Número 111, octubre 2019

Letras y caricias

Leyder Humberto Perdomo. Ilustración: Samuel Castaño

 

Ilustración: Samuel Castaño


El Profe Valle Jara-Millos

—A ver papito, hágale que usted sabe, usted está aprendiendo rápido.
—Bueno, dígame a ver.
—¿Cómo suena la P con la A?
—Pa.
—¿La P con la E?
—Pe.
—¿La P con la I?
—Pi.
—¿La P con la O?
—Po.
—¡Muy bien! ¿Y la P con la U?
—Mu.
—No, abuelo, si las otras suenan pa, pe, pi, po, ¿cómo suena la P con la U?
—¿Mu?
—No, abuelito, hay que seguir estudiando.

Eso sí, porque eso es lo único que a esta edad me queda, la posibilidad, viejo y todo, pero de estudiar las letras.

Es que eso de aprender a leer y a escribir es bien importante, y más vale tarde que nunca, como dicen. Cuando yo estaba muchachito, en la vereda, la verdad es que a mí nunca me gustó la escuela; en esa época casi toda la gente del campo decía que los hombres debíamos estudiar para aprender a sumar y a restar, si mucho a firmar; y las mujeres, a atender bien a los hombres que se encargaban del mantenimiento de la casa.

Por eso, como en mi casa mis seis hermanas eran mujeres, mi papá solo me dio escuela a mí, claro, solo hasta primero primaria, porque la cosa era esa, “aprenda a sumar, restar y firmar, pa que pueda bajar al pueblo a vender lo que aquí sembramos”.

Pero a mí las letras nunca me gustaron, por eso hice primero como cuatro veces seguidas y siempre lo perdía, porque no me gustaba leer y escribir. A sumar y a restar aprendí desde el primer año que hice primero de primaria, pero leer y escribir, nunca; por eso lo perdí tantas veces y nunca lo gané.

Así fue que aprendí a vender en la plaza del pueblo lo que más sembrábamos, el frisol, el maíz, la yuca, la cebolla y el plátano, la caña y la panelita que hacíamos en la molienda; hasta la leche que producía Beatriz, una vaca lechera que era mía, me la regaló papá. La recuerdo mucho porque esa era la que nos levantaba, tempranito, todas las mañanas, con ese sonido que todavía me sabe a felicidad. ¡¡Muuuu…!! Hacía la vaquita.

Pero también aprendí a comprar el mercadito y lo que no hacíamos nosotros mismos en la finca, las saltinas, el arroz y otras cosas, pero siempre pagando lo que era y estando pendiente de que me dieran bien la devuelta. Desde chiquito, por ahí desde los ocho años, mi papá me mandaba a mí a vender lo producido en la finca y a comprar el mercado y los insumos con los pesitos que recogía.

Ahora de viejo fue que me puse a pensar en por qué es que no me gustó nunca aprender a leer y escribir, si siempre fui tan dicharachero con las muchachas. ¡Eh avemaría! También con los otros muchachos y así hasta viejo. Siempre fui muy bueno para hablar, pero no sé por qué todo eso que decía nunca me interesé por escribirlo en un papel, o leer tantas cosas que otras personas han dicho y le pueden enseñar a uno.

Por ejemplo, me acuerdo mucho de que, como yo era tan bueno para conversar, cuando los guerrilleros hicieron la emisora comunitaria de la vereda, me invitaban a que hablara en los programas que se hacían para la radio de los vecinos. Contar chistes, decir dichos o trabalenguas.

El comandante Matías me decía que yo debería de ponerme juicioso en aprender a leer y escribir, para que hiciera mis propios programas y no fuera solo como invitado. ¡Eso me insistió mucho! Pero yo seguía empecinado en que no, que esas cosas eran para los doctores de la ciudad, que yo estaba era para trabajar la tierra.

Y es que esos guerrilleros cuando llegaron a la vereda eran hasta buena papa, o mejor dicho, eso el que llegó fue el comandante Matías, que ya ni me acuerdo cómo se llamaba para esa época, pero sí me acuerdo que llegó siendo el agrónomo del Incora, y en medio de lo que tenía que hacer, nos echaba los cuentos esos de la revolución, la reforma agraria, las injusticias y todas esas cosas, hasta que un día apareció fue con un grupito de muchachos de la vereda, medio uniformados y con unas escopetas, dizque para “hacer un mundo donde quepan muchos mundos”.

