Número 109, agosto 2019

Algo huele mal

G. Leonardo Gómez Marín



Fotografía de Édgar Jiménez Mendoza, el Chino. S.f.
Fotografía de Édgar Jiménez Mendoza, el Chino. S.f.

 

Los caminos de la basura (antes de 1980)

Hablar de basura es hablar de otra de esas verdades incómodas. Con excepción de los acumuladores obsesivos nadie quiere tener “residuos” cerca por mucho tiempo. Una vez se cierra la bolsa o se deposita un residuo en un recipiente queremos olvidarnos por completo. La historia de la basura puede describir el comportamiento de las sociedades, algo nos dicen los papiros reciclados de los egipcios y los desechos aeroespaciales.

La basura puede tomar el camino sinuoso, muchas veces circular, del reciclaje. Ahí las cosas son distintas. Existen personas cuya vida gira en torno a los residuos, y no hablamos de las personas que laboran para las empresas de aseo, a ellos también les interesa deshacerse cuanto antes de los desechos, de eso depende su negocio. Hablamos de los recicladores, “pepenadores”, “cartoneros” o “cirujas”, como suelen llamarse en algunos lugares de Argentina por el acto de palpar las bolsas para sopesar su contenido, como si se tratara de una ecografía.

En Colombia se estima que unas sesenta mil familias se dedican actualmente al reciclaje, y a pesar de que la gran mayoría gana menos de cinco dólares al día se calcula que el sector mueve algún dígito del PIB entre dineros fríos, tibios y calientes. En Medellín se empezó a hablar de reciclaje bajo el estigma de basuriegos desde mediados del siglo pasado, como lo recoge el libro Los doctores de la basura, de 1985:

“Yo estaba en Caribe más o menos en 1958, en ese tiempo existían 10 o 12 basureros, de ahí trasladaron la basura a un punto que se llamaba American Club, más abajo de Caribe, o sea donde está la terminal de transporte de hoy en día. Ahí estuvo un tiempo y la tiraban al agua, y luego la trasladaron al otro lado, a los tugurios de El Bosque.

Comenzaron a construir la universidad y quitaron la basura y la pasaron hacia Caribe, porque no sabían qué hacer con la basura. Ahí estuvo hasta que canalizaron el río. Luego comenzaron a llenar unos lagos donde está hoy la montaña, hicieron la montaña y ya no tenían dónde más echar la basura y se la llevaron para la Curva de Rodas”, contaba Armando Olaya.

Antes de que el reciclaje comenzara a configurarse como un oficio y alcanzara el estatus jurídico que hoy le confiere la Corte Constitucional, crecieron nuevas y viejas industrias que empezaron a incorporar materiales “de segunda” en sus procesos.

“Se encontraban las cosas muy fácil, el hueso no se vendía pesado sino un galón de hueso, se lo vendíamos a don Antonio (...) El aluminio sí, lo recogíamos cada 15 días y lo llevábamos al centro con el cobre y el hierro. El cartón lo pagaban a 10 centavos y de ahí lo subieron dizque a 13, y de ahí dizque a 15 y así iba subiendo, compraban el archivo, El Colombiano, entonces lo arrecogían (sic) pedacitos aunque fuera y se hacía la paca, eso lo pagaban muy barato pero era lo que más resultaba.

La gente recogía huesos y frascos, yo también recogía, pero no sabíamos ni dónde vendíamos nada, porque ahí no compraba nadie, entonces nos fueron encaminando, iniciando donde se vendía, nosotros recogíamos y lo llevábamos para la casa y cada dos días íbamos al centro a vender. Lo llevábamos en bus, y me acuerdo que nunca se hacían los remisos para llevarnos, pero sí comenzaba la gente a decir: ‘¿qué huele a boca de caimán?” y el chofer: “tranquilos que ahí vamos pa´delante’”, relató Ernestina Herrera para Los doctores de la basura.

Luego fueron el plástico, los chécheres, el “chute” y por último el vidrio, que en ese entonces hicieron famosos a personajes como don Octavio, el decano de los compradores de cartón, o a María Elena Restrepo, compradora de materiales con una simiente extendida en todo Moravia. Era la “Úrsula Iguarán del botadero”, según dice Germán Jaramillo Villegas, autor de Los doctores de la basura, un libro que se mueve entre el estudio antropológico y la crónica:

“El cielo es negro y se dibujan blancas siluetas de gallinazos escuálidos que juzgan el día concluido. Con su vuelo majestuoso el cerro clausura las despensas, y las luciérnagas alumbran los últimos nudos de la paca. Es la hora de los gallinazos, hora en que la fatiga se reemplaza por el vuelo, el cartón por la cerveza, la cadena o el perfume por el beso o los amores. A semejanza de una sociedad avanzada, allí floreció el incesto. La montaña fue madre, hermana y amante. Como cualquier hombre del común algunas veces le pagó con desprecio, y desde los bares bebió y cantó esa pena”.

