Lunatic Park
Fernando Mora Meléndez. Ilustración: Fragmentaria
Cuenta una leyenda romana que el emperador Calígula, cuando toda la tierra a la vista está sometida a su yugo, le grita a sus sirvientes: ¡Quiero la luna, tráiganme la luna! Este gesto, el de un orate en el poder, se volvió una empresa cuerda y patriótica, en manos del jefe de estado casi imberbe, pelirrojo y papista: el demócrata John F. Kennedy, quien en su juego de tronos con el oso soviético, ordenó a los sabios que debían poner al menos un pie en las arenas lunares.
En menos tiempo del previsto, el terrícola marcó la luna con su bota número 39 y medio, pequeña para el tallaje gringo, pero grande para el resto de la humanidad. Ese primer hombre llevó varios recuerdos de su planeta: una hoja de olivo como la de Noé, pero fundida en oro, una bandera y un aviso: “Venimos en son de paz”. Los tres pioneros, Armstrong, Collins y Aldrin, tuvieron sus quince minutos de gloria, sobre todo el primero, que contó con mejor suerte por llevar un apellido de jazzista. Menos la tuvo Collins, quien nunca pisó el suelo lunar, pues le tocó montar guardia en el módulo mientras sus compañeros daban una vuelta por ahí. Sabemos que regresaron y que los rescataron en el mar de Hawai. Desde entonces ser astronauta desplazó por años el sueño escolar de ser bombero.
Pero en 1972, durante la misión Apolo 17, ir a la luna ya no despertaba tanta curiosidad. Pocos recuerdan el nombre de los últimos que alunizaron. Ningún poema épico celebra las proezas de unos héroes que lucharon contra la poca gravedad y el bajo presupuesto de la Nasa. Después de que rusos y gringos pulsaron en la Guerra Fría, sabemos que la luna perdía interés político.
Además de los sátrapas, a los escritores la luna ya los hechizaba desde los tiempos de Luciano de Samosata, que imaginó un viaje en un barco volador; luego un obispo inglés, Francis Godwin, ideó una máquina impulsada por gansos, antes que Voltaire y que Jonathan Swift. En cuanto a la cantidad de poemas a la luna, si estos se pegaran uno con otro, la cinta podría ir y volver a ese astro por lo menos dos veces. Tanto así que Cyrano de Bergerac aseguró, después de regresar de sus viajes, que la moneda circulante en la luna era el soneto. Y debió circular mucho como para que Gómez de la Serna exclamara, ante tal inflación lírica, que “la luna es un banco de metáforas arruinado”. Wilde también haría lo suyo con su trino: “La luna es la luna, y basta”.
Medio siglo después del alunizaje, nuestro pálido satélite todavía alucina tanto a los poetas como a los hombres de negocios. A juzgar por la marea de inversiones, parece que en noches de plenilunio los magnates se transforman en hombres lobo. Jezz Bezos, el dueño de Amazon, por ejemplo, está empeñado en crear una colonia turística lunar, desde su firma Blue Origin. En la puja también anda Virgin Galactic, que hace rato diseña viajes turísticos, junto con Elon Musk o Space X, la primera que puso en órbita el automóvil Tesla.
Son empresarios aterrizados, al lado de otros licántropos, como Denis Hope, quien anunció hace algún tiempo que Lunar Embassy es la única agencia inmobiliaria que vende lotes en la luna. Declara haberlo hecho desde hace treinta años y recibir más de diez pedidos diarios en su oficina de Gardnerville, Nevada. En sus registros, casi 1600 millones de metros cuadrados ya tienen dueño. Se ampara en el artículo II del Tratado sobre el espacio ultraterrestre, donde se declara que el cosmos no es propiedad de ninguna nación.
Hasta ahora nadie le ha objetado sus peticiones desde la ONU, ni le han respondido ninguna de sus cartas, pero a juzgar por los títulos de propiedad que envía por correo a sus clientes, se creería que este lunateniente habla en serio, como Calígula. Tan en serio como el anuncio de que el proyecto Artemisa llevará la primera mujer a la luna, en el 2024, y que sería la persona número quince en pisarla. La promesa puede cumplirse en menos tiempo, después de saberse que en el polo sur del satélite hay agua y otros minerales para abastecer taxis espaciales a Marte, toda una flota ensamblada en una fábrica lunar.
En el fondo de los volcanes extintos y hacia los polos del astro existen, en teoría, trescientos millones de toneladas de hielo, mezcladas con regolito, uno de los minerales más comunes en ese suelo. Pero, ¿cómo se procesaría esa cantidad de material para extraer el uno por ciento que es agua? Se necesitarían cuadrillas de prisioneros que trabajaran, a cambio de rebaja de pena, en turnos constantes durante veinticuatro horas. Así la luna tendría, como pensó Hugh Thomas, si no la cárcel de más alta seguridad, una de las más productivas del Sistema Penal Solar.
Las agencias que comercializan la luna como un destino turístico y de propiedad raíz no tardarán en elegir asesores como George Luckas o Steven Spielberg, para que diseñen un parque temático. En ese paisaje de cutis adolescente, el paseante hará una visita guiada por miles de cráteres. El tour completo en Moon Rover podría incluir recogida de rocas, lluvia de meteoritos (el casco es gratis), marcación de huella junto a la de Neill, cóctel Yuri Gagarin; sesión de aeróbicos con el clon de John Glenn, y su lema: “la edad no es asunto de gravedad”.
El lunes, día de la luna, se visitarán centros comerciales como el Galileo Plaza y el Julio Verne Shopping. En el cráter Laika habrá perros calientes. Se rifarán tarjetas de oxígeno prepago y boletas para el concierto de la banda Los Terrícolas.
Mientras en el cráter Meliés se podrá ver la película Cuarto Menguante, en el cráter Queens la colonia colombiana ofrecerá una serenata con Selenita Vargas.
No falta mucho para que el payaso de las hamburguesas pise la luna. Ese sí que será un gran paso. Luego vendrán los empresarios de conciertos a turbar el silencio; los industriales a agotar el silicio, el titanio y el selenio. Nuestro solitario satélite se poblará de mercaderes y burócratas. Hasta una licencia poética se tendrá que tramitar en la Cara Oscura, donde los chinos ya templaron carpa. Y los que tengan visa de residentes nos enviarán correos como el de X-504:
“Vecinos míos: el hijo de la Tierra en la Luna se marea,
la Luna se tambalea, se bambolea, se menea.
Yo no puedo sentirme como en mi casa en esta Luna.
Si no mandáis por mí, me arrojaré de cabeza”.