Número 101, octubre 2018

Poemas por encargo

Poemas por encargo

El evangelio según la trampa

El premio es la vista
El castigo
no la quietud ni el silencio
sí el murmullo siniestro
de aves, carros y mamíferos

Ascendidos a vigías de ciudad
Juan, Mateo, Lucas y Marcos
en inútil atalaya
Recuerdo la pregunta capciosa de papá:
qué es mejor, casi salvarse o casi condenarse
Solo así se explica, los hicieron confundir
en su abismo están condenados a orinar
en ajustadas prendas de malla

¿Cuál es esa ocasión
esa en la que hay que ponerse algo azul
un toque azul
todo azul?
Cómo no decir sí, claro que sí,
acepto
si además te han atado y apuntalado por la espalda
Para qué el pedestal
para qué esa excusa

Impávidos los ojos
en ese lado de la burka
ruegan por unas manos
unas que sepan desvestir santos

Gloria Estrada


Merodeando el templo

El verbo se hace carne
y la carne bronce
Y barro

Vestidas como nuestros miedos
como nuestros anhelos
las imágenes nos sobreviven y rebasan
y tienen un rostro
al cual pedirle
al cual reclamarle

Allí
en ese templo que se ahoga arrinconado
el hollín las mustia
como a nosotros

Expulsados del tabernáculo
los mercaderes
se aferran a sus muros
con su batiburrillo apenas sagrado
velones
estampas
camándulas
migajas en el banquete del rico Epulón

Adentro
el oneroso costo
centímetro cúbico/mes
de los osarios
para que nuestras cenizas no yazgan en tierra impía
y se preserven para el Juicio

La Eternidad como promesa
enriquecerse de tiempo
vender tiempo

¿En qué las convertiremos
cuando nadie las frecuente?
pregunta Larkin
“¿O evitaremos las iglesias como lugares
Que nos traen mala suerte?”

Visitarlas
buscar su sombra fresca
y sus altos techos

Recordar esa anónima amiga adolescente
el magreo mutuo en misa de siete de la mañana
su súbito ateísmo precediendo el mío.

Orlando Gallo

Las estatuas

A un costado de la iglesia
el tipo de las maderas
recorta los nombres de cada quien
por dos mil pesos.
El vaho de la chunchurria frita
se cuela en la iglesia
y se mezcla con el agua bendita.
La gente hace filas largas
para agarrar el bus a
Buenos Aires, La Milagrosa, Aranjuez.
Los vendedores de fruta
vocean la lengua de los vencedores:
Aguacate que en vez de pepa, tiene arepa.
Quince limones por mil.
Lleve la mandarina dulcecita: puro azúcar.
La sombra del soldado y su celular se alarga
sobre los adoquines.
Alguien por disimular
te pide un pielroja.
Un tipo le dice a la joven vendedora:
mami, me regala un minutico.
Y arriba,
por encima de todas estas cosas,
las estatuas empotradas
en el techo de la iglesia de San José,
amarradas con cuerdas y bolsas
igual que los locales de cobijas ecuatorianas y de cachivaches,
a la intemperie,
cuando en el centro no hay más comercio
y no se ve un alma alrededor,
como si la coincidencia fuera
una premonición
del vacío que nos espera.

Santiago Rodas


En la cornisa

Esa red es su último manto,
uno que asfixia y protege, que silencia y sostiene.
Un bozal para los evangelistas,
una jaula para el águila y el ángel,
un corral para el toro y el león.

Podría ser un martirio macabro que recuerda las peores escenas
en la ciudad.
Una alegoría hecha de piedras y nudos.

La piedra tiene siempre las tareas más arduas.
Soportar la intemperie, guardar los primeros signos con simpleza,
lograr que las grietas sirvan como rastros.

Cegar a quienes miran desde lo alto,
Apagar los faros, cercar las atalayas.
Todo parece una trampa para hundir la nave principal.

Abajo queda el sonido sordo del órgano como guía hacia las
múltiples ranuras de la iglesia,
las alcancías empotradas en las paredes.
De las monedas depende que los santos vuelvan a respirar,
que sus ojos no amenacen ruina.

Así funcionan las precarias obras sobre la tierra. UC

Pascual Gaviria

Poemas por encargo
Iglesia de San José.