Me acuerdo mucho de que decían eso porque, además de que me sonó bonito, mi sobrino mayor, el José, era uno de esos muchachos que le hicieron caso al agrónomo y llegaron uniformados y con la escopeta de fisto de mi papá. ¡Qué algarabía formaron en la casa con eso! Sobre todo mi hermana Luz Enith, la mamá, y pues hasta razón tenían, ese muchacho tenía apenas trece o catorce años cuando eso; aunque la verdad, yo que apenas tenía como dieciséis, lo apoyé, pues me pareció que ya era un hombre y como tal estaba tomando sus propias decisiones. José siempre me agradeció eso.

Ese era otro tapado para el estudio, pero con la guerrilla él sí aprendió a leer y escribir, a sumar, restar, multiplicar y hasta dividir, pero además aprendió a hablar bonito, se echaba unos cuentos que hasta celos me daban de lo bien que hablaba. Como yo era el único que le escuchaba sus cosas en la casa, pues claro, él me hablaba entonces de eso. Me acuerdo que decía que la gente no debería de tenerles miedo “porque ellos eran la misma gente, pero buscando lo mejor para todos”, el hombre decía que en últimas la guerrilla era “una forma de hacer las cosas” y “una excusa para trabajar por la comunidad”, y yo la verdad les creía, también por eso lo apoyaba.

Pero la verdad es que tantas palabras bonitas que el José aprendió a decir, leer y escribir se fueron como borrando de la plana cuando a esos muchachos les dio por querer cambiar el país y hasta el mundo sin haber terminado de arreglar la vereda.

Eso fue como ensillar un caballo de monte sin tener freno, porque se vino luego toda esa tracamanada de militares y paramilitares a acabarlos, y les tocó fue ponerse a tratar de seguir existiendo, y así ni modo de que siguieran pensando en la comunidad, pero lo que fue peor, se les fue olvidando, y por salvarse ellos, ya hasta atacaron a la misma gente de la vereda.

La cosa es que ahora de viejo pienso en que no quise aprender a leer y a escribir porque, de pelaíto, me dio pereza y me dijeron que era innecesario, pero más grandecito, la guerra, que se puso tan fea, me dio excusas pa no hacer el esfuerzo.

Y es que eso los grupos llegaban, hacían sus daños y siempre escribían en las paredes de las casas, la escuela o la sede de la Junta de Acción Comunal, unas letras, como firmando el mal hecho; y al principio a veces yo no sabía quiénes eran los que habían estado por acá, porque como no sabía leer. Ya con el tiempo me terminé aprendiendo lo que decía en cada firma de esas que dejaban. Mire como es la vida, AUC, ACCU, BLOQUE METRO, FARC, ELN, Juan del Corral, y “fuera sapos”, fueron las primeras palabras que aprendí a leer.

La cosa es que todos esos grupos, primero la guerrilla y luego también los paracos y el ejército, llegaban con unas hojas de papel que repartían, en las que se echaban unos discursos que ¡mejor dicho! ¡Mejor se lanzaban a la Alcaldía y yo hasta votaba por ellos!

Todos decían cosas muy bonitas, la guerrilla decía cosas como las de José; hablaban de que se tenía que pelear contra las injusticias, que el pobre era cada vez más pobre y el rico, por eso mismo, cada vez más rico. ¿No ve que se quedaban con lo que el pobre dejaba de recibir?

Los paracos eran más bruticos, pero también decían cosas hasta bonitas, o bueno, bonitas no, pero con alguna razón; como que había que defender la tierrita, que nadie debería de venir a pedirnos impuestos, que para eso se los pagábamos al gobierno, que eso de andar desdiciendo de Dios era pecado, cosas así.

Y los militares no hablaban mucho, pero cuando lo hacían, le decían a uno que si había un gobierno y una ley ¿por qué carajos aparecían otros con armas y dizque a dárselas de gobierno?

Uno se pone a ver y todos tenían algo de razón, pero yo me sentía como atrasado cuando dejaban esos papeles y me tocaba preguntarles a mis sobrinos o a mis hijos qué era lo que decían. La verdad es que casi todo se lo escuché a los mismos señores de los grupos, porque me daba pena andarle pidiendo a los muchachitos que me leyeran esas cosas de la guerra. Además de pronto se dejaban convencer y se iban pa un grupo de esos.

