Número 109, agosto 2019

Viva la patria y mueran los godos

Daniel Gutiérrez Ardila. Ilustración: Santiago Guevara



Ramiro Tejada

El 10 de octubre de 1819, el vicepresidente de la Nueva Granada Francisco de Paula Santander ordenó el fusilamiento de los 38 oficiales realistas capturados en el campo de Boyacá. Se trataba de veinticinco españoles y trece americanos: un puertorriqueño, un quiteño y once neogranadinos y venezolanos. A las siete de la mañana del día siguiente comenzó el acto en la plaza mayor de Santa Fe. Grupos de centinelas armados con lanzas custodiaban las bocacalles, que estaban atestadas de gente, así como los campanarios, balcones y tejados de las casas del contorno. Dominaba el ambiente “un sordo rumor, semejante al de un avispero alborotado”. Antes de que se escucharan los primeros disparos, el coronel José María Barreiro vivó a España con el apoyo de los demás prisioneros que esperaban su turno, mientras los espectadores replicaron con gritos más nutridos de “viva la patria” y “mueran los godos”. Durante tres horas, el piquete encargado de las ejecuciones ultimó a los oficiales en tandas de a cuatro con disparos a quemarropa, cumpliendo con la instrucción de ahorrar la escasa munición disponible, y con bayonetazos cuando las balas erraban el blanco o apenas herían a los condenados. Los primeros en caer fueron los de más alto rango: Barreiro, los coroneles Francisco Jiménez y Antonio Pla, y el teniente coronel de ingenieros Antonio Galluzo. La crueldad con que se sometía a muerte a los condenados en pequeños grupos y la asistencia nutrida y gozosa de los santafereños al macabro espectáculo llevaron a un español realista sin grado militar que se hallaba en prisión a lanzar amenazas contra el régimen republicano. Denunciado, pereció también en la plaza por órdenes del vicepresidente de la Nueva Granada, junto con los militares capturados en Boyacá.

Siendo un niño de ocho años, Rafael Eliseo Santander, que andando el tiempo se convertiría en un conocido escritor costumbrista, presenció los fusilamientos con su madre viuda desde las ventanas del cabildo eclesiástico, ubicado en el costado oriental de la plaza, entre la catedral y la capilla del Sagrario. Se les distinguió con ese sitio preferencial por ser ellos hijo y esposa de un oficial fallecido en la campaña del sur en 1814, cuando los revolucionarios neogranadinos frenaron la incursión de los realistas provenientes de Quito. La señora presenció con entusiasmo la masacre e invitó a su hijo a contemplar cómo se vengaba la sangre del padre y de las demás víctimas patriotas. Cuando, asustado por el primer disparo, el niño rompió en llanto, fue reprendido por la madre con una bofetada y una acusación de “mal patriota”.

Al terminar las ejecuciones se permitió la entrada en la plaza a los habitantes de la ciudad “para que el pueblo saciara su odio y deseos de venganza ante aquellos cadáveres destrozados por las balas, que tenían las caras chamuscadas por los fogonazos de la pólvora y los ojos brotados fuera de las órbitas […]. Contra las paredes de los edificios situados a la espalda de los fusilados se estrellaron masas cerebrales y pedazos de cráneos con el cuero cabelludo de los muertos, que quedaron unos encima de otros sobre una charca de sangre que enrojeció la acequia de aquella localidad”.

El desatino de algunos llegó a tal punto que se pusieron a cantar y a bailar frente a los cadáveres. Los únicos tocados por la compasión fueron los frailes franciscanos, que rezaron por las víctimas y les dieron sepultura en una fosa común.

Consciente de lo polémicas que resultaban las ejecuciones, Santander intentó justificarlas, alegando la amenaza de conspiración que pesaba sobre una ciudad desguarnecida; la dificultad de efectuar el canje de prisioneros propuesto previamente por Bolívar, ante la muy probable negativa del virrey Sámano; y la justicia de tomar represalias contra los realistas, que seguían librando una guerra de exterminio. Sin embargo, el fantasma de los fusilamientos de octubre de 1819 lo persiguió toda su vida. Muchos años después, sus enemigos políticos recordaron que las víctimas habían sido sacadas por partidas “entre la algazara, al son de la música, que en vez de marcha mesurada no tocaba sino la guabina, el sanjuanito y Las emigradas”, coplas burlescas escritas por el doctor José Félix Merizalde a propósito de las mujeres que huyeron de Santa Fe luego de la noticia de Boyacá: “Ya salen las emigradas, / ya salen todas llorando, / detrás de la triste tropa / de su adorado Fernando”. Tan reprobable fue el jolgorio popular que enmarcó las ejecuciones, como escandalosa la manera en que se dio muerte a los realistas: “No se colocaron patíbulos, sino que los fusilaban de pie y sin vendar. Los soldados eran inexpertos, y les causaban muchas heridas antes de darles muerte. A muchos de ellos les despedazaban a sablazos en medio de los gemidos y los ayes de los moribundos; de modo que más parecía matanza de perros que ejecución de hombres”.

Al cesar las ejecuciones, presenciadas con “grande complacencia” por Santander, este había montado a caballo escoltado por sus allegados, pasando “casi por sobre los miembros palpitantes de los desventurados prisioneros”, antes de finalizar la jornada con un baile en su casa.

Bolívar censuró en privado los fusilamientos por la mala imagen que podían acarrear a la república en el exterior, pero se resistió a hacerlo en público. José Manuel Restrepo, en ese entonces gobernador político de Antioquia y llamado a convertirse en el primer historiador de la república, consideraría que la medida produjo frutos estimables por cuanto “dio vida y nuevo aliento a los independientes”, decidiendo a muchos que estaban vacilantes: “Vieron que no había otro arbitrio que vencer o morir a manos de los españoles, los que a nadie perdonarían si volvían a ocupar el país. La fuerza que estos sentimientos y persuasión comunicaron a todas las clases del Estado fue muy grande. Unida a la actividad, energía y firmeza del vicepresidente de Cundinamarca y demás funcionarios públicos, salvaron a este hermoso país de otra nueva catástrofe y funesta retrogradación. UC

*Este texto hace parte del libro 1819, publicado por la Universidad Externado de Colombia en 2019.

Universo Centro N°109

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