Bach meets La Tribu
Edgardo Rodríguez Juliá. Ilustración: Hansel Obando
El recital
Las seis suites para violonchelo de Bach es música barroca que requiere total concentración al escucharla. No es música de trasfondo, mucho menos levedad barroca a la Telemann, o en versión popularizada a la Jordi Savall; tampoco se trata de ese protagonismo virtuosístico del concierto romántico. Si alguna música está cerca de ese “animal de fondo” que somos, descubierto por Juan Ramón Jiménez a los 67 años, casi la edad de Yo Yo Ma hoy en día, es esta música de Bach para el violonchelo. En el mejor de los casos sería una “degustación”, una música mística que acaricia lo mejor de nuestra humanidad compartida. En el caso del sonado concierto de Yo Yo Ma en la Sala Paoli es como comernos completo, y de una sentada, el bizcocho de bodas, incluyendo los novios en pastilla. Quizás sea “too much of a good thing”. Hasta ahora ningún chelista —solo Yo Yo Ma en su Bach Project que lo llevará a todos los continentes— ha sido capaz de proponer tocar esas seis suites, cada una con seis piezas, 36 en total, de corrido, y de memoria, sin intermedio para la gente mayor con problemas de próstata, o vejiga festiva.
Me preparo para escuchar de noche mi música mañanera. Y entonces ya tendré que enfrentarme al público tísico, que tose todo el tiempo durante un concierto, o se olvida de apagar los celulares. Me prometo mantener a raya el cascarrabias. Me repito, como un mantra, que el tour de force de Yo Yo Ma será un prodigio de la memoria humana y la capacidad interpretativa del gran músico norteamericano de ascendencia china.
Yo Yo Ma entra al escenario vestido con una camisa blanca usada por fuera que bien podría ser una guayabera. El carisma, ese halo de atracción, es indudable; lo acentúa con una campechana simpatía que contiene a veces ese exagerado énfasis que el oriental pone en complacer. Tengo comprensivas aprensiones: ¿no será demasiada música para el oído de un escucha normal? ¿Quién es el yo supremo, el público o el ejecutante? Gran diferencia entre Yo Yo Ma y Pablo Casals: don Pablo, quien descubrió estas suites siendo muy joven, en una tienda de música del malevo puerto de Barcelona, las estudió y tocó por más de treinta años y finalmente las grabó en 1936. Nunca las tocaba de corrido, tampoco en todas sus piezas. Extraería una pieza de aquí y otra de allá para sus recitales. Yo Yo Ma las ha tocado desde niño y las ha grabado cuando joven, maduro y ahora en la infancia de la vejez, un poco siguiendo el gran deseo de ese gran melómano que fue Thomas Mann para los escritores: ¡la dicha de escribir en las cuatro estaciones de la vida!
Yo Yo Ma se ha formado, madurado con ellas y de ahí su intimidad con esta música tan exigente para el escucha. Son variaciones que por décadas ningún chelista osaba tocar, para un recital, en toda su compleja extensión, ni siquiera una completa, mucho menos las seis. Es una música endiabladamente abstracta, muchas veces considerada académica, quizás ejercicios musicales, cuyos temperamentos, sutilmente diferenciados, están en los llamados preludios. Es una música, según algunos críticos, que en sus sobretonos y polifonías solo puede ser completada por el escucha atento. El oyente distraído siente que no hay narrativa musical, que permanece en el mismo sitio.
