Los ángeles del barro
Efrén Giraldo. Fotografías por el autor
Pensar en la posibilidad de un desastre no es nada nuevo para quien viaja por las ciudades monumento. Es algo que asalta en medio de la multitud que se agolpa para ver alguna obra o en la fila de ingreso a una catedral o museo. Y también, cuando se camina por una calle característica, como ocurre con el paseo de Las Ramblas en Barcelona, donde un joven arrolló con un camión a quince personas el 17 de agosto de 2017. La historia de la destrucción de bienes patrimoniales tiene ahora un capítulo insuficientemente analizado: el que se da con las multitudes de devotos como blanco de los atentados perpetrados por conductores desalmados. Las formas de matar ante el monumento varían.
Al llegar a la Galleria degli Uffizi, y luego de dar un pequeño rodeo por las márgenes del Arno, que caminamos mientras comemos un gelato, vemos un aviso con cara de manifiesto. Una placa le indica al turista que sube por la Via dei Georgofili que el arte y el bien siempre triunfarán sobre el mal. Una prédica que parece tener un objetivo histórico específico: recordar que allí, en ese punto, muy cerca de la multitud que hace fila, ocurrió un atentado terrorista el 27 de mayo de 1993, cuando un carrobomba mató a cinco personas, entre ellas dos niñas. Con el mensaje que recuerda los esfuerzos de la ciudad por reponerse, se impone la idea de un pueblo que logra salvar su legado.
De un vendedor de suvenires, al que le preguntamos por la placa, escuchamos la expresión “los ángeles del barro”, que no alcanzamos a conectar con la historia del atentado. Yo le atribuyo la incomprensión de tal expresión a mi defectuoso italiano y me acuerdo de los consejos de mi profesor en la universidad: hablar lento y no distraerse en las respuestas. Mi compañera se entretiene haciendo fotos de cosas pintorescas. Por ejemplo, un grafiti sobre un contador de energía en el que se ha reproducido uno de los retratos femeninos de Leonardo con una máscara de buceo. Arriba del contador, por el tubo que lleva la corriente (este es el detalle curioso), hay una copa abandonada, pero reluciente. “Aquí hasta los mendigos toman vino en copas de cristal”, dice de pronto un argentino con quien, sin saberlo, coincidimos en el asombro por aquella pieza fuera de lugar.
Alguien dirá que las catástrofes inducidas por seres humanos difieren de las que produce la naturaleza, más allá de que esa distinción quede un poco anulada si tenemos en cuenta que el calentamiento global, el nuevo monoteísmo del pensamiento progresista, hace pensar en las nefastas influencias de la humanidad sobre las fuerzas naturales. Los vientos, el fuego, el agua aparecen, así como agentes más lógicos, y por ello más implacables, de la venganza contra los excesos y atrevimientos del ser humano, que es capaz de hacer sus más esforzadas creaciones al lado del abismo. Con Notre Dame abundaron las explicaciones técnicas, junto con una que otra evocación agorera, según la cual la catedral parisina quedó desprotegida cuando se bajaron las gárgolas para restauración.
Parece que Florencia ha tenido una relación apacible con los elementos, cumpliendo así las palabras del mismo Vasari, quien atribuyó el esplendor de las artes surgidas en esta comarca a la benevolencia del clima, a su luz incomparable y al azul del cielo. Las vidas, el libro por el que recordamos a Vasari, es generoso en descripciones de este tipo y pinta un lugar perfecto para la vida, la contemplación y la creación. Todos en algún momento hemos soñado con tener un tiempo de paz y creación en la Toscana. Para la gente de la cultura (movida por estereotipos, más de lo que se cree) Florencia es el locus amoenus por excelencia. No es difícil entenderlo en primavera, cuando el cielo sin una nube enmarca de manera perfecta el río, verdoso por estas épocas, y el campanario, junto el amplio cuerpo listado de Santa María del Fiore, que se puede disfrutar siempre con una luna nítida arriba de la cúpula por los meses de abril y mayo.
En el hotel, y después de definir que en la mañana siguiente iremos a Santa María Novella, la otra catedral importante de la ciudad, empezamos a leer. Una cosa es vagar, y otra, hacerlo sin saber que lo que podríamos encontrarnos tiene una larga historia. Vuelve a aparecer entonces la imagen de los ángeles del barro. Unos textos y un video de YouTube insisten en ese nombre evocador y misterioso. Nos enteramos de que, en uno de los edificios adjuntos a la catedral, el Claustro Verde, han abierto hace poco una exposición dedicada a exhibir una espectacular restauración concluida hace poco: la de unos frescos de Paolo Uccello que habían quedado seriamente dañados en el año 1966, luego de una inundación, quizás la más grave sufrida por la ciudad.
