Independencia con sangre entra
Pascual Gaviria. Ilustración: Verónica Velásquez
El engaño en Boyacá resultó efectivo. Unas simples candeladas fingieron un viejo campamento en Bonza, simularon un repliegue para los enemigos de la Tercera División realista mientras la tropa libertadora avanzaba hacia Tunja. Esa imprevista marcha nocturna preparó todo para el combate definitivo. El lance del 7 de agosto terminó rayando las cuatro de la tarde, luego de dos horas y media de confusión y tres estruendos producidos por un cañón español a manera de salvas para celebrar la victoria patriota. Murieron al menos cien soldados del rey y muchos de los 1800 infantes al mando de Barreiro, americanos en su mayoría, fueron reclutados por las tropas libertadoras para pelear en Chocó, Antioquia y Popayán. Bolívar marchó a Cúcuta a consolidar la victoria en toda la región y Santander quedó al mando en Bogotá como vicepresidente de Cundinamarca, uno de los tres estados que conformaban la república.
José María Barreiro es el nombre más sonoro entre los 38 oficiales capturados en la Batalla de Boyacá. Pero también estaban un Pla, un Echegaray, un Galluzo, un Figueroa, un Abril, un Molinos… según los enumera Santander, su carcelero en la capital, a la vez que les pone el apellido de “monstruos”.
La hora les llegó dos meses después en la Plaza de Bolívar. Allí fueron fusilados entre temores, oportunismos y vivas a la causa independentista. Fue el bautizo de sangre de la nueva república. Muy pronto Francisco Antonio Zea, burócrata insigne nombrado embajador plenipotenciario de la nueva república ante Europa, repudió la ejecución en una carta a Bolívar donde reprochaba el arrebato desproporcionado de Santander: “El acto inoportuno de las represalias ejercidas en Bogotá ha producido un trastorno general, haciendo desconfiar del cumplimiento de las promesas y de la ejecución de las leyes filantrópicas y sabios decretos del congreso. El general Morillo, que ya se recelaba de las mismas tropas españolas, se ha prevalido de este desgraciado acontecimiento para reanimar el fuego de la guerra, casi enteramente extinguido”.
Santander respondió con una larguísima carta a Bolívar cuando ya había pasado cerca de un año de la ejecución. Su “informe” invoca tanto la necesidad como la venganza. En unas páginas se lee la justificación racional de un político y militar que debe defender una causa nacional; en otras se oye al soldado que recuerda, algo colérico, las aberraciones de sus enemigos y quiere jugar las mismas cartas cruentas. El epígrafe de Rousseau sirve como resumen de todo lo que se viene: “La conservación del Estado es incompatible con la del conspirador, es necesario que uno de los dos perezca. Y es ahí cuando el derecho de la guerra es matar a los vencidos”.
El hombre de las leyes se definía en esa encrucijada como el hombre de las necesidades. Solo una pequeña parte del ejército vencedor había entrado a Bogotá y eso hacía que para muchos ese “triunfo inmortal” todavía fuera dudoso: “Parecía que sólo la casualidad nos había proporcionado el triunfo con un puñado de hombres desesperados, sin patria y sin asilo; veían a los oficiales y soldados desnudos, maltratados, careciendo hasta de lo más preciso, después de haber sido testigos del lujo y comodidades del ejército enemigo”.
Por su parte, los oficiales capturados eran vigilados por quienes hasta hace unos días habían sido sus súbditos y algunas familias principales los visitaban a escondidas para proporcionarles cuidados e información militar. Santander tenía casaca adornada y casa de gobierno pero según sus palabras era un vencedor tembloroso: “Me encontraba aislado, sin tropas, sin los auxilios de un pueblo, que aunque idólatra de la libertad, estaba entregado a desconfianzas y recelos que no parecían infundados”.
Las horas de disparos y bayonetas en la Plaza de Bolívar fueron lo que hoy se llamaría un golpe de opinión. Era necesario mostrar que la república había vencido, que la huida del virrey Sámano por la ruta de Honda, con “un gran sombrero colorado y una ruana” a manera de bicornio y capa, era un hecho definitivo: “Mi deber era levantar los espíritus de pueblos humillados por la opresión de que acababan de salir y sobresaltados con nuevos temores; electrizarlos, inflamarlos, disminuir el número de los que pretendiesen retornarnos a la servidumbre (…) ¡Qué diferencia no se notó generalmente en el pueblo de Cundinamarca después de esta ejecución!”.
Bolívar había declarado la Guerra a Muerte en 1813. Su decreto instaba a matar a todos los españoles en América que no lucharan por la causa de la independencia y justificaba su decisión en una carta al gobernador de Curazao: “Decida vuestra excelencia si es siquiera posible afianzar la libertad de la América mientras respiren tan pertinaces enemigos… O los americanos deben dejarse exterminar pacientemente o deben destruir una raza inicua, que mientras respira trabaja sin cesar por nuestro aniquilamiento”. Santander, que en su momento se opuso a la Guerra a Muerte, citaba la carta y agregaba su prosa que parecía escrita con tinta y bayoneta: “Si ellos en su insensato orgullo nos consideran como a bestias, o como a niños incapaces de formar un pueblo independiente, nosotros pensamos que ellos tampoco son hombres sino tigres encarnizados que es preciso destruir. Ha sido, pues, indispensable hacerles ver que por más que nos nieguen el poder y virtudes para representar en el globo, hemos tenido suficiente de lo uno y de lo otro para hacer frente a sus crímenes, y vengar a la naturaleza y a toda la especie humana de los atentados con que las han envilecido”.
Solo al final de esa extensa carta reaparece el hombre de las leyes, hecho el trabajo sucio, conjurado el peligro con una excepción algo drástica era tiempo de volver a la serenidad de la pluma sobre el pliego de los derechos: “Concluyo, señor excelentísimo, congratulándome con tres millones de colombianos por ver establecidos el orden, la justicia y el respeto a la autoridad suprema. Por mí se ha empezado la averiguación de la conducta de todos los magistrados. Ya está cerrada y clavada la puerta al disimulo y a las condescendencias. ¡Mil veces felices los pueblos de Colombia que no tienen que temer sino a la ley!”.