Número 101, octubre 2018

Pedalear las reformas
Catalina Gómez Ángel. Ilustración: Verónica Velásquez

Ilustración: Verónica Velásquez

 

Ameneh Shirafkan lleva una camisa larga que le cubre las nalgas, y encima del casco lleva un pañuelo con el que está obligada a cubrirse la cabeza. Parece fácil, pero es toda una obra conseguir que el velo se mantenga en su sitio mientras Ameneh pedalea por las calles de Teherán, donde las motos ignoran toda regla, los carros se acercan demasiado entre ellos y las bicicletas son vistas como un vehículo inusual, tanto para hombres como para mujeres.

Ameneh salió de casa hace solo media hora, pero ya algunas gotas caen de su frente. El calor, que supera los cuarenta grados en verano, se vuelve insoportable aunque apenas estamos a mediados de mayo. El asfalto hierve, y a esa incomodidad se suma la contaminación que cada año empeora en esta ciudad. Durante varios días al año, sobre todo en noviembre o diciembre, cierran los colegios y oficinas gubernamentales porque los niveles de polución se disparan.

Por fortuna hoy es viernes, día de descanso en Irán. Ameneh rueda por la avenida Beheshti entre una calma que no es habitual. Los carros están de receso, y también las motos, que son el verdadero enemigo de las ciclistas; uno tan agresivo como las normas que rigen el comportamiento de las mujeres en la República Islámica de Irán.

“Tengo que ser sincera”, dice Ameneh. “Debo reconocer que nunca me han dicho que no lo puedo hacer. Tal vez la actitud de las autoridades sería diferente si miles de mujeres decidieran salir a la calle en bicicleta. Entonces creo que sí tendríamos problemas, porque nuestra presencia sería muy visible”.

Desde el lugar de nuestro primer encuentro en la avenida Beheshti, hasta las cercanías de la plazoleta Argentine, donde queda su trabajo, el viaje de Ameneh ha tardado quince minutos. Todavía le cuesta superar las calles empinadas. Yo hago el trayecto a pie. Cuando vuelvo a encontrarla, está en la salita de recibo del periódico reformista Sharq, donde se encarga de investigar sobre temas sociales de los que pocos hablan en este país. Además de ciclista, Ameneh es abogada, feminista, activista por los derechos de la mujer, tuitera, montañista y fiel defensora de una teoría: los cambios en la sociedad se dan con ejemplos: “Cada una de nosotras, con nuestras acciones, debe ser un pequeño modelo de transformación social. Una de las mías es demostrar que podemos montar en bicicleta”, dice con decisión.

En Irán las normas para las mujeres son ambiguas y complejas, igual que sucede con el país, lleno de matices y donde la sociedad se ha ido transformando a un ritmo que sus dirigentes son incapaces de detener. Durante los últimos cuarenta años, desde que triunfó la Revolución en 1979, la mayoría de estos cambios han sido liderados por las mujeres, pues son ellas quienes ejercen más presión frente al régimen. Las mujeres en Irán pueden conducir, tienen acceso a las universidades, donde representan el sesenta por ciento de la matrícula, y pueden trabajar, aunque les ha costado sucesivas luchas, frustraciones y retrocesos.

Pero la cosa se complica cuando ellas buscan mayor acceso a los espacios lúdicos, especialmente en actividades donde su cuerpo está expuesto. Cualquier deporte tiene que hacerse con velo y bajo los rígidos códigos morales impuestos por el sistema. Los hombres, por lo general, tienen prohibido observarlas. Algunas limitaciones van más allá. Los estadios donde se practican deportes masculinos les han sido vedados por décadas, incluso a las periodistas mujeres. Solo desde hace unos meses las normas se han empezado a flexibilizar, pero siempre con retrocesos. Muchos clérigos y radicales siguen convencidos de que estos escenarios no son apropiados para ellas. Argumentan que las tradiciones y la estructura familiar se pueden corromper si tienen acceso a estadios y pistas deportivas.

Semanas atrás un grupo de jóvenes instagramers, que incluye a muchas mujeres, fueron capturados y obligados a confesar en la televisión pública. Su delito era subir videos donde se les veía bailando frente a sus cámaras, muchas veces sin velo. Expresar euforia y felicidad en público no es “bien visto” para las mujeres.

