Número 111, octubre 2019

La primera Vuelta a Colombia femenina se corrió en 1982. Agrupó un lote de treinta ciclistas que sufrieron entre Cali y Bogotá. Muchas se habían formado bajo el mando del Zipa Forero y el frío del altiplano. Corrían viendo a Martín Ramírez ganar el Libéré. Luz Marina Ramírez, jefe de filas, se formó en todas las carreteras. Tour de force.

 

La vida sobre ruedas

Lucy Lorena Libreros. Fotografías: Archivo Luz Marina Ramírez

 

Fotografía: Lucy Lorena Libreros
Fotografía: Lucy Lorena Libreros.

Aún hoy, treinta años después de haber dejado de pedalear de manera profesional, a Luz Marina Ramírez el ciclismo consigue acelerarle los pasos. Ahora mismo, una mañana de viernes de julio, camina con rapidez por el barrio Arborizadora Baja, en la localidad de Ciudad Bolívar, en el profundo sur bogotano. Pronto logra alcanzar la puerta de su casa, una construcción esquinera de tres niveles, y subir al segundo piso donde vive, un espacio pequeño y cómodo.

Antes de salir a la calle, seguía sin parpadear la etapa 19 del Tour de Francia. Un alud de nieve sobre la vía llevó a que la organización la diera por terminada en la cima del Iserán. Los tiempos del penúltimo premio de montaña jugaron a favor de Egan Bernal, un muchacho de veintidós años, criado en Zipaquirá, que acabó de líder. Dos días más tarde, enfundado en el maillot amarillo, se convertiría en el primer colombiano en conquistar la más grande cita del ciclismo mundial.

Lo sospechaba ya Luz Marina, que desde hace años le sigue la pista a esa nueva generación de colombianos que hacen historia en Europa. “Es que el ciclismo se construye pedalazo tras pedalazo”, se le escucha decir. “Mire a Nairo: ya lo tenían crucificado cuando se ha ganado el Giro de Italia, tiene un título en la Vuelta a España y dos subtítulos en el Tour de Francia. Criticarlo es ignorancia. Es hablar sin conocer este deporte. Y ese chino Egan es un berraco, ¡quién quita y se gane el Tour!”.

Luz Marina tiene el rostro esculpido en trazos fuertes, el cabello largo, los ojos verdes, 1.55 de estatura y una sencillez a toda prueba que carga como moneda suelta en los bolsillos. También una sala dominada por trofeos y fotos de otros tiempos y una memoria sin fisuras que le permite evocar con nitidez el día en que Blanca, una de sus hermanas, le contó entusiasmada que allá en el barrio La Pradera, donde crecían, estaban convocando una carrera para mujeres.

Fue casi una epifanía. Para entonces, Luzma, como la han llamado siempre, dominaba con ingenio la bicicleta. Aprendió desde muy niña, a hurtadillas de su papá, que guardaba la suya en el solar de la vieja casa de La Candelaria, en la doce con segunda, en pleno centro, donde nacieron Luz Marina y sus seis hermanos. Ella, siempre necia, se preguntaba cómo era posible que alguien consiguiera montar en ese aparato y echarlo a rodar sin perder el equilibrio. Muchas caídas después lo comprendió.

Y estuvo en esas hasta cuando Leticia Faustino, su mamá, comenzó a llevarla los domingos al Parque Nacional para competir en carreras de triciclos. No contaba más de siete años y los demás chicos vieron siempre, resignados, cómo la única niña que se atrevía a remangarse el vestido terminaba de primera.

Así que a nadie le sorprendió que ocurriera lo mismo en la competencia de La Pradera. Con quince años se quedó no solo con el primer lugar sino con la excusa perfecta para pedirles prestada la bici a sus amigos y salir a pedalear por puro gusto. Luego, también en una bicicleta, recorrería Puente Aranda entregando en las casetas, “a donde la gente arrimaba para tintiar”, las delicias que producía la panadería de los Ramírez —el único rastro que quedaría del padre después abandonar la familia— y los churros y buñuelos que ella misma preparaba, animada por el anhelo de comprar su propia bicicleta.

En uno de esos trayectos, tropezó con un viejo amigo que la convidó a un paseo por La Mesa, Cundinamarca, del que participaban otros veinte ciclistas, todos hombres. Un recorrido de tres kilómetros que con cada pedalazo le dejaría para siempre a Luz Marina tres lecciones básicas del oficio: la importancia de aprender a correr en equipo, la dureza de las carreteras y esa disciplina insobornable que aún la expulsa de la cama a las cinco de la mañana.