De campesinos a basuriegos (1980 - 2000)

Entre los incautos y los incrédulos que en 1982 sumaban cerca de 250 hombres y mujeres en el oficio del reciclaje en Medellín circulaba una sentencia: “Apenas se acabe la basura nos van a echar para la puta mierda”. La decisión de clausurar la montaña suscitó una reacción inicial de rechazo por parte de sus inquilinos y trabajadores. A pesar del desgarramiento que implicó para los basuriegos desprenderse de la montaña, estuvo por encima el clamor de la ciudadanía para que se interrumpiera ese foco de contaminación. Los intermediarios y las empresas comercializadoras de los excedentes reciclados tampoco compartían esta determinación, argumentando que con el relleno se “enterraría mucho dinero”.

Con el cierre definitivo del botadero de Moravia en 1983, toda aquella “Sociedad de la montaña”, parodiando el título de Rubén Mendoza, se vino abajo. Los que no creyeron en las promesas del incipiente modelo de economía solidaria que ofrecían la Alcaldía de Medellín, Empresas Varias y el Programa Microempresas de Antioquia para crear la que sería la cooperativa Recuperar salieron a las calles a buscar entre las bolsas lo que antes les llegaba al botadero. Para la Medellín mojigata de esos años fue como hablar hoy del lobby gay, de una realidad convenientemente inadvertida: ¡los basuriegos habían salido de su nicho! Y a ello se sumó la ola de migraciones que en la segunda mitad del siglo empezó a poblar las laderas de la ciudad, y a salir al ruedo de las calles con un costal al hombro para conseguir algo que vender.

Entonces el reciclaje empezó a ganar terreno, y la decisión de enterrar o no enterrar la basura ahora pasaba por los argumentos de lo social, lo económico y lo ambiental. Se hablaba de una bonanza del reciclaje que la exageración equiparaba a la bonanza marimbera de la época, un lastre que aún persiste cuando se habla de los recicladores como “grandes empresarios de la basura”, y se ven titulares sobre “El zar de la chatarra”, el cartel del cobre robado, de las tapas de alcantarilla o hasta de las tapitas con las que se apoya a las fundaciones de niños con cáncer.

En medio del auge se llegó a consolidar una gama de aproximadamente cincuenta referencias de materiales reciclables agrupados en los cinco convencionales, señalados en cuanta copla y canción se ha inventado para promover la separación del papel, cartón, plástico, vidrio y metal. Aparecieron otros tan peculiares como las cubetas de huevo, los palos de escoba, las radiografías, el antimonio y las “galletas” (como llaman los recicladores a las tarjetas electrónicas de computadores y celulares), por solo mencionar algunos entre la serie de elementos que se mueven en el submundo del asfalto.

Entre la moda verde y las referencias a modelos europeos o estadounidenses prosperaron debates filosóficos y económicos sobre lo nuevo y lo usado, sobre la riqueza escondida entre los residuos y las bondades de los abonos orgánicos elaborados a partir de desechos; se habló incluso de industrializar el reciclaje en Medellín y de llegar hasta la generación de energías al mejor estilo de los países con mayor historia de reutilización. Sin embargo, el aire macondiano que rodeó a la Úrsula Iguarán de la basura reapareció para marcar nuestra historia con un hecho que resulta risible, por no decir grotesco, y otra vez algo olió mal como quedó señalado en el libro:

“La operación del relleno sanitario ‘Curva de Rodas’ había sido adjudicada en una licitación diseñada con base en un estimativo de toneladas de la basura diaria que producía la ciudad de Medellín y parte de su área metropolitana. Para ello, durante varios meses se pesaron todos los carros recolectores en la báscula de la planta, y solo varios meses después de estar operando plenamente tanto en el relleno como en la planta de compostaje, descubrieron que la báscula estaba mala y que por tanto las estadísticas estaban infladas. ¿Conclusión? En 1985 las EEVVM pagaron aproximadamente 35 millones de pesos al operador por la basura no dispuesta, por desechos que no llegaron a la Curva de Rodas. ¿La solución? Cerrar la planta, terminar el proceso de aprovechamiento que se estaba realizando allí y simplemente llevar estos desechos al relleno para poder compensar el faltante. Bandas, rodillos y quemadores se oxidaron y terminaron convertidos en un montón de fierros que se arrumaron y fueron vendidos como chatarra”.

Generación R (del 2000 a la fecha)

En un terreno tan incierto y manipulable como el de los servicios públicos, donde el negocio de enterrar las basuras ha sido fuente de grandes y dudosos capitales, vender la idea del reciclaje como la mejor opción, por encima del discurso del manejo técnico de rellenos sanitarios y hasta incineradores, era toda una utopía. Sin embargo sobrevivieron. Organizaciones como la Cooperativa de Recolectores de Antioquia, la cooperativa Recuperar, Codesarrollo (que años después pasó a llamarse Socya) y ya más recientemente organizaciones como la Cooperativa de Recicladores de Medellín Recimed, promovida por la Alcaldía de Medellín y el Área Metropolitana en el año 2006 como estrategia de agremiación para los más de 1800 recicladores de oficio que en ese año registró el primer censo de recicladores en la ciudad, siguen dando batalla y haciendo recorridos.