¡Cómo fue de duro ese tiempo! A nosotros nos tocó irnos un tiempo de la vereda porque los soldados nos dijeron que los paracos nos iban a matar a toditicos si no les decíamos dónde estaba el José. ¡¿Y nosotros qué diablos íbamos a saber?!

Yo fui y busqué al jefe de esa gente, al mismo Señor Ramón, así se hacía llamar. Fui y le dije que cómo nos iban a hacer ir, que nosotros no sabíamos nada del José, que incluso sospechábamos que sus propios hombres lo habían desaparecido, porque un vecino nos contó que vio cuando unos paramilitares llevaban a un guerrillero parecido para una loma y al ratico escuchó el tiro.

Le conté que a Javier, otro de mis sobrinos, primo de José, se lo había llevado el ejército a las malas dizque “a pagar servicio”, y que estando en esas, obligado, había pisado una mina quiebrapatas que, nos imaginamos, puso la misma guerrilla. Le dije que ¡¿cómo carajos íbamos a querer a esa gente con semejante tragedia que le dañó el piecito al muchacho?!

Pero la respuesta de ese señor fue muy sencilla. “El que no está con nosotros está contra nosotros. Y el que está contra nosotros es mejor que no esté”. No me dijo más, así como no me respondió el saludo y me dejó hablando solo y sin despedida, cerrándome la puerta de esa hacienda en la cara. Y con semejantes palabras, ¿qué más íbamos a hacer? ¡Pues irnos! No había de otra.

Luego fue que, ya estando en Medellín, un amigo de la cooperativa de paneleros me llamó a contarme que en la finca de nosotros había un aviso de “se vende”; me dijo que él había averiguado y que eso lo estaba vendiendo una señora que porque “se la iban a rematar”, que viera en el periódico que allí estaba dizque “el edicto” de eso. ¿Yo cómo carajos iba a ver eso si no sabía leer y escribir? Menos mal que el amigo sí sabía, me avisó y pudimos hacer las vueltas para reclamar la tierrita de nosotros y volver a la vereda.

Esos fueron tiempos muy duros. ¡Durísimos! Y nunca, en medio de tanta tragedia, se me ocurrió que tenía que aprender a leer y escribir. Fue ya de viejo, me acuerdo patentico, que fue una de las profesoras que venían a hablar con la mujer, yo casi ni hablaba, pero sí escuchaba, la que terminó convenciéndome de la necesidad de aprender las letras.

Me acuerdo porque la profesora nos decía que nosotros debíamos aprender a escribir nuestras propias historias, nos decía que eso incluso era sano para nosotros mismos, porque así podíamos escribir los recuerdos de una forma que nos ayudara a decir las cosas como fueron, pero sobre todo, de una forma que no nos hiriéramos a nosotros mismos, sino que antes, me acuerdo que decía, nos “acariciáramos” con las palabras.

Entonces fue que yo dije: ¡eh! es verdad, yo quiero aprender a leer y a escribir, para que otros sepan la historia de la vereda. Pero sobre todo, para, como dice la profesora, aprender a decir las cosas con el sentimiento real, el de verdad, no el que otros creen o entiendan que es.

Pero, ¿sabe cuál fue la principal razón para querer, después de viejo, aprender a leer y escribir? Y esto le va a sonar a chochera de viejo loco. Porque también quiero aprender a no escribir cosas muy feas, groserías, maldiciones a mi Dios, pero sobre todo unas palabras muy horribles que de ninguna forma pueden volverse una “caricia”. El tiro con el que parece mataron al José, para luego desaparecer su cuerpo; la explosión de la mina que le quitó la piernita al Javier, el portazo con el que ese paramilitar selló nuestro destierro de la vereda. ¡Pum! sonó siempre en tanta tragedia, eso lo quiero aprender a escribir, para no escribirlo nunca.
—Bueno abuelito, ya se me está poniendo triste, y que sumercé sea tan buen conversador no es para eso, sino para que sea feliz. Mejor vamos a seguir repasando la P para que haga la plana ¿Cómo es que suena con la A?
—Pa.
—¿La P con la E?
—Pe.
—¿La P con la I?
—Pi.
—¿La P con la O?
—Po
—¿Y la P con la U?
—Mu. UC

Universo Centro N°111

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