Historias a bordo
Gloria Estrada. Ilustración: Verónica Velásquez
Embriaguez
Al parecer nadie la vio pasar la registradora del bus. Al menos yo no. Diría que empezamos a verla cuando ya estaba mal sentada en la tercera hilera de bancas, en el lado del pasillo. Vestido fucsia de manga sisa y un poco arriba de la rodilla, bolso grande dorado, las uñas de los pies y los labios pintados de rojo, una correa blanca ancha colgada en el cuello y una bolsa negra a los pies. Iba de lado, como mirando, calculando. Cuando el bus arrancó, todas las sillas llenas, de su paradero en el Centro, ella medio se acomodó, pero seguía sin recostarse en el espaldar. Unas cuadras después se paró con algún trabajo, se recostó en una banca y empezó a mirarnos a todos, rápidamente, dijo que cantaría una canción para alegrar el viaje. Un verso de cantina, sus manos arrugadas y blancas agarrándose de la baranda y su bolso; un reclamo para el amigo traidor, su voz gangosa resbalando; otro verso de hasta siempre y ella ya se dejaba ver completamente ebria. “Eh, no aplaudan tanto. Les voy a cantar pues otra”. La melodía se deslizaba sin remedio por los oídos mientras los ojos de ella miraban a veces por la ventanilla, a veces a un pasajero, a veces a sus pies que atajaban la bolsa. “Si me colaboran con una monedita les agradezco”, y recorrió casi que a saltos el pasillo. No puede esperar mucho un borracho a las cuatro de la tarde. El que estaba a su lado fue el único que extendió la mano. “Jum, le descuadré el tinto, oiga”. Las risas fueron rápidas y furtivas, incluso del bondadoso. Se sentó otra vez de lado, ya no pedía, ya nos contaba: que la situación está muy dura, que usted con esos audífonos qué va a oír, que todos nosotros éramos unos tacaños y que no apreciábamos el arte. No hubo discusión, no había discusión. No suspiró, porque solo se suspira cuando hay alivio. Ahora se disponía a enderezarse en la silla. Se quitó la correa del cuello y la metió al bolso. De ahí mismo sacó una pava, la alisó un poco y se la chantó con gracia en la cabeza. Ya no más intemperie, el techo de paja clara le dio abrigo, estaba bella, estaba bien. Nos dejó de ver cuando me di cuenta de que los de a bordo podíamos en verdad empezar a verla: unas papas, una panela y unos tragos para poder seguir.
Justo antes de que el bus tomara la entrada para San Cristóbal yo tenía que bajarme. Por última vez la vi: el sombrero, unos mechones negros, el cuello recto, la soledad, la ingratitud, un amor ido, el cansancio. Quizás ya iba viéndose ella misma por dentro, todopoderosa y débil, enfocada y difusa, como lo permite, de cualquier tipo, la embriaguez.
La vida combustible
A través del vidrio de la ventanilla, a lo largo de la acera sobre la calle 57, vi los torsos sin camisas, las venas listas, la vida arrastrada. Uno, dos, ocho, veinte. Una de ellos les desfiló por el frente, media nalga afuera, un pie con chancla, una bolsa en el hombro, un nudo por pelo. Gracias a los carros parqueados a ambos lados de la vía, gracias a los carreteros y al que fumando un porro de diez centímetros sabe que domina la ancha calle, que es más suya que mía, el vehículo se movía lento y azaroso cruzando la carrera Cúcuta.
Quizás ese azare fue lo que me llevó de regreso al vaho dentro del taxi.
—¿Ah?, ¿qué dice?
—Que tanto malparido desechable.
No suspiré. Volví afuera: la cafetería abierta y sin vitrina, el balcón a un mundo desconocido, las paredes del centro de rehabilitación, el largo zaguán al corazón de la manzana del hotel Hotel.
En el aire húmedo de los días de lluvia el ruido externo parece gas inflamable.
—Yo digo que eso no es sino coger un parque, el parque más grande que haya, enrejarlo todo y meter a todos estos hijueputas ahí. Y coger, “Usted cuánta perica se mete al día”, que diez gramos, “Bueno, tenga este kilo pero es pa que se lo meta ya hijueputa”. Y así con cada uno. Y afuera una volqueta recogiéndolos pa llevarlos a una fosa común.
Hubo llamas. Al volante, en los asientos, en el motor. Gas inflamable.
Con esa sobredosis estallada por todo el cuerpo, como una bilis venenosa que supongo lo tiene intoxicado hace muchos años y lo atraviesa entero hasta salirle por la boca, llegamos a la carrera Bolívar. A embestir chécheres, u otros desechos.
Yo hubiera querido tirarme allí. De hecho, pensé que quizás en los bajos del metro encontraría por fin el repuesto que estoy necesitando. Pero empezó otra vez esa llovizna ácida y la puerta del taxi en el que nadie podía estar tranquilo tenía puesto el seguro. Muy cerca, en la estación Prado, salté con apuro y al fin pude pensar que al menos de algo, no sé de qué exactamente, ya estaba a salvo.
Intemperies
Anoche recordé otra vez la intemperie. Esa a la que me pareció se arrojaba la chica del bus cuando se bajó antes de las siete de la noche en la boca de un camino; seguro rumbo a una casa con tejado bajito para contrarrestar el frío y a la que llegaría después de transitar un trecho sin más techo que nubes atormentadas y una luna muy esquiva. Aunque viajaba sola, en el bus era parte de algo, al menos de una especie confundida y azarosa, de una tristeza común que se cocinaba con canciones de un sujeto español que se diría estaba imitando al cantante guatemalteco. Durante una parte del trayecto ella había estado en el teléfono diciendo, "Amor, escúcheme” a un Alfredo al que le aconsejaba cuidar el carro que le da de comer, al que le dijo que hoy había aprendido a vivir la vida y que “lo que la gente como nosotros tiene que hacer es trabajar y quererse”. Claro que estaba un poco ebria, se podía ver cuando el conductor encendía las luces para recibir el pasaje de individuos o parejas que se lanzaban a su propia intemperie, en la montaña o en el caserío o en el corazón; y se podía escuchar en el cabeceo risueño de una que otra palabra. Me pareció entonces que a bordo podíamos ser poderosos, enfrentar a las bestias, salvar los heridos. Fuera cada uno como fuera, estuviera como estuviera: regado sobre la silla, fusilado por el cansancio, chateando en el celular, mirando nada al frente, con el cuello al vaivén de las curvas, pensando o echando cuentas, ebrios de lo que nos suela embriagar. Ella, la chica sabia, mi vecino del lado que se batía entre erguir la cabeza y sostener la canasta con mecatos, la señora que se la pasó llamando a Henry, yo que me dejé llevar por la modorra pero por ponerme a escuchar lo que decían las canciones ya me iba a poner a llorar... Podíamos ser uno cuando quisiéramos, cuando lo necesitáramos. No importa que al final nos espere a cada uno la intemperie, pasajera o permanente, el lugar en el que estamos solos con nuestros miedos y esperanzas, siempre que podamos salir de allí una y otra vez.