesado hacia Downtown cruzando Washington Blvd., cojo el bus para Spanish Town, que va vacío a las 8:30 a. m. porque la gran mayoría va en dirección contraria, hacia el este, lo que cambia a partir de las dos de la tarde, cuando el tráfico hacia Spanish Town y Portmore se vuelve trancón.
Después de la abolición de la esclavitud en 1838, Kingston desplazó a Spanish Town en términos de población y se convirtió en la capital a partir de 1872, dejando a Spanish Town en el abandono y el olvido. Desde 1970 la población de Spanish Town ha crecido casi tres veces y ahora tiene barrios de clase media, aparte de los guetos y lo que llaman los tenements, es decir la vivienda urbana anterior a la independencia. Caminando por las calles White Church y King, en medio de la bulla del los bocinas, altavoces y picós, y atravesando el polvo de tránsito, paso por la cárcel de Spanish Town, la Catedral de San Jago de la Vega, iglesia anglicana de ladrillo construida en 1714, y por la calle King encuentro el concejo, el correo, la corte y el archivo.
Con un calor húmedo tirando a cuarenta grados a las 9:20 de la mañana, entrego mi mochila y entro a un frigorífico, donde se necesita bufanda, camisa de manga larga y pantalones. El internet no está funcionando. Hay dos mesas pequeñas donde los investigadores pueden consultar los documentos. Cuando vuelvo el lunes tampoco está funcionando el internet, lo que hace imposible buscar la información. Por suerte, la archivista me hace una lista de los documentos que podrían ser relevantes para mi estudio, y los voy consultando, pero nada que ver. Ni modo. A veces la investigación histórica es así.
El día siguiente voy en taxi a la Biblioteca Nacional y al Instituto de Jamaica, que queda en Downtown cerca de los principales bancos y oficinas gubernamentales, pasando por el puerto y la zona industrial. En el primer piso, la Biblioteca Nacional tiene tres mesas donde se puede consultar material. No hay sino un par de señores mayores leyendo el periódico. Quiero consultar las ediciones más antiguas de Jamaica Gazette, que comienzan en la década de 1780, pero resulta que no tienen sino a partir de 1846, y están en el segundo piso, donde hay una sola mesa para lectores además de una pintura de Gregory Isaacs, el cantante de los cantantes. Consulto los años 1846 y 1848 pero no encuentro referencias al comercio con La Guajira, lo que no me sorprende, ya que la posición de Kingston en la economía mundial y dentro del imperio británico había cambiado considerablemente desde el siglo XVIII.
Después de leer sobre los pormenores de la sociedad criolla jamaiquina, donde veo que el robo de mulas y caballos se volvió generalizado después de la abolición de la esclavitud, paso al Instituto de Jamaica, que es una especie de museo nacional. Un amigo me recomienda el Museo de la Música, pero aparte de los vigilantes, la única persona presente es la encargada de la historia natural, que dice no saber nada de música. Nos lleva a la parte del edificio donde están los instrumentos musicales que ha logrado juntar el director y su equipo. Son dos salones pequeños en los que tienen uno de los tambores del día la emancipación de 1838, la armónica de Augustus Pablo y la máquina de percusión de Sly Dunbar.
Es increíble la repercusión mundial de esta música y de estos músicos, sobre todo considerando la precariedad de sus instituciones e infraestructura. En últimas, y a manera de conclusión, concuerdo con Colin Clarke, el historiador de Kingston, que dice: “Jamaica ha elaborado una política de estancamiento e impotencia, un juego de suma cero que se trata de la deuda, la pobreza, la violencia y el miedo que derrotan las metas de independencia proclamadas en 1962”. Como los demás países del Caribe y Centroamérica, Jamaica sigue en un callejón sin salida bajo la sombra del águila del norte. No hay mucho que esperar para el futuro, pero el pasado sigue vivo.