Cine sin pantalla
Juan Guillermo Valderrama Santamaría. Ilustración: Elizabeth Builes
Dice Ciro Mendía, en su bello poema dedicado al día más luminoso de la semana, que se deberían “Borrar todos los días y hacer del almanaque un sábado grande, abierto, largo, largo, que el sábado es la almendra bisiesta y porque la semana está llena de espantapájaros”. Y yo lo apoyo en cada uno de sus versos, con cada uno de mis sábados vividos y venideros, excepto dos, y por ellos le pido disculpas: el primero es el de la madrugada del 20 de agosto de 1983, recién estrenaba mi cédula de ciudadanía. El otro, igual de madrugada, un par de años después, cuando un amigo de cuadra, que extravió su camino, mató a cuatro de nosotros; y digo de nosotros, porque a mí también me mató. Pero hoy solo nos ocuparemos del primero, no quiero ser aguafiestas, dañar la magia, ni mucho menos la Fantasía para un sábado sin límites del maestro Mendía. Además, el papel ya está cansado de tanto cadáver y mi mano, de ser testigo de tanta barbarie. Un muerto por crónica es más que suficiente. ¡Maldita sea!
Eran las tres de la tarde de un viernes. Pecora, Urraca, la Gallina, Coco, Tembleque, Tripillo, Víctor y yo marchábamos calle arriba, rumbo al teatro Palermo a ver la película de turno. Hacía unos años se había convertido en un ritual de fin de semana. Nos metíamos a la oscuridad del teatro a disfrutar del séptimo arte y de la marihuana, a carcajearnos por las explosiones de sus semillas con ínfulas de ser crispetas, a ser hipnotizados por el incandescente letrerito de EXIT que nos distraía desde la luneta. Adentro nos escapábamos de los dedos índices que señalaban y disparaban sin reparo alguno, y de las escrutadoras miradas de familiares y vecinos que auscultaban nuestros ojos tratando de encontrar tan solo un rastro de cannabis, pero nunca lo encontraban, ya conocíamos los poderes restauradores y mágicos del Luz Zul y la Visina. No pasábamos de los veinte años. Unos ya ostentaban el cartón de bachiller y se dedicaban a la vagancia por no haber obtenido un cupo para la universidad, otros aún trataban de terminarlo, y el resto abandonamos las aulas por un sinfín de dificultades que no vienen al caso.
Ese día, como tantos otros, casi siempre viernes, nuestros vidriosos y mansos ojos, ávidos de nuevas aventuras, interactuaban en la pantalla, esta vez con Bruce Lee, en El gran jefe. Era la primera de un ciclo de cinco cintas del Pequeño Fénix que pasarían cada mes en el teatro hasta finalizar el año.
Y justamente cuando Lee, en medio de cincuenta rufianes, todos armados con chacos, catanas, cuchillos, varas de bambú, arcos y bastones, se abría paso derrumbándolos a todos, con manos y pies, volando por los aires cual hélice sin eje ni guía, sin previo aviso, encendieron las luminarias del teatro. La muchedumbre comenzó a lanzar improperios contra el operador. Lo único que quedó con algún tinte de tinieblas fue la paranoia y el humo de la marihuana y el cigarro que danzantes bailaban por encima de nuestras cabezas coronándolas con aureolas grises; detrás irrumpió el grito que ninguno de nosotros quería escuchar a esa tierna edad:
“Todos hacen una filita en el pasillo del medio y le van mostrando sus papeles al cabo y los lanzas que se encuentran en la portería. No lo digo sino una vez: cédula y libreta militar en mano. Este es el glorioso Ejército Nacional de la República de Colombia, caterva de vagos, marihuaneros. Y, ¡ajá!”.
El telón continuaba proyectando la película, antes tecnicolor y ahora translúcida. Esa tarde se comenzó a desmembrar nuestra gallada, Urraca, la Gallina y Tripillo fueron conducidos a lomo de volqueta a las instalaciones de la IV Brigada de donde los remitieron por dos largos años al Batallón de Infantería de Marina de Coveñas. El Ejército reclutaba en los teatros, la guerrilla en los colegios y Los Priscos en las esquinas.
Luego de entregarle la dolorosa noticia a sus padres y de recibir de ellos el consabido: “Eso les pasó por juntarse con marihuaneros”, nos fuimos a desahogar nuestras penas al parque. Teníamos un motivo para emborracharnos, nuestros correligionarios de teatros, colegios, balones, novias, adicciones y esquinas, desde esa tarde, ya no nos acompañaban.
Las sombras reflejadas por los árboles en el piso del parque se iban borrando una por una. La noche comenzaba a desalojar el día cubriendo todo con su cómplice manto. Los vendedores de sueños, mangos, helados, los ponis, las palomas, los enamorados, las familias, los policías... daban paso a celadores, jíbaros, borrachos, ratas, gatos, indeseables y nosotros. La marihuana de la tarde fue sustituida por ese polvo amarillento y seco convertido en humo que ya comenzaba a hacer estragos en nuestro barrio y nuestras casas, desocupándolas de sus enseres y llenando las otras, las de empeño; la Coca- Cola por cerveza y aguardiente y las crispetas por perico. El dinero para procurarnos todos estos “manjares” no recuerdo de dónde aparecía, pero aparecía y la prueba de ello es esta historia.
El sábado ya se había gastado las tres primeras horas de su precioso tiempo y así nos lo indicaban las agujas del reloj empotrado en la torre del templo, nosotros habíamos entregado las últimas monedas, así nos lo indicaban nuestros bolsillos.