Una vez ejecutó la tercera suite — una apasionada y bella interpretación que es favorita de muchos músicos—, ocurrió lo que más temía, la próstata que te llama al baño. Regreso, no puedo entrar para la cuarta, los ujieres son enfáticos, terminantes, como debe ser. La quinta la interpretó con gran pasión y un abandono que lo llevó a alguna que otra nota de dudosa calidad. (Un amigo compositor me aseguraba que Casals siempre “desafinaba”, esporádicamente, al interpretar estas suites). Pero Yo Yo Ma no se retiraría de la sala de conciertos, como lo hizo Horowitz, al fallar varias notas en un recital. Ciertamente no es un virtuoso purista, o escrupuloso. Además, ya se lo decía Casals a sus alumnos, a la Martita, esos movimientos o piezas en realidad son danzas, tienen esa pulsación rítmica que provoca pasión; además de música pura, son angelicalmente terrenas, orgánicas y orgásmicas al tener que verlo todo con nuestro “animal de fondo”, místico y a la vez mundano; Papa Bach tuvo, después de todo, veinte hijos. Yo Yo Ma está ahí como en la entrega, el arrobo, el éxtasis místico; y también hay algo erótico en su ejecución, sexy, dirían las muchachas de labios carmesí.
Se detuvo entre la quinta y la sexta, por buen rato, mirando hacia arriba, creando anticipación e inquietud en el público, como si buscara las notas en la memoria o el bajo aire, la energía para completar aquel acto amoroso. Casi me perdí la última, la sexta; ya no podía concentrar.
Remontamos hacia las dos horas y media de música corrida, sin intermedio. Nunca fui wagneriano… Me consuelo pensando que jamás volveré a escucharlas así, el privilegio, la locura de tanta música corrida… A las dos horas comenzaron a desplomarse los pesados programas de la noche, los tísicos finalmente se dormían; el sueño y el cansancio mostraban sus evidencias en aquellos estruendos.
Hubo un momento, antes de la quinta, en que Yo Yo Ma saluda al público puertorriqueño como “gente resiliente”, y ya no supe si se refería al aguante para escuchar las suites, o era justo la primera vez que asoma el Miserere mei pos-María. Al final de la sexta agradece a los auspiciadores del programa, apenas deja espacio para la reflexión, su reino musical es muy de este mundo.
Debió terminar con el Canto de los pájaros, su homenaje a la música del descubridor de las suites, Pablo Casals. En vez de eso, trajo a Alberto Carrión a cantar una de esas ahora viejas-“nuevas” trovas favoritas de mi generación, y que yo detesté, ese anacrónico Amanecer borincano. Ya cuando eso se compuso, en los años setenta, era una jibarada dated, ¿o eran los “marrayos”? Menos mal que a Carrión lo acompañó un coro de jovencitos del recinto de Cayey de la U.P.R. Fue uno de esos gestos clisosos y patrioteros, el homenaje de Yo Yo a lo que él llamó la “resiliencia cultural” puertorriqueña. Nuestra estima lastimada, aunque autoindulgente y congratulatoria, termina siempre en lo que llamaba Tapia el criollismo “mofonguero”, o como me comentó un amigo: “El homenaje a Casals era lo lógico. En vez de un tema tan anacrónico como el canto del coquí y el le lo lai. Horrible”.
El conversatorio
Cuando la siguiente mañana llego al conversatorio “El poder revitalizador de la cultura”, auspiciado, entre otras, por la Fundación Flamboyán Lin-Manuel, me ofrecen el uso de audífonos para la traducción simultánea, algo insólito en Puerto Rico. Debe ser el síndrome pos-Hamilton, o un gesto de deferencia a Yo Yo Ma, que no sabe español. Es como si en los tiempos pos Musical Hamilton, de repente a alguien se le ocurriera que somos no una provincia colonial pitiyanqui sino un país latinoamericano. Es lo que sobró, la resaca, de los supertítulos que supongo se usaron para traducir Hamilton.
El padre, Luis Miranda, ha asumido como celebridad la fama de su hijo, Lin-Manuel. Ha sido manifiesta la generosidad del padre e hijo con el pueblo puertorriqueño. Resulta difícil navegar estas aguas pos-María que oscilan entre el “le lo lai” quejumbroso ancestral y la obsesión con nuestra “resiliencia”, también a causa de la depresión colectiva con la crisis fiscal y la llamada diáspora. Alguien ha dicho en este conversatorio que hoy estamos más deprimidos colectivamente que después de María. Lo creo: Luis Miranda intenta dialogar con un chef de la diáspora de nombre José Alejandro y solo hay malas noticias, que si la gastronomía puertorriqueña en Nueva York es muy fancy y cara, que si pacatín que si pacatán en la onda del “esfuerzo comunitario”, la omnipresente “resiliencia”, ¡todos los clisés juntos sí que deprimen!