Es en Florencia precisamente donde se dio una catástrofe que, como en Notre Dame, reunió la fatalidad y la pereza, el descuido humano y la implacable decisión de los dioses de cebarse con la creación de los artistas. Las crónicas cuentan que la noche del 4 de noviembre de 1966, mientras los florentinos dormían y se preparaban para celebrar el triunfo en la Primera Guerra Mundial, una conmemoración entre las muchas que tienen, el cielo tan benévolo, que había educado y protegido las pupilas de Giotto y de Leonardo, de Brunelleschi y de Ghiberti, se vino sobre la ciudad y la cubrió de pantano. Todo por acción del río que se salió de su cauce y destruyó centenares de documentos y obras de arte, incluidos los frescos dedicados por Uccello a los principales episodios del Génesis, entre ellos, irónicamente, el Diluvio Universal.
Bien pensado, las huellas de esta inundación están por toda la ciudad, y no lo habíamos notado. Por ejemplo, una placa sobre la Via Isola delle Stinche señala el punto máximo que habían alcanzado las aguas. Las marcas más interesantes del desastre se hallan en la catedral de Santa María Novella, aquejada por su ubicación, un poco por debajo de otros monumentos célebres de la ciudad. Es verdad que uno llega a la catedral y ve que está un poco abajo, como pudo constatar de mala manera una turista alemana que tropezó poco antes de nuestro ingreso y a la que le dijeron que estaba prohibido fijar sobre los mármoles patrimoniales advertencias de seguridad. En el Claustro también hay una cota dibujada con toda ceremonia, la cual indica hasta dónde subieron los lodos que se salieron de las márgenes y bajaron por la escalinata que viene del altar.
La vía de acceso no augura estragos, ni nada parecido. Como en toda ciudad compuesta de edificios antiguos, la vejez de la piedra y el impacto de la lluvia, los soles y la nieve ocultan bien la incidencia mayor de los elementos, si es que estos decidieron comportarse sin misericordia. La Piazza de Santa María Novella es un lugar en el que se reúnen pocos turistas, los cuales tienden en su insoportable selectividad a preferir la Piazza del Duomo. Así que mientras esperamos a que abran coincidimos con un grupo más bien heterogéneo de lugareños, jubilados, lustrabotas, vendedores de marihuana, junto con unos pocos forasteros que, como nosotros, eligieron moverse aleatoriamente y sentarse en este lugar a conversar y fumar.
Basta llegar a la iglesia, y sobre todo bajar al Claustro, que cumplió alguna vez funciones de convento y de casa cural, para adivinar el impacto de una tragedia sin precedentes para el arte, más conmovedora que el incendio de Notre Dame si se quiere, pues las víctimas artísticas fueron cosas frágiles entre las frágiles, libros y pinturas. El balance que se encuentra en varios sitios web dedicados al tema es tremendo: entre tres y cuatro millones de documentos y libros y catorce mil obras de arte se perdieron por la inundación.
El Claustro Verde es un sitio extraño. Es estar abajo, en las frías bóvedas hechas por Da Campi y Talenti, pero a la vez recibir el sol que, en primavera, justo en el momento en el que llegamos, baja a través de los jardines rodeados de frescos. Es cómico imaginar a los religiosos asoleándose luego de padecer el frío tortuoso de los oficios religiosos y las clausuras. El sol araña nuestros rostros, enfriados de repente por los muros ateridos y nos saca de las bóvedas. Las pinturas que están en los muros, hechas entre 1425 y 1430, y casi todas bien conservadas a pesar de la inundación, narran historias de la Biblia y vidas de los santos. Es el arte menor que se destina al desván, debajo de los frescos maravillosos de Ghirlandaio y el Cristo de Giotto, quizás el mayor orgullo de la ciudad.