En cuanto al ciclismo, la contradicción es aún mayor. En este país donde decenas de normas no están escritas, o cambian según el lugar o la presión política de turno, las mujeres pueden pedalear en algunas ciudades, pero no alquilar bicicletas. Con la misma facilidad que las autoridades decidieron de un día para otro que no podían fumar pipas de agua en las casas de té, les prohibieron también alquilar las bicis que hay disponibles en diferentes puntos de esta ciudad. El programa de alquiler de bicicletas no es precisamente un éxito. Las bicis son viejas y sin cambios para las calles empinadas, y solo unos pocos quieren enfrentarse al tráfico de Teherán, donde incluso ir en carro es una aventura. Las delicadas normas de cortesía persas, obligatorias en el trato personal de los iraníes, desaparecen cuando la gente va tras el volante. Entonces solo aplica la ley del sálvese quien pueda, incluidos los peatones.

Aun así, años atrás, cuando las reglas sobre el alquiler de bicicletas no estaban todavía claras, era posible ver a algunas mujeres darse un paseo por los alrededores del centro de la ciudad. Era una gran novedad para ellas. Pero todo esto acabó rápidamente cuando las autoridades cayeron en cuenta y lo prohibieron. “Yo, como periodista, he criticado esta normativa. Debería estar prohibido que el dinero público se gaste en actividades donde se segrega a las mujeres”, dice Ameneh.

Pero una cosa es que se atreva a hacer estas críticas públicamente, y otra ser escuchada por el universo masculino que domina en Irán. Aun bajo estas circunstancias, mujeres activistas o periodistas como ella no se rinden. Siguen sacando a la luz problemas a los que se enfrentan, a pesar de que muchas han terminado en prisión. Sus batallas son infinitas. Algunas se pueden apreciar desde la superficie: como la posibilidad de decidir si llevan o no el velo, cuyo uso es obligatorio en Irán. Pero otras terminan en aspectos mucho más profundos, como presionar para que los representantes extremistas de la ideología tomen acciones frente a denuncias de abuso sexual a menores, algo que sucede con frecuencia. El abuso contra niños y niñas es extendido, y las activistas lo tienen entre sus prioridades aunque es una de tantas líneas rojas que no se deben cruzar en esta sociedad. Denunciarlas tiene consecuencias.

Meses atrás, cuando la campaña del #Metoo tomó vuelo en países occidentales, mujeres como Ameneh iniciaron una campaña para crear conciencia sobre el tema en Irán. Nadie se atrevió a señalar nombres concretos, pero sí denunciaron el abuso que sufren las mujeres en los espacios públicos. Ameneh habló de cómo algunos conductores, especialmente motociclistas, intentaban meterse con ella e irrespetarla solo por ser mujer. Muchos han llegado a intimidarla con sus motos, pues sienten que ella y su bicicleta les están robando espacio. Una semana antes de nuestra entrevista, un conductor la cerró con su auto para asustarla. “Para mí lo importante es que las mujeres me vean en las calles y se motiven a seguir mis pasos. Tenemos que ayudar a cambiar la manera como las mujeres se ven a sí mismas aquí”, dice.

Las reacciones de las mujeres cuando la ven pedalear entre los coches varían. Las más jóvenes la miran con extrañeza, pues suele ser la primera vez que ven a una chica en bicicleta en medio de la ciudad. Las mayores, por el contrario, la miran con admiración y le hacen señales de apoyo. Muchas de ellas, en su juventud, tuvieron la libertad de montar bicicleta, cuando las mujeres no tenían restricciones en su manera de vestir, y podían realizar las mismas actividades que los hombres.

A veces, Ameneh pasa rodando y escucha cómo la aplauden desde las ventanillas de los carros; y hay quienes la abordan para hacerle preguntas. Muchas mujeres creen que montar en bicicleta está prohibido, y se sorprenden cuando escuchan que ella nunca ha tenido problemas con las autoridades. Otras quieren saber si es seguro, pero en este caso Ameneh no sabe qué contestar. Ella es obsesiva con la seguridad. Lleva luces, chaleco reflectivo y demás, pero sabe que aun así corre riesgos. Irónicamente, la única vez que tuvo un accidente fue en Inglaterra, cuando estudiaba su maestría en Relaciones Internacionales.

Ameneh creció en Mashad, la segunda ciudad de Irán, donde el terreno plano nada tiene que ver con las montañas que limitan Teherán. El tráfico tampoco es comparable, como tampoco las libertades sociales que existen entre una ciudad y la otra. Mashad es más conservadora y religiosa, en parte porque allí se encuentra el mausoleo del imam Reza, el octavo de los doce imames del chiismo y el único enterrado en Irán. Millones de personas, locales y extranjeros, visitan anualmente el mausoleo que define también el carácter de esta ciudad.