“Por supuesto que no era bien visto que una mujer de dieciocho años saliera a correr con puros hombres”, cuenta, mientras empuja a sorbos cortos un café que recién acaba de colar. Entonces clava sus ojos hacia la ventana y recuerda que en esos tiempos le gritaban “marimacha”. La cosa se ponía peor “si uno les ganaba. Pero se trataba de aprender y ya después los insultos me resbalaban. En 1978 me inscribí en una competencia organizada por ferreteros, por los lados de Girardot, 78 señores y yo. Acabé de cuarta. Ese día, pienso ahora, fue el comienzo de mi historia en el ciclismo”.

El país había aprendido a soñar, a través de transistores, con las gestas de escarabajos como Efraín ‘el Zipa’ Forero, campeón nacional de ruta, campeón centroamericano de la persecución por equipos y a la postre ganador de la primera Vuelta a Colombia, que se corrió del 5 al 17 de enero de 1951, en tiempos en que solo existía una buena carretera en el país. Diez etapas, 1137 kilómetros, 35 pedalistas de siete departamentos. A través de la radio, los colombianos fueron notificados de que Efraín Forero Triviño, a sus diecinueve años, “cruzaba como vencedor en Muzú, al sur de Bogotá, donde una multitud de treinta mil personas lo recibió. Se convirtió en el primer gran héroe deportivo nacional”, como lo recuerda el periodista Mauricio Silva Guzmán.

Sería justamente el Zipa quien se cruzaría en el camino de Luz Marina para hacer realidad un sueño largamente aplazado: crear el primer equipo femenino de ciclismo en el país, pues no pasó mucho tiempo antes de que ella comenzara a advertir que existían más chicas entusiasmadas por pedalear. Coincidió con Stella Lancheros, que vivía en Kennedy. Luego con Victoria Awazaco, oriunda de Boyacá. “Un día les dije: uniformémonos y salgamos a rodar juntas”.

Era 1982 y con ese entusiasmo las sorprendió el Zipa a quien Luz Marina conoció en Monserrate cocinando un plan ambicioso: formalizar el ciclismo femenino. La idea era buscar patrocinio, promover carreras exclusivas para ellas y atraer la atención de la prensa. Los entrenamientos, comandados por Forero y su naciente escuela de ciclismo, consistían en correr por Sasaima, La Vega y La Mesa, en Cundinamarca, sin más ambición que mantener un buen estado físico. Hasta que encontraron en la complicidad del dueño de Maquipán, empresa productora de equipos de panadería, y el dinero para pagar las inscripciones de las chicas en carreras de hombres.

Comenzaron veinte. Luzma se ve a sí misma en 1982, vestida de trusa, camiseta y gafas oscuras de lentes grandes sonriendo para alguna imagen casual que atesora como otro más de los trofeos que tiene en la sala de su casa. “Mientras las mujeres luchábamos por hacernos a un lugar, los hombres triunfaban en el exterior. Martín Ramírez, por ejemplo, ganó la Dauphiné Libéré en Francia, y logró que se masificara el deporte. Por los transistores se transmitían hasta las carreras de los barrios. Se sentía en el ambiente un furor tremendo por el ciclismo. Es que los colombianos han sido siempre muy cercanos a la bicicleta. Era símbolo de trabajo, de esfuerzo. De alguna manera, pedalear representaba la lucha diaria de la vida”.

Todo eso ocurría en una Colombia de montañas imposibles que paría ciclistas rudos y casi silvestres. Incluidas las mujeres que escucharon felices cómo Martín Ramírez, a su llegada de Europa, movía contactos para lograr que la empresa lechera que había patrocinado su aventura en Los Pirineos hiciera lo propio y permitiera, en 1984, el nacimiento de la primera clásica femenina.

Fotografías: Archivo Luz Marina Ramírez

El recorrido era Cali-Bogotá. Y es considerada la primera Vuelta a Colombia de Mujeres. Treinta ciclistas que ya para ese momento se habían comprometido con entrenamientos arduos y rodaban en buenas bicicletas ensambladas en Colombia, marca Moreno o Duarte. Las que podían se hacían a una Benotto o una Pignarello, traídas desde Italia.