Yo Yo Ma sube al escenario con una gorra de rapero, la bandera de Puerto Rico por el lado y una gran R sobre la visera plana, que supongo significa “Resiliencia”. De nuevo, se le nota esa exagerada cortesía oriental que evoca cierto servilismo colonial; quizás sea algo más genético que cultural, supongo, porque este es un chino estadounidense. Se ve mayor que en las fotos de promoción para sus conciertos y carátulas. Es de estatura baja, huesos pequeños. Es como una de esas poetisas anteriores al feminismo, que siempre usaban la foto del quinceañero para la contraportada. Ya tiene el rostro mofletudo, aunque su cuerpo insinúa la levedad de alguien de temperamento inquieto.
Cuando comienza su diálogo con Marianne Ramírez Aponte, directora del Museo Contemporáneo de Puerto Rico, hace referencia a una conversación que tuvo con el chef español José Andrés, ese filántropo falso, roba cámara, que cocinó para miles de puertorriqueños después de María y terminó pasándole la factura a Fema [Agencia Federal para la Gestión de Emergencias]. El chef José Andrés es uno de los auspiciadores del Bach Project con su World Kitchen Center. Se reconoce nuevamente en Yo Yo Ma el afán por complacer. Porque, después de todo, ha cobrado más de trescientos mil dólares por tocar las seis suites, a razón de treinta mil por suite, ello así a un país que pasa por una crisis fiscal y vio uno de los más devastadores huracanes de su historia.
Se rumoró que negoció las seis suites, la sucesión de piezas —eso quiere decir suite— con un pulseo; en un momento no había suficiente plata para tocar las seis. Pero, aun así, vemos su deseo de situarse en la condición emocional del país, por lo que su conversación con el chef José Andrés fue sobre la universalidad del cilantro, que es planta oriental y de cómo se ha convertido en un fenómeno de la cocina mundial. Si el cilantro puede, nosotros, los puertorriqueños, los que cocinamos sabroso con recao y cilantrillo, también podemos lograr ser universales a través de nuestra identidad. Comenta que nos cambiaría el nombre por “Puerto we can”. El territorio ha sido marcado desde el principio: gastronomía y cultura, cocina e identidad según el chef José Andrés. Y someterse a esta agenda no es oportunismo de parte del gran violonchelista, sino que, como todo buen músico, sabe tocar de oído. La megaestrella se sitúa aquí entre la sabiduría alcanzada por sus años y la diplomacia, el gesto filantrópico y los honorarios exorbitantes. En sus amables, cuidadas y respetuosas palabras, en su deferencia al “esfuerzo comunitario” y “la resiliencia”, se evidencia ese esfuerzo por asumir las señas del país, justificar sus honorarios.
En un momento habla de cómo se entrevistó con los jóvenes del coro de Cayey para hablar sobre los estudios que siguen. Estaba sorprendido por la variedad de sus intereses, desde la química y biología hasta la sicología. Se desvive por comunicarnos que le importamos y que con todo ese talento, ejemplarizado en los muchachos del coro, todo nos irá bien. Nos habla de arte, lo define como “entender”. Aunque, eso sí, permanezca a un paso del clisé y a dos de una serenidad sabia, al tener sobre sesenta años y haber acompañado las cuatro estaciones de su vida con la ejecución de una música que pocos pueden dominar al nivel del gran arte que él ha logrado.
