Número 101, octubre 2018

Conversación con un fagotista esotérico
Federico Arteaga C. Ilustración: Manuel Celis Vivas

Ilustración: Manuel Celis Vivas


 

Arturo Giraldo era un enigma para mí incluso antes de que alguien ofreciera pagarme para entrevistarlo. Lo conocía de nuestra pequeña ciudad y siempre me maravillaron sus muchos talentos aunque ninguno prometiera un florido futuro financiero.

Cuando abrió la puerta de su apartamento tenía en sus brazos un gato multicolor y en su frente la cicatriz resultante de la presentación de su primer libro.

La cicatriz había sido una herida abierta la noche cuando leyó apartes de ¿Por qué gritaban los lobos?, su polémica ficción hagiológica sobre San Francisco de Asís subtitulada “Animalismo, zoofilia y sus estigmas”. En medio del silencio absorto y algo asqueado del público mientras Arturo describía, con un sorprendente conocimiento de la anatomía animal, cómo aprovechaba el santo el éxtasis de los lobos después de su prédica, nadie se percató de la entrada de un pequeño pelotón de humildes franciscanos en sayos cafés, armados con piedras que pronto llovieron sobre la mesa desde donde Arturo presentaba su libro.

Meses después supe que los religiosos habían recibido una llamada anónima del editor de Arturo con el fin de convertir el lanzamiento del libro en un lanzamiento de piedras; además de añadir algo de acción a las aburridas veladas literarias de la ciudad, ayudó a conseguir prensa gratis cuando los noticieros tuvieron que explicar por qué siete monjes franciscanos habían tenido que ser sometidos y arrestados en una lujosa librería del Centro de la ciudad.

Durante el coctel que siguió a la lectura, la mayoría de los asistentes recogieron las piedras de los franciscanos para guardarlas como suvenires de una noche inolvidable. Arturo, según reportes de alguien que lo acompañó en la ambulancia, manifestó complacido que el lanzamiento no podía haber salido mejor. Estoy de acuerdo, ocho puntos sobre la ceja izquierda hablan de un muy buen lanzamiento.
—Se llama Gluten —me dijo Arturo Giraldo misteriosamente levantando su gato hasta la altura de mis ojos—, es adoptado.

Cerró la puerta sin soltar a Gluten. En una esquina de la sala estaban los chacos con los que había revolucionado la práctica del yoga en algunos pueblos del sur. En la otra esquina estaba su fagot, instrumento indispensable para la creación de su nueva novela La resiliencia de la saudade. Encendí mi grabadora y me senté a esperarlo.

De la cocina salieron sonidos de machetazos sobre el poyo, volaron plumas por la puerta, y vi la refulgencia de unas cuantas llamaradas lamer el techo. Finalmente emergió con dos tazas de té, una para cada uno. Gluten se paseaba entre nuestras piernas de forma felina, tal como se esperaría de un gato.

—Es té de rooibos. Los rooibos son africanos pero el nombre rooibos es griego. El té de rooibos es bueno para el eczema. ¿Tienes eczema?
Negué con la cabeza.
—El té de rooibos es bueno para el eczema. Para el asma también es bueno el té de rooibos. Yo era alérgico a los rooibos pero el té de rooibos me curó la alergia a los rooibos. También está libre de taninos el té de rooibos. ¿Te gustan los taninos?
Ignoré con la cabeza.
—Me encantan los taninos pero son dañinos los taninos. Los vinos tienen taninos. Es mejor evitar los taninos. Tomemos té de rooibos.
Tomamos té de rooibos.
Le pregunté por La resiliencia de la saudade. Me contó que el lanzamiento oficial estaba programado para el siguiente mes pero su editorial ya vaticinaba que el libro rompería récords de tsundoku en varios países.
¿Tsundoku? —pregunté confundido y con letra inclinada.
—¿Sabes qué es tsundoku? —inquirió saboreando sus rooibos.
—Creo que es un juego de números que aparece en los periódicos.
Tsundoku es un término japonés para la acumulación de libros sin leerlos, solo por el placer de tenerlos. La resiliencia de la saudade es un libro de tsundoku.
Le pedí a Arturo Giraldo que me hablara un poco más del libro.

—Hay alegría en la tristeza, ¿no? —asentí para que continuara—. Hay persistencia en la tristeza, ¿no? Entonces hay persistencia en la alegría de la tristeza y tristeza en su persistencia. Me he acercado a este ouroboros de sentimientos a través de un alter ego que he desarrollado en mis clases magistrales en la universidad, un fagotista esotérico enamorado de una feminista cabeza de familia disfuncional, circadiana, tautológica.
Lo miré como un perro que ha escuchado un sonido nuevo. Me ignoró.
—La ortografía en La resiliencia de la saudade es transversalista. Si hay demasiadas bes largas en un renglón, el siguiente tiene un número equivalente de ves pequeñas para compensar el peso del diseño distributivo de cada página. ¿Más té de rooibos?

Arturo había terminado su bebida en tanto mi bebedizo estaba casi intacto. Levantó el gato y lo acunó en sus brazos mirándolo con amor.
—Tiene ilustraciones.
—¿El gato? —pregunté dispuesto a creerlo.
—Gluten tiene cataratas. El libro tiene ilustraciones. Las hizo Vagia, la artista que se descubrió a sí misma el día de su menarquia. Es la Jackson Pollock de la sangre menstrual. Vagia vive con su madre. En sus ilustraciones para el libro Vagia ha usado el principio del Test de Rorschach, invertido para mayor resignificación. La tinta no se atiene al doblez del papel para revelarse sino que es el papel el que se somete a la fuente del pigmento para adquirir vida. Gluten tiene popó.

Me demoré un par de segundos dividiendo las porciones de su discurso. Cuando lo hice, Arturo se había llevado el gato a la cocina y lo había dejado en su caja de arena. Volvió sin Gluten.
—Siento que en una vida pasada fui celíaco. Por eso en este ciclo kármico no consumo derivados del trigo pero he llamado a mi gato Gluten para familiarizarme y aprender a amar mis miedos. No acabaste tu té de rooibos. Ahora vete, debo ensayar la respiración continua en el fagot y purgar a Gluten. Adiós.

Caí en cuenta de que me había despedido cuando cerró la puerta y me dejó en el corredor. Empecé a bajar las escaleras.

El gran Arturo Giraldo había encontrado un mundo de significantes y significados que en nada me hablaban del talentoso muchacho de nuestra ciudad, pero seguramente era yo quien carecía del talento para entenderlo. Tal vez necesitaba tomar más té de rooibos.

Cuando salí del edificio me giré para tomar una foto de su ventana empañada por sus ejercicios de respiración y poder usarla como acompañante de mi artículo. Entonces tembló el andén en el que estaba parado y una humareda disparada a presión desde todos los vértices donde el andén se volvía edificio empezó a retumbar con el sonido de una turbina que no podía ver. Lentamente el edificio fue despegando; para cuando yo había cruzado la calle tapándome la boca y entornando los ojos, ya se había levantado por encima del resto de la cuadra.

El edificio aceleró y se fue oblicuamente por sobre las montañas dejando una estela de combustible quemado. Yo volví a mi casa que no vuela y me puse a ordenar estas notas acerca del próximo éxito del tsundoku, La resiliencia de la saudade, de Arturo Giraldo.UC