Luzma, justamente a bordo de una Pignarello que aún la acompaña, se quedó con el octavo lugar y el equipo entero con la atención de la Federación Colombiana de Ciclismo que en pocos meses conformó el primer grupo de ciclismo femenino: el equipo Postobón. Luzma se detiene ahora en una foto de 1986 que la emociona. Organizadas en fila y vestidas de falda y blazer, aparecen las primeras ciclistas profesionales del país. La génesis de todo. Ahí está Rosa María Aponte, la Pitufa, una empleada doméstica que terminaba a tiempo los oficios de su patrona para hacer sus entrenamientos de rutina en el gimnasio del barrio. La primera ganadora de la Vuelta a Colombia femenina.

Ahí están Ana Espinoza, “mi parcera”, como la llama Luzma; María Victoria Pineda, una modelo del Valle del Cauca a quien la enfermedad del ELA se llevó hace algunos años; Gloria Cardozo, quien trabajaba en Coldeportes; Flor Inés López, que después de cada entrenamiento y competencia debía correr a su casa a encargarse del marido y tres hijos; Rosa Emma Rodríguez, que dejó el ciclismo para dedicarse al ganado; Olga Mercedes Cruz, que combinaba sus entrenamientos con su labor en un salón de belleza; Fanny Cecilia Padilla, que se ganaba la vida en un banco; Margarita Covaleda, “una niña de cuna”.

En una esquina sonríen Astrid y Ruth Ducuara, dos hermanas salvadas por el ciclismo de la avalancha que un año antes había borrado Armero del mapa. A su lado, Marta Luz López, Gloria Soto Aguilar, Nancy Rocío Fernández, Estella Lancheros, Ana Espinoza, Lucila Pachón, Libia Ortega, Victoria Pineda, Victoria Awazaco. Todas elegantísimas. Todas, sin saberlo, haciendo historia.

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Doña Leticia Faustino solía decir que Luz Marina, la tercera de sus hijos, era la “siete oficios”. Porque Luzma, quién lo creyera, pequeña y de manos gráciles, es capaz de desvarar un carro, arreglar un tubo roto o una llave que gotea. Asear frigoríficos o ensamblar bicicletas. Escribir crónicas, hacer documentales. También levantar casas con sus propias manos. La de su hermana Lucila en el barrio Sierra Morena, en una de esas lomas empinadas de Ciudad de Bolívar, y la suya, aquí en Arborizadora Baja, a donde llegó hace tres décadas atraída por la promesa de unos lotes que entregaba la Caja de Vivienda.

Poco antes de eso, la pionera del ciclismo femenino nacional había corrido con éxito para el equipo Postobón y alcanzó a integrar el de Café de Colombia, tiempos en los que Lucho Herrera también integrante del equipo, caía, sangraba, se levantaba y conquistaba la etapa catorce del Tour de Francia.

Las ciclistas, veinticuatro en total, ganaban entre veinte mil y cuarenta mil pesos, una buena suma comparada con los dieciséis mil que se pagaba en 1985 como salario mínimo. Las carreras comenzaban en serio y pronto los directivos de Café de Colombia cayeron rendidos ante la idea de llevarlas a competir en el Tour de Francia.

Seleccionaron a las doce de mejor condición física, Luz Marina entre ellas. Pero, faltando poco para llegar a la máxima cita del ciclismo mundial, comenzó el desencanto: “El Zipa nos entrenaba de manera muy antitécnica. Nos citaba a las cinco de la mañana en la Boyacá con 13, sin desayunar, con suerte apenas con una aguadepanela en el estómago. Nos llevaba a toda prisa hasta Sasaima y nos regresaba con el mismo afán a Bogotá, todo porque él cumplía horarios de oficina en su trabajo del Ministerio de Obras”, recuerda Luzma.

Lo que llegó después fueron serios problemas de salud para varias de las competidoras: hipoglicemia, tendinitis rotular, sobrecarga muscular. Luz Marina, desanimada ante el precario acondicionamiento, lo comentó de manera casual con un periodista del diario El Espacio, quien, sin pensarlo, publicó en contraportada un titular que haría naufragar la carrera de la bogotana: “Inconformidad en el ciclismo femenino”. El Zipa, ofendido en su orgullo, convocó a los medios y soltó frases más escandalosas: tildó a Luz Marina Ramírez de grosera y disociadora. “¡Adiós Francia! Y yo que me había preparado toda la vida para ir a la mejor fiesta del ciclismo”.

¿Cómo se repone uno de un golpe como ese? “Me dolió mucho. Pero al final sucedió lo que había vaticinado: varias colombianas no terminaron el Tour y las que lo lograron acabaron de últimas. ¡Y el Zipa, tan retrechero conmigo, se vanagloriaba diciendo que habían quedado entre las 88 primeras cuando el grupo total eran cien!”.