Me percato de un ramo de espigas secas y un alto tiesto de cristal que adornan el escenario. Los dos escenarios que ha visitado Yo Yo Ma han sido escuetos, zen, minimalistas; pero como estamos aún con el síndrome pos-María, estas espigas, puestas ahí, amenazantes, parecen salidas de la pelambrera y la devastación del gran huracán. Me formé en escenarios adornados con flores. Ahora recalo, suavemente, en escenarios con espigas secas, torcidas, y digo como Palés Matos en 1959: “¡Qué mundo más extraño me rodea!”. Y entonces es que ocurre lo impostergable, lo que era necesario que ocurriera, la epifanía a cuatro manos: Melanie Cobb, quien fue estudiante de canto de mi esposa Ilca, hace la pregunta justa y necesaria: “¿Qué hay en la música de Bach? ¿Por qué tocar las seis suites? ¿Qué hace que la música de Bach sea única?”.
Yo Yo Ma abandona la autocomplacencia de ayudar y se adentra en su pasión, la música de Bach. Melanie Cobb le ha dado el preludio para establecer el temperamento de las variaciones, de las piezas propiamente. Según el violonchelista, la infancia de Bach, su orfandad a los nueve años, quizás le otorgó el don de la empatía por el prójimo —algo que a tantos presuntuosos artistas se les hace tan difícil, admitido—, esa espontánea identificación con el resto de la humanidad, en otras palabras, su humanismo.
Melanie, mientras tanto, y devolviéndolo al tema recurrente del trauma nacional, le cuenta cómo las suites, sobre todo la quinta, la transportó la noche anterior al momento del paso de María. Ella escuchaba el viento desaforado en esa suite tempestuosa, oscura, quizás también la más apasionada. Y se me ocurre que donde está más presente Bach como artista es en los tempos lentos de las suites, las arias, las zarabandas, música a mitad de camino entre lo majestuoso y una infinita tristeza por nuestra condición humana. Justo, nos dice el chelista, que la empatía musical de Bach ambiciona la objetividad pura, cómo el artista está en cada una de esas notas y a la vez permanece ausente. Esa empatía, y a la vez su deseo de objetividad, lo convierte en el tío sabio —quizás sabio y solterón— a quien le llevamos nuestra intimidad cuando somos incapaces de confesársela a nuestros padres. Hay empatía y a la vez perfecta distancia, en este arte que es entrañable y al mismo tiempo abstracto. Nunca se colocaba, él, en el centro de su música, que estaba dedicada a Dios, o al prójimo. Era un helper, según Yo Yo Ma. Para Melanie Cobb también fue, en el concierto de anoche, el “sanador”, el healer, ya que objetivó en su música el viento, la ferocidad y la tristeza del mundo, a la vez que lograba aplacarlas con la belleza de esas danzas francesas compuestas por un alemán luterano. Quizás haya que buscar las formas más objetivas y distantes para expresar lo íntimo, lección para esos compositores puertorriqueños cultos que tan fatalmente recalan en el seis y el mapeyé. Es como si Bach hubiese usado el mapeyé y el seis de andino para componer su música luterana, porque lo alterno quizás nos sorprenda con lo propio. La figura paternal, el tío amable en la cultura china y universal, es siempre ese viajero que ha llegado de tierras lejanas y aventuras locas para sentarse a escuchar con interés nuestra quejumbrosa condición humana. Eso terminaría haciendo el gran chelista.
El vente tú
Sería como explicar la teoría de la relatividad en un field day de la República de Colombia, o amenizar con la sonata Hammerklavier de Beethoven el día de la fuga a Piñones. Si no fuera así, tan descabellado, pues sería un “mano a mano”, frase mágica para vender los elepé de mi adolescencia —Antonio Arcaño y Arsenio Rodríguez, Gerry Mulligan meets Stan Getz—, o en mi madurez cedé —Tito Puente con Eddie Palmieri, por primera vez—, una manera de parear celebridades musicales en la búsqueda de una vuelta a la popularidad. Pero esta propuesta sería la más insólita de todas: ¿cómo armonizar el virtuosismo de Yo Yo Ma con el basto rap-trap de P.J. Sin Suela, o el duro timbal metálico del loco de Pirulo. En eso consistirá esta convocatoria para la Plazoleta de Minillas donde se nos han prometido estos improbables encuentros musicales. Lo único que Yo Yo Ma comparte con Pirulo es el carisma; ambos capturan la atención de cualquier público con su mera presencia escénica, la simpatía y cortesía oriental hacen el resto en el primero, los dreadlocks y la gorra de visera plana con el P.R. son justo el acento de la segunda marca.