La exposición que vinimos a ver tiene un nombre harto extraño: a sugo d´erbe e terra verde (algo así como con jugo de hierbas y tierra verde), y que al parecer obedece a las técnicas allí experimentadas por Uccello, una de ellas conocida como “tierra verde”. A primera vista, las pinturas no parecen haberse recuperado del todo, pero una vez vistas de cerca advertimos que el particular estilo de Uccello, aquello que lo hizo el favorito de los simbolistas y el referente del arte moderno (por encima de Rafael, Leonardo o Miguel Ángel), reluce en los trozos de pavimento salvados del pantano. Son imágenes que muestran distintas escenas: una de ellas muy elocuente, donde aparece la culposa embriaguez que llevó a las hijas de Noé a incurrir en el incesto. En otros lados, están la expulsión del paraíso y la travesía del desierto, junto con otros ciclos narrativos de la arcaica fe judeocristiana. Son historias terribles, en las que no caben ni la compasión ni la misericordia y que Uccello plasmó con su osado desprecio por las convenciones.
Es evidente que fue un proyecto ambicioso, el cual debió abstraer más, si es que esto era posible, al ya retraído Uccello, a quien Vasari, y después Schwob, se esmeran en caracterizar en sus textos como alguien perdido para la vida y ganado para el arte. Vasari, por ejemplo, hace un gran esfuerzo en mostrarlo como un artista sumido en una enfermiza contemplación de lo real. Su pobre mujer, nos dice, sucumbió ante un marido que nunca fue capaz de cumplir con las más mínimas obligaciones, especulación que daría lugar a la larga leyenda del artista incapaz para la vida familiar.
No es extraño que a Uccello sus contemporáneos lo encontraran extraño. Ni es una rareza ver en las imágenes del “pájaro” (eso traduce Uccello) la rareza de las rarezas, entre el arte de los “primitivos florentinos”, como llamaron los ingleses a los primeros maestros de la Toscana. Como hoy en día “raro” y “extraño” son adjetivos que han perdido cualquier significado, hay que imaginar que las composiciones tumultuosas y bruscas de Uccello causaron estupor. Nada de suave e idealista se encuentra en ellas. Lo más sorprendente es quizás el colorido, que dista de ser el armónico y normal recomendado por las preceptivas. Queremos a Uccello, como a Leonardo, porque decidió sobre todo experimentar. Al igual que La última cena de Leonardo, muchas obras de Uccello amenazan con desaparecer a causa de los riesgos tomados por el artista.
Los violentos escorzos y el extraño cromatismo de cuadros como La batalla de San Romano, una de cuyas versiones está precisamente en los Uffizi, se hacen patentes en los frescos del Claustro Verde. Las piezas museográficas indican que equipos incansables de expertos trabajaron para retirar el pantano de los frescos con apoyo financiero de varias corporaciones y asociaciones amigas de Florencia durante casi cuarenta años. Toda esta cooperación para salvar las piezas de un artista que no estaba del todo en sus cabales, y que no fue el más reconocido, resulta conmovedora. Parece que, además de los encopetados mecenas que siempre ayudan a sostener colecciones y monumentos, habría que contar a los vecinos, a los florentinos de a pie, que después de esa noche torrencial de noviembre abandonaron su indolencia y se metieron al fango para salvar lo que quedaba de sus tesoros.
A toda esa gente es a la que los diarios y reportajes de la época llaman los ángeles del barro, personas anónimas que literalmente se hundieron en los limos de su río para mantener con vida miles de documentos y grabados, pinturas y libros iluminados, objetos sacros y telas. Eso nos hace un poco más comprensible el nombre esotérico de la exposición, que parece convocar lo que nutre y lo que diluye, de dónde venimos y adónde vamos.
No es raro que luego de esa experiencia cambiemos nuestra opinión sobre la inalterable belleza de los monumentos y que sepamos ver en las caras que nos encontramos en el tranvía, en los comercios y en las oficinas de turismo ese heroísmo cotidiano que ya no estamos en capacidad de ver. Cuando salimos de la exposición, regresamos por el altar, caminamos de nuevo hacia la plaza con la sensación de haber emergido de las aguas, y un poco agradecidos con todo el que vemos por la calle. No es raro que a una ciudad la hagan entrañable los estragos que sobre ella ha dejado la fatalidad. Las gentes de un lugar, lo sabemos ya por nuestra propia historia colombiana llena de crueldad y destrucción, siempre tienen un secreto de penurias, disimuladas para no estropear un presente que quieren a toda costa mantener esplendoroso para el visitante.
Un par de días después dejamos la ciudad. Tomamos el tren en la estación principal, no sin antes mirar por última vez el cielo despejado. Es fácil pensar que, siendo Venecia nuestro próximo destino, la inundación pueda marcar también la siguiente etapa en nuestro viaje. Pero, entre tanto, y para consolarnos, nos decimos el viejo refrán de la comarca: Rosso di sera, bel tempo si spera; rosso di mattina, acqua vicina.