A sus 91 años, el Zipa sigue viendo el episodio con ojos bondadosos, como una proeza. Reconoce en Luz Marina a una buena pedalista, a una pionera del ciclismo femenino. Y suelta enseguida una frase socarrona para zanjar la vieja afrenta: “La saqué del equipo por no tener la lengua quieta”.

Ella seguiría en competencia tres años más. Haciendo labores de gregaria, llevando caramañolas de un lado a otro, asistiendo técnicamente a sus compañeras. Su última gran competencia se dio en un mundial de ciclismo femenino del que Colombia sería sede. Ochocientos kilómetros entre Cali y Bogotá por los que rodarían cuatro francesas, cuatro italianas, cuatro norteamericanas, dos peruanas, dos brasileras, una venezolana y 54 colombianas que no consiguieron ganar ninguna etapa. “Nos llevaban mucha ventaja, tenían más experiencia. Algunas venían de países con cuarenta años de tradición. Nosotras, solo cuatro”.

Fotografías: Archivo Luz Marina Ramírez

De esos años de dicha conserva decenas de amigos; Paloma —una bicicleta color nácar marca Pignarello que lleva rodando más de 32 años con su dueña—; un álbum, Ases del pedal, que los colombianos coleccionaron en el 87 y recogía a grandes del ciclismo como ella; y un título nobiliario de pionera del ciclismo femenino que ella sabe quedó escrito en alguna página de la historia de este deporte en Colombia.

En 1988 tuvo que elegir entre el ciclismo y construir su propia casa. Entonces, con 28 años, guardó la bicicleta y el uniforme y todos los sábados y domingos que siguieron en los siguientes dos años los dedicó, sin falta, a “romperle el alma a la montaña”.

Junto a otro centenar de personas comenzó a fabricar unas pequeñas viviendas. Y mientras hacía los cimientos a punta de pico y pala, chambas y huecos para las columnas y paredes, seguía por radio, en medio de lágrimas y rabia, la suerte de las demás compañeras y las hazañas europeas luego de que Fabio Parra se convirtiera en el primer colombiano en subir al podio del Tour de Francia al terminar tercero en 1988.

“Entre todos los vecinos construíamos las casas del barrio, éramos 132 familias. Y después las sorteaban y tuve la fortuna de quedarme con una esquinera que con el tiempo fui ampliando”, cuenta Luz Marina con la sonrisa a punto de soltarse, temblando en los labios. Es que hoy su casa tiene más de cien metros cuadrados. En el primer piso alquila un par de locales. Ella, a sus 64 años, vive en el segundo, y en el tercero lo hacía Blanca, la hermana que le cambió el destino, hasta que la muerte vino a tocarles la puerta.

Los materiales los compraba con el dinero que ganaba inventando la vida de muchas maneras. Aseaba bodegas de un asadero de pollos, hacía mandados, fabricaba forros para sillas de bicicletas. Fue así, trabajando aquí y allá, que aprendió a conocer como la palma de su mano los rincones de la localidad de Ciudad Bolívar y sus barrios cuesta arriba como la vida misma.

Con su casa ya terminada, decidió montar un restaurante en el naciente barrio Sierra Morena y el negocio reverdeció pronto. Pero también la extorsión a los comerciantes que terminaban secuestrados o muertos sino accedían a las vacunas. Luego montó una heladería, pero en los días fríos las ventas se “congelaban” y ella aprovechaba esas horas muertas para alimentar otra pasión heredada de la infancia: la fotografía.

Con el recuerdo vivo de su padre, que solía retratarlo todo, desempolvó una Kodak de plástico y se dedicó a fotografiar el barrio. Sus calles a medio hacer, sus niños, sus casas. También el palustre y el cemento que comenzaban a verse por todos lados. Y la poca plata se le iba revelando rollos que acumuló como lo hiciera en su momento con los trofeos.

Quiso ir por más y, a través de Roberto Sánchez, su último entrenador, se trajo a casa una VH-1600 Itachi, una de las primeras videocámaras con tarjeta inteligente que la hacían muy fácil de manejar. Cuando lo supieron en Arborizadora Baja, los vecinos le pagaban para que registrara sus bautizos, matrimonios y cumpleaños. Cámara al hombro, recorría también las calles y, poco a poco, documentaba la metamorfosis de su localidad. Grababa, invitada por arquitectos e ingenieros, la construcción de parques que seducían a niños y de escaleras que aliviaban la rudeza de subir y bajar esas lomas empinadas todos los días.