Ha pasado mucho tiempo desde que, en mi infancia, la idea de un chino era alguien con destrezas superiores para jugar el “yo yo”. Quizás esté fatalmente pasado, passé, para escribir esta crónica: si yo hiciera el chiste mongo de que no se trata de un Yo Yo Duncan sino de un Yo Yo Ma, ¿cuántos me entenderían?
Se dice que el viejo cascarrabias que llevamos adentro está mejor definido por el padre que por la madre. En mi caso ocurre todo lo contrario: mi padre era discreto con el prójimo; mi madre era satírica, más bien burlona. Por ejemplo, veo que el chef Fema José Andrés viene por ahí tumbando caña, avanza por la plazoleta como rompiendo las aguas del público, rapidito, cual acorazado, para que llegue a tarima la celebridad principal. Y hay algo en ese celtíbero fornido y pipón que me evoca la rusticidad de la Madre Patria. Yo Yo Ma lo sigue apresurado con la sonrisa oriental y los dos tienen algo en la mano, son pequeñísimas porciones de paella —¡degustación!— que el chef José Andrés ha ordenado preparar, en su enorme carpa del World Central Kitchen, para los convocados a esta fiesta popular en la plazoleta de Santurce. Ahora todo es surreal, lo que vi era hiperrealista: Yo Yo Ma con su gorra R de Rapero, Rico Resiliente, comiéndose de prisa la minipaellita, la sonrisa siempre a flor de labios, no obstante la malograda cortesía oriental cuando echó la diminuta porción en el primer zafacón que encontró camino a la tarima.
Suben a la tarima. Los recibe el maestro de ceremonias Braulio Castillo hijo. Después de mucha algarada y vocerío, Yo Yo Ma presenta a un grupo de bomba y plena de Loíza que se hace llamar Brabante y su tribu. Para mi rápida puesta al día: no solo Pirulo usa el mote de La Tribu para referirse a su bandón. Esta tribu de Abrante suena duro, los tambores tronantes solo se suavizan con el remeneo de las mujeres en el público. Se me hace difícil caracterizar al público: hay gente de alta, media y starfucking cultura que saludo; pero el grueso es un público cangrejero, santurcino, clase media trabajadora, muchas camisetas y gorras de los Cangrejeros de Santurce, una identidad que se proclama en esta plazoleta que, de manera misteriosa, todavía parece ajena para una comunidad en dispersión y fuga. Es un público maduro, las mujeres no deberían estarse remeneando de esa manera, con sus carnes ya pasado su mejor momento, algunas de esas abuelas defendiéndose del sol con pamelas; pero esa es, justo, la voz de mi madre pequeño burguesa pueblerina que me ocupa, la intromisión de la genética en el tardío oficio del cronista. Son puertorriqueños de mediana edad y clase media tratando de ser felices, o pasarla bien, ¡por el amor de Cristo!, en los tiempos depresivos de María Jaresko. Controla tu fiera condición, controla a la madre para que merezcas a tu padre.
