Navegar en barco por el río Magdalena hace parte de nuestras nostalgias colectivas. En esas vidas que otros más afortunados viven por uno abundan las historias de alguien muy lejano que habitó este mundo hace mucho tiempo. Alguien que llegó no se sabe muy bien de dónde abordo de un vapor; un pasajero cargado con baúles y petates, o un vaporino, el nombre con el que en los puertos de la ribera llamaban a los marineros de agua dulce: a los marinos de río. Y aun para quienes no han oído jamás de boca de un pariente la historia de otro pariente más viejo que montaba en barco; aun para esos existen los relatos de García Márquez: los propios, de subir y bajar el Magdalena una vez cada año durante las vacaciones del liceo de Zipaquirá, o los que creó para su mitología, como el vapor del capítulo final en El amor en los tiempos del cólera.
Los vapores del Magdalena —como los ferrocarriles, que de solo nombrarlos despiertan nostalgias— hacen parte de nuestras quimeras más queridas. Pero durante un par de décadas, tal vez tres, fueron una realidad que podía tocarse con la mano. En 1920 se fundó en Medellín la Naviera Fluvial Colombiana, una empresa que llegó a tener una flotilla de vapores con nombres como Quindío o El Ruiz, los cuales viajaban de Barranquilla a Honda y viceversa —y algunos, dicen, llegaron a aventurarse aguas más arriba—. Los vapores de la Naviera eran rápidos y seguros, pero en especial, lujosos: además de camarotes con sabanas de algodón fino, agua corriente y ventiladores de aspas de lata, tenían salones de juego y comedores decorados con sillas de mimbre, bombillas eléctricas y hasta plantas vivas en los jarrones. Pero en algún momento entre las décadas de los cuarenta y los cincuenta el negocio dejó de ser próspero y se hundió, y los barcos de la Naviera solo siguieron navegando en las memorias de otros, abundantes pero a la vez turbias y barrosas, como las aguas del Magdalena.