Uno de los primeros pasos en esas batallas fue vencer la desconfianza y el recelo que desde siempre han caracterizado al reciclador de vieja guardia. Decía Ernestina en otro aparte de su entrevista:

“Iban mucho niñas por ahí preguntando, que cuánto nos ganábamos, que cómo vendíamos, que qué recogíamos… Sí bobos, vayan a decir qué ganan y verán que les quitan la basura; a lo que sepan cuánto vale una cosa de la basura entonces se las quitan y ustedes quedan mamando”.

Después llegaron las batallas grupales, la suma de luchas a contracorriente, basadas en modelo convencional de mercado: oferta y demanda, compra y venta de materiales reciclados; con un ingrediente adicional al coctel que son los intermediarios, las cuotas de entrega a la industria y la vulnerabilidad permanente al flujo de “platas calientes”. En forma paralela a este fenómeno crecieron también grandes y “respetadas” empresas de algunos influyentes sin mancha que poco a poco empezaron a acceder a las fuentes de material reciclable que históricamente habían sido para los recicladores; y así, de un día para otro, muchas empresas con gran espíritu de “Responsabilidad Social Empresarial”, empezaron a atender la llamada de un mandamás, exmandatario para más señas, que pedía entregar el material reciclable exclusivamente a los camiones de sus hijos, jóvenes emprendedores que a punta de manillas y kilos de cartón han logrado consolidar grandes cadenas de centros comerciales y hatos ganaderos.

Es solo en el 2016, luego de una decena de autos y sentencias de la Corte Constitucional, que se obtiene una conquista histórica en el país y en Latinoamérica: el reconocimiento de los recicladores como sujetos de especial protección. Palabras más, palabras menos, lo que la Corte le ordena al Estado colombiano es implementar un modelo de prestación de servicio público de aseo en el cual los recicladores tengan una protección para acceder al reciclaje, único medio de sustento para ellos y sus familias. Y uno de los laboratorios en los que se avanzó en la aplicación del modelo dictado por la sentencia fue implementado por la Alcaldía Distrital de Bogotá que, por primera vez y con el costo político que todos conocemos, se atrevió a tocar los intereses de grandes empresarios del aseo para generar mejores condiciones de trabajo y de vida a los recicladores.

Esta experiencia, sumada a los requerimientos del nuevo Club de Amigos de la Ocde condujo a que en abril de 2016 se emitiera un decreto reglamentario que cambió la historia de reciclaje en Colombia. El decreto 596 de 2016 establece que por cada tonelada de reciclaje que deje de llegar al relleno sanitario la empresa de aseo reconocerá a las organizaciones de recicladores que han recuperado el material el mismo valor que costaría recoger y enterrar dichos residuos. Así las cosas, en una ciudad como Medellín por cada tonelada de material reciclable que se dejaba de llevar al relleno sanitario se empezó a reconocer a las organizaciones aproximadamente 150 000 pesos mensuales, que a lo largo de tres años representan más de quince mil millones de pesos.

Pero ya dijo una vez García Márquez que el día que la mierda valga plata los pobres nacerían sin culo. Y hecha la norma, hecha la trampa. Los grandes intermediarios, los mercachifles del reciclaje y hasta las empresas de aseo que siempre menospreciaron esa labor, rápidamente sintieron un profundo deseo de convertirse en recicladores y emular al Capitán Planeta. Empezaron, entonces, a pulular las empresas y organizaciones de “recicladores” que en menos de dos años han recogido cifras muy representativas aprovechando el trabajo largo de los basuriegos. Y aunque algunos grupos de verdaderos trabajadores de la basura se han organizado y muestran avances en el camino de formalización que les propuso la norma, pesan más las sombras e incertidumbres que los aciertos del nuevo esquema.

Es precisamente ese aspecto, el de la “tarifa de aprovechamiento”, lo que está llevando a que un esquema de inclusión de recicladores, que es modelo en América Latina, hoy esté en riesgo porque esa que parecía ser una oportunidad histórica para proteger el oficio de la población de recicladores, para garantizar el “acceso cierto y seguro” a las fuentes de material, hoy se ha convertido en una oportunidad para que muchos aprovechados produzcan unas preocupantes distorsiones de mercado y, en muchos casos, estén desplazando a los recicladores de sus sitios de trabajo. En varias ciudades del país se han desatado verdaderas “guerras de centavo” por la basura, donde empresas de grandes capitales, bodegueros e intermediarios convertidos a recicladores de la noche a la mañana buscan quedarse con el material que natural e históricamente ha sido la fuente de subsistencia de los verdaderos recicladores de oficio.

Con voz temblorosa, de una impotencia que a veces parece rabia, Carlos Miguel, reciclador de oficio y líder de una organización de recicladores, dice que “hay que ser muy miserable para quitarle el pan de la boca a los más miserables”. UC

Fotografía de Juan Fernando Ospina. 2018.
Fotografía de Juan Fernando Ospina. 2018.

Universo Centro N°109

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