Éramos una hermandad, unidos de cierta forma por las mismas desgracias que nos depararían nuestros futuros inmediatos. Ahora a Urraca, la Gallina y Tripillo los habíamos entregado a la patria, o más bien ella nos los arrebató, con la única contraprestación de recibir una libreta militar que pasados dos años solo servía para picar perico o enrolarse en las AUC. Después otros tantos de la barra desaparecieron definitivamente.
Pecora, Coco, Tembleque, Víctor y yo, los que sobrevivimos a la batida, nos miramos con desolación y tristeza. En un solidario silencio tomamos el camino de regreso, cada uno para la casa con sus miedos y sus culpas a cuestas, las mismas que nos generaban el depresivo alcohol y el paranoico bazuco.
Apenas llevábamos caminada media cuadra, estábamos en mitad de la calle, justo entre el teatro Palermo y la Caja Agraria; de pronto un encapuchado se bajó de la parte trasera de un carro y, amparado detrás de la complicidad de su pasamontañas de lana negra, nos encañonó con sus ojos y de un grito seco nos ordenó: “¡A correr cabrones que esto va a explotar!”.
Lo que horas antes habíamos visto realizando a Bruce Lee en la pantalla lo pusimos en práctica: salir volando por los aires cual hélice sin eje ni guía, como voladores sin palo. Desapareció cualquier rastro de alcohol o droga en nuestro cuerpo. La solidaridad y la respiración se evaporaron y vinimos a alcanzarlas dos cuadras abajo, al reagruparnos. Cuando íbamos a comenzar a hablar sobre lo sucedido… ciertamente: ¡explotó!
Más allá se escuchaba el estallar de vidrios y el aullar de los perros. Cada ventana de cada casa a nuestro alrededor retumbó; cada lámpara del alumbrado público cabeceaba; cada cable de la energía se mecía cual hamaca. Un caluroso halo con sabor a muerte pasó por nuestras caras como alma que lleva el diablo. Y a correr de nuevo, a buscar refugio bajo el amparo de nuestras cobijas. Todo el barrio se despertó. Antes de tocar el timbre de mi casa mi viejita presta ya me tenía la puerta abierta. La resaca y la algarabía no me dieron más tregua y me tuve que levantar, eran las diez de la mañana. El dial del Philips lo rodaban de un lado a otro tratando de convertir en noticia el chisme que ya estaba regado por todo el barrio: que en la Caja Agraria habían detonado una bomba, que la guerrilla, que la policía, que Los Priscos, puras especulaciones. Me bañé lo más rápido posible, me vestí con diplomacia y salí de mi casa esquivando los regaños de mi mamá y las preguntas de mi papá en tanto caminaba detrás de mí por el largo corredor. No tenía respuestas para sus interrogantes, así que mejor apuré el paso hasta alcanzar la puerta, y adiós. ¡Ahora vuelvo!
Cuando llegué a la tienda de la esquina, Pecora ya estaba allí, sabía lo mismo que yo, de la explosión en el parque, y que medio barrio iba calle arriba a cerciorarse con sus propios ojos de lo sucedido. Así que ambos nos unimos a la procesión y fuimos a parar donde unas horas atrás estábamos. Parecíamos deshaciendo los pasos.
Un olor a metal, a pólvora, a sangre, a heces lo abrazaba todo. Nos tuvimos que abrir paso entre la muchedumbre, ya los madrugadores se habían tomado los mejores puestos. La policía trataba de poner orden, unos señores con blancos overoles plásticos tomaban medidas con una cinta métrica, otros con sus cámaras trataban de registrar la noticia. Todo el perímetro estaba rodeado por una huincha amarilla que repetitivamente nos decía “NO PASE”. Y detrás los curiosos.
Mis ojos no podían creer lo que estaban viendo, mi cerebro no era capaz de armar aquel rompecabezas esparcido por toda la cuadra. Le faltaba una pieza. El poste parecía ser lo importante del suceso. Le tomaban su diámetro, la profundidad del cráter, las heridas de su maltrecho concreto, las fracturas de su enmarañado costillar de acero. Fotos en todos los ángulos y conjeturas a lado y lado de la acera.
Las letras de la marquesina blanca parecían un desordenado juego de palabras regado por toda la entrada del teatro. En las paredes y en los vidrios rotos de las vitrinas empotradas donde se exhibían los carteles multicolores se podían leer las próximas cintas debajo de vísceras, retazos de ropas, de piel, de huesos, de sangre seca. Agosto: El gran jefe. Septiembre: Juego de la muerte. Octubre: Operación dragón. Noviembre: Furia oriental. Diciembre: Karate a muerte en Bangkok.
Al frente, el letrero de la Caja Agraria también sufrió, la explosión le arrancó un par de letras y con claridad se podía leer ahora: Caja Ag ria y debajo su lema: Sí es Colombia.
Al ver a la inspectora descender del techo del Palermo por una escalera de madera, colgando de su mano una cabeza metida en una bolsa blanca, casi transparente, todo encajó: era como si le hubieran dado vida a los restos que yacían esparcidos por todos lados, era como si le hubieran dado de nuevo rostro al Bautista.
El único testigo que quedó de lo sucedido fue el poste donde sentaron y amarraron, encima de una carga de dinamita, el cuerpo consciente, palpitante y previamente torturado de un ser humano; y lo hicieron explotar. Al día siguiente una caneca repleta de hormigón cubrió el poste como una camisa de fuerza para que no se cayera y no quedara rastro de lo acontecido. ¡Ah!, y quedó un zapato negro que por varios años se bamboleó en uno de los cables de alta tensión del sector.
Por todo lo anterior es que le pido excusas, señor Mendía, por este maldito sábado que no encaja en su poema.