Medellín en los ojos
Eliana Castro. Fotografía: Juan Fernando Ospina
Parecemos una comisión médica examinando la radiografía de un paciente o un corrillo de chismosos ante un accidente de tránsito.
—Yo esa no la entiendo.
—¿Qué habrá querido decir el fotógrafo?
—Yo ahí veo desigualdad.
—Pille el título: El amor en los tiempos de la prisa...
Al frente, sobre una malla insustancial, dos grandes fotografías desvían la atención de los caminantes. En la primera, unos papás se dan un tierno beso en un bus a espaldas de un niño que duerme profundamente; y en la segunda, una pareja joven con un bebé en brazos observa a una mujer encapuchada que lleva el torso desnudo, apenas pintado con una consigna: Libre, linda y loca.
—A esa se le ve más el sentido, ¿no? Revolución.
—Es una mujer pidiendo libertad.
—¿Y eso es arte?
—¡¡Ooobvio!! La persona que tomó esas fotos estaba sintiendo con el corazón, demás que tenía un recuerdo y que tales...
—¿Pero saben qué? Esa gente es muy fea. Somos muy feos, parce.
Entonces las carcajadas interrumpen la seriedad de la contemplación, y los pelados —Miguel Arcángel, Juan Esteban, Karen y “Miembro Globo”, de séptimo y noveno de la Institución Educativa Gimnasio Guayacanes— siguen su camino por la carrera Córdoba, entre Ayacucho y Colombia. Mientras unos se van, otros llegan. Al mediodía, decenas de colegialas impecables forman las filas para entrar a su jornada escolar en el Cefa. Algunas llevan circuitos eléctricos en las manos, otras están concentradas en sus audífonos y otras más reparan las cuatro fotografías grandes pegadas en el muro café de la institución.
—A mí me gusta esa de la muchacha tatuada, a la que solo se le ve el cuerpo. La gente dice, “Uy, esos tatuajes tan feos”, pero esa es su forma de expresarse —dice Manuela, una mona de décimo.
—Esas fotos son liberadoras —asegura Camila, también de décimo, con los ojos clavados en la imagen de una cantante de rock—. Todas están liberándose de sí mismas.
A Darío, quien cada vez vende menos papitas fritas porque las jovencitas prefieren el mango o los afiches de una banda de pop coreana, le gusta la de una jovencita que aparece rodeada de camiones en Barrio Triste, porque allí lleva a arreglar la olla freidora. A las doce y quince, suena el primer timbre y la puerta del colegio se abre. Las estudiantes ingresan una a una, al ritmo de las buenas tardes incesantes y las reprimendas de una profesora. Antes de que la calle quede vacía, dos Valentinas —una morena altísima, estudiante de once, que quiere estudiar derecho y otra de pelo corto, estudiante de noveno, que sueña con ser fiscal— lanzan más comentarios sobre las fotografías
—Estas imágenes muestran lo que la mujer puede hacer hoy. Esa que tiene tatuajes y el botón del pantalón desabrochado me gusta porque los hombres dicen que nos violan por cómo nos vistamos, y no, eso no les permite nada.
—Además son cuerpos normales… Yo admiro mucho la que tiene el reflejo de la ciudad en las nalgas de Botero.
—Yo de quinces pedí una cámara fotográfica.
—Ja, pero esas cámaras son muy caras, amiga.
—No me importa, quince son quinces.
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Desde el primer taller de daguerrotipia que abrió el pintor Fermín Isaza en la calle Boyacá en 1848, siguiendo por los gabinetes de los hermanos Vicente y Restrepo, los numerosos estudios de la calle Colombia hasta los retratos desprevenidos en Junín, el Centro es el destino fotográfico de Medellín. A través de nombres como Benjamín de la Calle (cuyo estudio estaba ubicado cerca de la plaza de mercado), Melitón Rodríguez (con sus fotos del teatro y del parque Bolívar) o Gabriel Carvajal, dice Juan Luis Mejía, vimos a la plaza principal convertirse en parque republicano, al taller artesanal transformarse en taller industrial y al artesano en obrero.
