Número 109, agosto 2019

Sonreir o salir corriendo

Laura Mejía-Posada. Ilustración: Matilde Salinas



Ilustración: Matilde Salinas

Siempre creo que camino atenta, cuidándome la espalda, o mejor, mi culo de mujer. Sabiendo quién viene atrás, quién cruza, quién viene de frente. Lista pa correr.

Es mentira. Tantas veces me he visto a mí misma flotando y no caminando, como lo dice mi mamá en uno de esos poemas que escribió cuando tenía mi edad: “Una mano de cielo me cogió y me llevó del centro a mi casa”, que ahora desconfío de mi supuesto andar atento, de mi breve noción de realidad y, sobre todo, de mi falsa sensación de seguridad y fuerza propia.

Eso me pasa especialmente cuando voy por caminos repetidos: del paradero del bus a mi casa, de mi casa a la tienda. Podría llamarlos mis lugares seguros, pues tantas veces he pasado por ahí que creo que la calle me conoce, que ese suelo es mío y yo de él, que el espacio entero sabe que ahí vengo yo, así que por qué habría de atravesarse alguien con malas intenciones y romper la seguridad que se ha ido repitiendo y que ahora creo inherente a ese espacio.

Yo no sé si venía flotando ese día o venía pisando firme y cuidándome el culo. Eso sí, venía mirando, yo siempre hago eso. Miro las basuritas de la calle, las paredes rajadas por la maleza, los vestidos de las señoras y las flores caídas.

Vi a un hombre que no venía por la acera sino que caminaba hacia mí entre las matas con su mirada loca girando hacia todas las direcciones, como cerciorándose de que no hubiera posibles testigos. Como le vi las manos cerca de su pene creí que había orinado ahí en el matorral y que esa era toda la culpa que cargaba encima, que la infracción completa, la falta que había cometido era solo esa: mear entre las matas. Me dio un poquito de rabia y asco y pensé en esa habilidad que tienen los hombres de orinar donde quieren y cuando quieren, esa manera de regar el camino con su orín y no sentir ninguna vergüenza.

Fui una ilusa al creer que solo eso hacía el hombre. Siempre vuelve y me asombra cómo la realidad —escasa para la mayoría de ciudadanos— que me rodea a mí, empieza a parecerme la única realidad de esta ciudad; y así intente a toda costa reventar la burbuja en la cual vivo —que me enceguece— no puedo, pues esa burbuja es gruesa y elástica y muy difícil de roer. A veces me digo a mí misma cuando voy sola: “Acuérdate que hay gente mala, hay gente mala, Laura, hay gente muy mala, malísima. Acuérdate que hay cosas que no entiendes, que no alcanzas y que de ninguna manera alcanzarás a entender”.

El hombre tenía el pene afuera y ya me había visto aparecer; desde mucho antes me había visto caminar en su dirección. Se había escondido entre los arbustos para esperarme y cuando yo estuviera cerca salir con su pipí afuera. Tuve miedo, aunque fue un miedo tranquilo, sobre todo, un miedo controlador, sensación que me hizo “comportarme”, seguir caminando. Ahora que lo pienso me asombro. Yo víctima, pero no víctima de él y de su pene y su mirada invasiva: yo víctima de una idea arraigada que me dice que no debo gritar, que no debo despertar a la bestia. Yo víctima de una vergüenza terrible por ser yo a quien ese hombre escogió para mostrarle el pene, de una obligación extraña de tener que protegerlo a él y no delatarlo frente al resto de personas que estaban cerca, de una incertidumbre, de una falta de conocimiento.

Él me miraba mientras se pajeaba y sonreía un poco, con sonrisa de loco. Yo llevaba una carpeta en la mano. Me la puse en la cara para no verlo y para que él no me viera. “Discúlpame, pero no quiero ver tu pene”.

Caminé más y me alejé de él, se fue quedando atrás y agradecí inmensamente que no me persiguiera. De repente me entró una rabieta, una pataleta infantil. Me devolví hacia él gritándole: “¡Loco hijueputa, asqueroso de mierda, usted es un puto enfermo!”, y el gesto de satisfacción que llevaba este hombre en su rostro desapareció y se le transformó en uno de odio. Gritó también: “Cuáles ome loca, usted es una loca, usted es una loca” y se acercó mucho a mí, imponiéndose, asustándome con su figura más grande que la mía y obligándome a retroceder. Pensé que me iba a violar, que me iba a pegar, así que corrí lo que faltaba para llegar a mi casa: pasé el semáforo, subí la loma y entré sin saludar. Ahí sigue el llanto, la extrañeza, la risa, Laura víctima, Laura fuerte, Laura me vale chimba todo, Laura me siento indefensa, Laura no me pasó nada grave, Laura cómo diablos me debo sentir, Laura malparido hijueputa me asustaste.

Todavía no sé cuál Laura soy, ni entiendo el dolor que queda después de un encuentro como ese. Un amigo me preguntó por qué no me le había reído en la cara y le había dicho que lo tenía muy chiquito. No se me ocurrió. Una amiga me dijo que eso le había pasado tantas veces que ahora solo le daba risa. A mí también me dio risa. Y llanto. Y confusión. Otro amigo me dijo que no entendía por qué eso me asustaba. ¿Un pene asusta? Casi todos mis amigos se sintieron indignados, me dijeron que qué gonorrea que eso pasara.

Varios días después, me acordé de esa historia que mi mamá me ha contado tantas veces. Ella quinceañera caminando por Laureles con una pizza en las manos. En esas pasa un hombre y le muestra el pene. Mi mamá corre y llora, pero no tira la pizza como pasaría en las películas o como pasa en mi cabeza… mi mamá solo corre hacia su casa sosteniendo la pizza.

Yo tampoco tiré la pizza, después la tiré sutilmente e indecisa, pero al verla en el piso la recogí y corrí igual que mi madre. Así sería la analogía. Me parece curiosa esa vocecita interior que me obligó a comportarme y a pasar silenciosa siguiendo su mandato, y me parece curioso ese arrebato infantil de gritar sin analizar la situación ni prevenir un terrible desenlace. Dos polos opuestos que me halan. Yo creo que las mujeres tendríamos que tener la fuerza para elegir sabia, inteligente y estratégicamente —libres de vocecitas machistas pero asumiendo el peligro que corremos caminando solas, asumiendo la ciudad en la que vivimos— entre tirar la pizza cuando nos atacan, gritar y defendernos, señalar al agresor y confrontar; o pasar silenciosas, “Discúlpame pero no quiero ver tu pene”, evitar enfrentamientos, sonreír si acaso, esquivar o salir corriendo, porque: “Laura, hay gente mala, hay gente muy mala, malísima…”. UC

Universo Centro N°109

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