Registraba cómo muchas de esas niñas y niños que tímidamente alguna vez sonrieron para su lente se convertían en madres precoces que debían dejar de estudiar y en muchachos sin destino que acababan asesinados como si la gente estorbara. Laura, Oscar, el Tunejo, el Bonito, el Pescado, el Gomelo…

Algunas tardes de cielo despejado, y abusando de su buena estrella, trepaba a lo más alto para grabar panorámicas que se iban transformando ante sus ojos con cada nueva subida: lotes baldíos que de pronto estaban vestidos de casitas apeñuscadas con techos de Eternit, centros comerciales, locales y hasta una universidad. Sin saberlo, estaba construyendo su obra más firme: la memoria histórica de Ciudad Bolívar.

En 1993, sacudida como toda la localidad por la masacre del sector de Juan Pablo Segundo, que acabó con la vida de quince vecinos, entre ellos una mujer embarazada, Luz Marina registró con su Itachi una movilización ciudadana que exigía respuestas al Gobierno pues la investigación comprobó que detrás de la matanza estaban miembros de la Policía.

Se quedaron esperando que les pidieran perdón, pero a cambio recibieron servicio de teléfono, acueducto y luminarias para hacer menos inseguras las calles. Y Luzma seguía ahí, registrando todo como un Gran Hermano, porque había encontrado que ese barrio y esas lomas eran el único cielo que le pertenecía.

Buena parte de ese material lo digitalizó gracias a una beca que ganó con el Instituto de Patrimonio del Distrito. Y fue su puerta de entrada al mundo audiovisual comunitario a través de colectivos como Ojo al sancocho que echaron a rodar hace una década un festival internacional que convierte a Ciudad Bolívar en una inmensa sala de cine. Luzma se animó a contar sus propias historias en pantalla. En You-Tube pueden expiarse algunas: Fiesta de vándalos, El rumor de un mazo y Mi ranchito hermoso.

Su empeño en retratar una localidad que solo aparece en los titulares de prensa para narrar la fatalidad la ha llevado incluso al Festival de Cine de Cartagena, “donde me sentí toda una Tarantina contando mi experiencia”. Allá todos vieron la engañosa sencillez de sus cortometrajes, narrados con un tono cotidiano, sin artilugios, pero con historias de las que cuesta salir ileso.

Hace poco fundó su propio colectivo, Los Montaña Audiovisual, y una productora, La Vereda Films, que ya ha descubierto varios actores naturales de Ciudad Bolívar para películas y comerciales. Uno de ellos, de hecho, es candidato a quedarse con el papel del legendario Palomo Usuriaga en una serie que pronto comenzará a grabarse.

En las pausas de su vida comunitaria lleva al papel otras historias. Escribir, contará en algún momento, es lo que le ha dado sentido a su vida en estos últimos años. Lo sabe el escritor Cristian Valencia, que encuentra en las historias de Luz Marina una literatura en la que palpita la ciudad más opaca, esa otra Bogotá que poco se reseña en la gran prensa. Lo sabe Mario Mendoza, también escritor, que no aguantó la curiosidad de conocerla y ha ido hasta su casa por el puro gusto de escucharla narrar sus crónicas.

Luzma enumera esos otros trofeos de la vida y los va cosiendo con su voz suave mientras camina de nuevo por las calles. Para en una avenida y señala un pedazo de barrio en lo alto, como quien advierte acerca de los peligros de salir al mundo, y enseña la loma en la que se levantó la sala de cine del sector de Potosí, Potocine, que construyó la propia comunidad motivada por ella y otros líderes.

Camina desprevenida, ignorando que ocho meses atrás recibió mensajes amenazantes porque algunos quizá no toleren verla siempre con las manos ocupadas en función de su comunidad: improvisando tardes de cine para niños y jóvenes; consiguiendo mercados para familias necesitadas; camas para enfermos; lavadoras para madres en apuros. Preguntando aquí y allá en qué momento la localidad terminó tomada por la minería ilegal, el microtráfico, la delincuencia.

Quizá no toleren verla trabajar con los pelados de esas calles, siempre dándoles consejos, arañando para ellos una oportunidad. “Con que alguno de esos muchachos se salve habrá valido la pena. Uno es como un cubito de hielo en medio de una sed tremenda”, dice Luz Marina para quien la vida misma ha sido una interminable competencia. Como la niñita del Parque Nacional que se remangaba el vestido a bordo de un triciclo.UC

Fotografías: Archivo Luz Marina Ramírez

Universo Centro N°111

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