Tantísimos años más tarde, la fotografía sigue siendo una manera de recorrer y rearmar la ciudad con los pies y con los ojos. “Unos ojos que no solo permiten ver sino comprender”, dice Egda Ruby García, decana de la Facultad de Artes de la Fundación Universitaria Bellas Artes (Fuba). Detrás de esas fotos urbanas, expuestas entre el pasaje Cervantes y la Casa Barrientos, están quince instituciones educativas y culturales (encabezadas por el mismo Bellas Artes) no solo pensando en impactar en la estética sino especialmente en la reflexión de lo que somos. Todas esas imágenes, tan propias, tan callejeras, unas más inquietantes que otras, tituladas en su conjunto Ciudad a flor de piel, exponen la desnudez femenina que se elige, los intestinos de la urbe, los héroes con pies de barro, los cuerpos hechos a imagen y semejanza de Medellín.
“Cuando uno se pregunta por la historia del cuerpo en este país y en esta ciudad, piensa en violencia, pero también en resistencia”, dice Sol Astrid Giraldo, curadora. “Medellín es una ciudad que no te deja ser, que te controla, que no es amiga de los cuerpos, pero también una ciudad que te marca; tenemos a Medellín en la piel”.
Fotografías que son un viaje por los cuerpos fragmentados de Manuela Henao Restrepo, los autorretratos con Medellín en el cuerpo de Andrés Carmona, la mirada extranjera de Chris Horn y de Orlando Montes, los performances del colectivo El Cuerpo Habla cazados por Henry Agudelo o las imágenes de la Dany de Germán Arrubla. Fotografías que fueron motivo de tensión. El metro, por ejemplo, no aceptó colgar en la estación Pabellón del Agua la de un carrito de tintos en forma de vagón. Dos mujeres amenazaron con llamar a la policía y al alcalde si no descolgaban las fotografías de la fachada de Mimos, y un vecino debió prestar el balcón de su casa para montar la fotografía de un par de jovencitas saltando unas vallas. “Todas esas peleas hacen parte de la exposición. El espacio público no es tan público: tiene dueños, intereses, pugnas. ¿Qué hace uno? Acomodarse, dialogar”, dice Sol.
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Sin planearlo, hago parte de uno de los recorridos de este circuito fotográfico. Apreciamos el homenaje al artista Jorge Ortiz, quien en los años setenta exploró el transcurso del tiempo a través de algunos elementos urbanos como las ruinas, los cables, los detritos, las sombras. Entretenida en las fotografías y notas sobre nubes que Ortiz registró durante varios días para crear su obra Boquerón, pierdo a mi grupo de desconocidos. Doy una vuelta por la fachada del Palacio de Bellas Artes y encuentro dos fotografías más. Después de leer el nombre de una, sosteniendo el peso del pasado, sigo los pasos de un borracho que cruza la avenida.
En la esquina del Pequeño Teatro, Idaly me comenta que su fotografía más querida es la de Dany, la artista trans del Parque Bolívar. “Yo sé dónde vive ella, a cada ratico la veo en un balcón por allí”, dice. En la fotografía, la Dany aparece vestida con el traje de la Mujer Maravilla y los pies descalzos, mientras a su espalda una frase sostiene que con los siglos crecerá la gloria como crece la sombra cuando el sol declina.
Atravieso la carrera Córdoba, particularmente desolada a eso de las dos de la tarde, y le echo una mirada rápida al motel de la esquina. Cruzo la calle y me adentro en el pasaje Cervantes, donde sobrevive el último local de fotografía análoga de Medellín. Pero La Fotografía está cerrada esta tarde. Patricia y Nelson, me dirán después, tienen que cerrar por horas porque tienen mucho trabajo y si antes eran seis empleados, ahora solo quedan ellos dos; ya muy pocos conocen el proceso, los tiempos, los químicos del revelado. Me siento en una acera, bajo la escasa sombra de un mango y me dedico a observar: un edificio en ruinas de una fotografía, un grafiti que dice que la poesía vencerá, una cantante afro ensayando un coro, una pelada bailando reguetón mientras es grabada en un celular por una amiga.
Recuerdo entonces una frase de la exposición sobre Ortiz: la fotografía es lo que se lleva en los ojos.