Número 101, octubre 2018

CAÍDO DEL ZARZO

PELUCAS DESEMPOLVADAS
Elkin Obregón S.

 

Por estas tierras, las gentes suelen mirar con indiferencia, suspicacia e incluso desdén cuanto toca con la Academia Colombiana de la Lengua. Sin duda es una actitud injusta (más de un nombre respetable la avala), pero tendemos a sentir en esa institución un tufillo a naftalina cultural, a cosa apolillada o estratificada, a “peluca empolvada”. Ejemplifican ese sentir las declaraciones de un ilustre escriba antioqueño, quien, al aceptar públicamente la invitación a engrosar sus filas, parecía estarse justificando, como si temiera desilusionar con aquello a su fiel ejército de fans.

Otro es el caso de ciertas academias similares. La RAE eligió alguna vez como miembro a don Antonio Machado, si bien la guerra civil impidió su ingreso. Entró, en cambio, y muy complacido por su nombramiento, don Pío Baroja, insigne cascarrabias de la lengua; no conozco el discurso del vasco, pero sí el de Machado, escrito en la mejor prosa de Mairena, y, si no recuerdo mal, más en aire jacobino que estrictamente literario; pero guerra es guerra. Otro acierto de esa academia madre fue la inclusión de Fernando Fernán Gómez, a quien no impidió el cine ejercer como gran novelista, memorialista y dramaturgo. Por lo demás, sorprende ver allí sentado a Mario Vargas Llosa, tan lejos de sus pagos.

En cuanto a la francesa, la de los cuarenta Inmortales, resulta ser (siglo XVII) la más antigua de su especie; es también una de las más acatadas y respetadas (y quizás la de más amplio criterio: en los años cincuenta acogió al cineasta René Clair, basada apenas, piensa uno, en la calidad de sus guiones cinematográficos). Noticia mundial fue la inclusión en esa docta sala del nombre de Marguerite Yourcenar, como si representara, más que un obvio reconocimiento, un espaldarazo definitivo. Y lo fue, podría decirse, pues es ella —1980— la primera mujer que pisó esos salones.

Queda para el final la Academia Brasilera: nació grande (su primer presidente fue Machado de Assis), y lo siguió siendo. De la importancia que dan a este sitial los escritores de ese país habla por sí solo, lector, lo que voy a narrarte: en 1976 fue nombrado académico de dicha feligresía João Guimarães Rosa, tal vez, por entonces, el mayor y más celebrado escritor brasilero vivo. Rosa, no obstante, veía en aquella promoción un honor supremo. Médico como era, sabía bien el precario estado de su corazón, y convino con su hija Vilma un sistema discreto de signos que habrían de indicarle, durante su discurso de posesión, si algo andaba mal; nada sucedió, y el acto terminó sin tropiezos. Tres días después, al entrar alguien al despacho del escritor, lo encontró muerto, desmayado sobre su mesa de trabajo. Ser académico le costó la vida, o, en fin, apresuró su muerte.

En su discurso de esa noche (elogio y homenaje a su antecesor, João Neves), Rosa, sin saberlo (o tal vez sí), había escrito su epitafio: “Las personas no mueren. Quedan encantadas”.

Elkin Obregon

CODA

De Andrés Trapiello, en Mundo es: “No mediando desgracia, todos los aterrizajes son felicísimos (…) El avión descendía con tanta lentitud que permitía observar con detalle lo que sucedía allí abajo, y hubiéramos podido decir de qué estaban hechos los bocadillos que se estaban comiendo los estibadores”. También este cronista piensa que ese momento está lleno de magia. Una magia que proviene no solo del hecho de estarte avisando que sigues vivo. UC