Estoy al final de la cabuya, sobre todo porque ya apenas tengo curiosidad por los detalles. Caracterizo al público, y ya. Por otro parte, he cumplido con el proyecto MA/MANN de ejecutar/ escribir en mi juventud sobre entierros, cruces a nado de bahías, conciertos de salsa playeros, en mi madurez sobre catástrofes humanas como Cerro Maravilla, las convocatorias machistas en torno a Iris Chacón, ahora en mi vejez sobre esos huracanes que devastaron el paisaje de mi infancia, o este chelista inquieto con traperos y salseros sorprendidos, o simplemente perplejos. Debo confesar que no sé si dure tanto sobre esta inclemente plazoleta, esperando el Godot de un mano a mano de Yo Yo Ma con Pirulo. A pesar de mi gorra Lacoste, busco la sombra: “Be cool. Coge por la sombrita”.
Encuentro un sitio con poco sol, aunque con gran ventolera. Del cercano mar sube esa ventolera de las tres de la tarde que arropa a todo Santurce y Miramar en esta época de cuaresma. Amenaza con levantar las carpas, desluce esa lección en el uso de las banderolas que un joven intenta darles a unos niños, al lado de la inmensa carpa de la Fundación Flamboyán de los Miranda, cuya consigna “Amo leer” ya vi en la camiseta negra del chelista. Se trata de ventear banderines de muchos colores, y no tengo la curiosidad suficiente, o la energía, como para preguntar por qué esos niños quieren pasar por ese trabajo, o el instructor por la frustración de enseñarles a ondearlas en este viento. Estas fueron las ventoleras repentinas que mataron a Karl Wallenda, el 22 de marzo de 1978. Son ventoleras súbitas, y de corta duración, evocación de las ráfagas de doña María.
Según el tío-chef José Andrés, todo nuestro esfuerzo debe estar puesto en la sustentabilidad alimentaria. Eso está presente en la plazoleta por todos lados, lo mismo que esas artesanías puertorriqueñas que cada vez me resultan más feas. La sustentabilidad alimentaria pos-María, y el reclamo de este chef de darle de comer gratis a miles de puertorriqueños, ha dejado esa estela de food trucks —rolling canteens en el Último Trolley, “cantinas rodantes” de la benemérita marginal de la Baldorioty— por todo el paisaje urbano sanjuanero, una mezcla de los descubrimientos de la necesidad y la necesidad del joseo para buscarse un billete en la economía de la crisis fiscal.
Deambulo. He perdido el foco. Pero, de repente, como aparición, veo ese food truck con una bucólica escena marina pintada en la parte de atrás, al lado de la puerta que da a la cocina. Es una playa idílica, identificada con un rotulito como la de Vega Baja, la otra mitad de la canción que escuchaba en mi infancia, interpretada por el Trío Vegabajeño. “La playa de Vega Baja y la Mar Chiquita son dos encantos de ensoñación”… Una gaviota, allá un velero, en primer plano sillas y sombrillas playeras. Los tonos del mar están perfectos: van del crema verdoso de la playa y la arena a un azul casi añil en el horizonte. En un promontorio que recuerda el de Vacía Talega se levanta el cocal; acá, en primer plano, siguen volando las gaviotas; fondeando ahí en el marullo permanece el velero. A la izquierda, al final de un embarcadero entablado, sobre pilotes, el barandal tendido con gruesas sogas, aparece la parejita en actitud de grajeo, saludada por más gaviotas y a la izquierda por más pencas y palmares. Se trata de la idealizada escena playera, para mí ese arte naif ya perdido, la decoración ensoñada, playera o campestre, que por primera vez reconocí como género pictórico en los bares de la Avenida 65 de Infantería; es mi petite madeleine conducente a la recuperación de cafrelandia. Pensé que ese género había desaparecido… Una joven sale de comprar una ensalada de mariscos. Le advierto que la ventolera le puede volar el tostón que acompaña la suculenta porción. Soy el tío objetivo de que hablaba Yo Yo. Ella me mira con la hostilidad Me/Too. ¿Qué habrá entendido?