Aun bajo ese escenario, el padre de Ameneh no tuvo otra opción que abandonar muchas de sus ideas más conservadoras mientras veía cómo su familia se extendía hasta llegar a cinco mujeres. Les enseñó a jugar voleibol y a montar en bicicleta. Durante los primeros años todo fue fácil, porque eran pequeñas. Ameneh pedaleaba hasta el supermercado y jugaba con otros niños, especialmente sus primos, en el gran jardín de su casa. Era buena para los deportes y su padre confiaba en ella. Pero el paso de niña a adolescente, que es siempre difícil, en su caso fue más serio. Cuando iba a cumplir doce años su padre le dijo que no era posible salir a la calle a hacer deporte con los chicos, mucho menos jugar fútbol o montar en bicicleta.

La vida de Ameneh cambió: pasó de ser la señorita que iba al colegio a recibir clases particulares en casa. Sentía que le habían quitado parte de su vida. Por eso, cuando se trasladó a Teherán para hacer su carrera de Derecho, ya desprendida de las valoraciones morales de la sociedad donde había crecido, retomó el deporte. Se dedicó a hacer montañismo, un deporte muy popular en Irán; y más tarde, con uno de sus primeros sueldos, se compró una bicicleta. “Creo que hacer deporte es muy importante para las mujeres, porque les ayuda a tener mejor autoestima, les ayuda a tener confianza en ellas mismas”, reflexiona.

Aunque lucha y dice lo que piensa, Ameneh tuvo miedo cuando empezó a pedalear por Teherán. Un amigo, Hamed, la acompañó al principio mientras ganaba confianza. Pero seguirle el ritmo a ella no es fácil. Es hiperactiva y para Hamed, además, era imposible acompañarla entre los dos trabajos que tiene para sobrevivir. Los salarios de los periodistas en Irán son bajos, y sufren mucha inestabilidad. Los periódicos pueden ser cerrados de la noche a la mañana por orden de una corte especial. Para colmo, los periodistas pueden ser puestos en prisión con facilidad.

Mehri Jamshidi integra este inmenso grupo de jóvenes altamente calificados que se quedó sin trabajo por las crisis de los medios locales. Es fotógrafa, y también una de las pocas mujeres que se enfrenta al tráfico de Teherán. “Cuando empecé a ir en bicicleta tenía mucha vergüenza. Quería hacerlo, era mi sueño, pero me daba vergüenza hacer algo mal y caerme frente a la mirada de todos”, cuenta ahora. Mehri llegó pedaleando hasta el café donde nos encontramos. Tardó más de una hora en recorrer solo ocho kilómetros, pero lo hizo sin problemas. Se le ve bastante entrenada. Sin embargo, recuerda que al comienzo casi muere de cansancio, especialmente cuando tenía que enfrentarse a la calle empinada de su barrio.

Lo peor era durante el Ramadán, la temporada de ayuno, cuando ni siquiera podía beber agua en público. Algunas veces tenía que montar la bici en el bus, pues su cuerpo, de apariencia frágil, ya no tenía fuerzas para seguir. La única condición que le ponía el chofer era pagar doble tiquete, ante la mirada sorprendida de los pasajeros que no suelen ver a una mujer haciendo este tipo de maniobras.

Mehri asume las consecuencias. La bicicleta, más que un vehículo, es una terapia. Cuando siente que se va a deprimir, o cuando la cabeza no para de darle vueltas, sale a pedalear a la calle. Lo hace sin casco, porque es incapaz de combinarlo con el velo. Ese trapo en la cabeza la vuelve torpe e insegura. Así que cubre su cabeza con una bandana debajo, para no quedar con el pelo al aire si se cae el pañuelo. Pero no es fácil, insiste. “Teherán no es una ciudad hecha para las bicicletas”.

A Mehri, como a Ameneh, nunca nadie la ha parado a decirle nada. Tampoco le han prohibido usar la bicicleta. La gente, especialmente mujeres, la detiene para hacerle preguntas o para contarle sus historias de cuando eran pequeñas y podían montar en bicicletas. Muchas le han contado que tuvieron que dejar de hacerlo porque sus familias temían que perdieran su virginidad en una caída. Esto incluye a su madre, que no pudo montar desde los diez años. Un día se cayó, sangró, y sus padres escondieron la bicicleta para siempre.

Ameneh y Mehri vencieron sus temores y los de sus familias, que ahora se sienten orgullosas de lo que hacen sus hijas. Dos mujeres únicas en una ciudad donde las bicicletas no figuran en el paisaje. Si hubiera más gente pedaleando, Teherán podría resolver algunos de sus grandes problemas, como el exceso de tráfico y la contaminación.

Pero el mayor beneficio del ciclismo en Irán va mucho más allá de la calidad del aire. Se trata de una actividad que, con su libertad y su independencia inherentes, podría aportar dinamismo y apertura a la sociedad iraní, para desintoxicarla del autoritarismo y los prejuicios. UC

*Publicado en Pedalista.co