No sé; veo mujeres jóvenes por todos lados con esos labios color rojo carmesí que Alexandria Ocasio-Cortez [AOC] —la socialista más celebrada en el mundo entero— ha popularizado por las redes sociales, a la manera retro, como invocar en su Cámara de Representantes aquella Lolita Lebrón que tiroteó ese mismo hemiciclo en 1954; es el detalle historicista que alcanza la década en que me crie, esos labios tan rojos de boricua chula, lo mismo rebeldes en la provocación que conocedores de nuestra historia nacionalista. El lápiz de labios, de la celebridad boricua más sonada después de Lin-Manuel, debe usarse de noche, me asegura una amiga que también se ha fijado en el detalle. El AOC lipstick “Beso, by Stila” se retrotrae al Lolita Lebrón look, su azoro desafiante cuando los guardias irlandeses la sujetaban en las escalinatas del Congreso Federal, escena ya camino al olvido.
Desfallezco en esta plazoleta de Minillas. Siento que para mí todo ha terminado. Además, me siento en un banco. Golpea duro el sol, la ventolera vuelve el aire más soportable y, de momento, como una especie de alucinación auditiva, escucho la melodía del Ave María Bach/Gounod en Fa mayor, tocado a capella en el violonchelo. Es un momento de casi quietud que promete la magia, hasta la locura, de lo improbable. El P.J. Sin Suela anuncia que compuso aquel rap después de la devastación causada por María. P.J. Sin Suela es un chamaco flaco, con enorme sereta afro, la camiseta de rayas azules resalta sobre el pantalón negro; usa tenis. Por lo flaquito, si usara chancletas Nike calzadas con medias blancas, juraría que recién salió de un “hogar” para almas extraviadas. Comienza el rap. Yo Yo acompaña —atento a P.J., luciendo su gorra resiliente y proclamando con su camiseta negra que ama leer—, sin perder el ritmo en el comping; cuando se muestra inseguro, hace lo que haría cualquier músico que escucha a otros músicos, recupera el compás con el guitarrista, que está pendiente de él. Se atreve entonces a un largo solo sin desfallecer rítmicamente, finalmente le devuelve letra y ritmo a P.J. Sin Suela. Y esta entrega, de vuelta al rapero, después de haberse recompuesto con la ayuda del guitarrista, es algo de asombro. Se prueba así la suprema importancia del ritmo en cualquier música —el rap-trap es un fenómeno musical principalmente rítmico— y evidencia el hecho de que las suites de tío Bach están compuestas según los ritmos de danzas francesas. Era en esto que insistía don Pablo: aunque no fueron compuestas para para ser bailadas, en ellas está el espíritu del baile alegre, de esos jóvenes remeneándose y perreando, para disgusto de mi difunta madre.
Toda esa evocación de las suites todavía está allí, en el oído, en la memoria rítmica, en los dedos; fue la clave para acompañar al joven rapero. Se oye la ovación. Se levantan al unísono los celulares para fotografiarlos. P.J. abraza al virtuoso, él saluda a cada uno de los músicos, el acento ya no de su cortesía oriental sino de la solidaridad en el oficio. Por un momento es un músico entre otros músicos, un respiro de tener que tocar en cinco continentes y de corrido, además ¡de memoria!, las seis suites de tío Bach. Yo Yo Ma es esa rareza, algo insólito, ese alguien que no hace el ridículo fuera de su especialidad.
Me quito. A Yo Yo y a Pirulo los veré en el canal National Geographic. Tengo 73 años, Wallenda se escocotó a esa edad y he permanecido al sol por casi cinco horas. No quiero morir con los skechers puestos, pero antes de retirarme me pregunto —con aquel Cortázar que escribió equivocadamente sobre un Charlie Parker mafufero en vez de opionómano, y que quiso ser trompetista de jazz además de cuentista— Yo Yo, ¿qué es? ¿Algo de extrañeza oriental prevalece en su temperamento? ¿Es un cronopio rodeado de famas, o una fama que rezuma la esperanza del cronopio?, ¿o es el leprechaum?, ese duende con el oficio de zapatero, el gnomo del bosque, un poco esquivo, que recoge los frutos de su oficio a la vez que nos guiña sus travesuras.