Número 101, octubre 2018

Los últimos nómadas
Ana María Bedoya. Fotografías de Luca Zanetti
 

Caminantes desnudos, pieles de ébano, pintura de achiote en los rostros, felinos ojos, la serenidad en flor. Conocedores de la manigua y sus misterios, botánicos natos, imitadores del canto de los animales, protectores y cazadores de monos, tejedores, pescadores, recolectores de semillas y frutos. Los últimos nómadas en Colombia que se mueven al ritmo de la espiral, siguiendo caminos ancestrales, los hijos de Mainako, su madre creadora: los nukak makú.

Fotografías de Luca Zanetti

Están organizados en clanes autónomos conformados por familias que se mueven indefinidamente por la floresta. Se asientan entre frondosos árboles y arman sus chozas con lo que la naturaleza les provee. En el centro siempre hay una fogata, y alrededor están las hamacas donde tejen, cantan y duermen. Los nukak tiran al suelo de ese hogar temporal los desechos orgánicos, cáscaras, semillas, bagazo, corteza, huesos. Es su forma de abonar la tierra que les dio cobijo. Cuando se marchan no tumban nada, la jungla se encargará del resto. Raras veces se cruzan con otras bandas de nukaks, aunque ocasionalmente se reúnen en celebraciones rituales para honrar a sus dioses y formar nuevas familias.

A finales de los años ochenta, cuando estos milenarios transeúntes del Amazonas se encontraron frente a frente con los kawede (los hombres blancos) y su modernidad, empezaron un vertiginoso camino a la extinción. A casi treinta años de ese encuentro, que atrajo canales de televisión, oenegés internacionales, antropólogos, misioneros evangélicos y, obligadamente, al gobierno colombiano, los nukak permanecen refugiados en tres albergues, a menos de una hora del casco urbano del municipio de San José del Guaviare, al sudeste del país. Ahora, permanecen asentados en el mismo sitio, visten con curtidas ropas y hasta llevan en la mano relojes digitales, aunque no sepan cuántos años tienen ni qué día nacieron y la noche signifique en su cosmogonía el arribo del espíritu.

Según la Organización de Naciones Unidas la intervención del Estado ha sido lenta, limitada, asistencialista y sin enfoque diferencial étnico. La ONU ha presionado para que las 36 comunidades indígenas en peligro de extinción en Colombia sean protegidas, vuelvan a sus territorios y se les garantice su permanencia en ellos y el respeto a sus culturas. Las primeras instituciones gubernamentales en abordarlos lo hicieron a principios de los noventa. En 1993, el Estado los reubicó en un resguardo de casi un millón de hectáreas, entre los ríos Guaviare e Inírida, en un intento de circunscribirlos a un espacio donde pudieran continuar haciendo lo que hacen desde la aurora de los tiempos a lo largo y ancho del territorio amazónico.

No existen en su idioma las palabras propiedad privada ni frontera. Los nukak vivían sin saber lo que pasaba más allá de sus dominios, ignorando que afuera había y se multiplicaba una humanidad industrializada. Empezaron a ser invadidos por colonos que venían a explotar el bosque, a convertirlo en madera, a lacerar los troncos de los árboles para que lloraran caucho, a buscar petróleo y minerales. Sus rutas de nómadas fueron interrumpidas por campamentos guerrilleros, donde había otros hombres blancos amarrados con cadenas: no sabían entonces que esos eran algunos de los más de 27 mil secuestrados que ha habido en el país.

Nadie los protegió de la expansión de las Farc, la guerrilla desmovilizada en 2016 en un Acuerdo de Paz histórico, en el que más de once mil hombres dejaron las armas. En esa región, la guerrilla estaba presente con el Bloque Oriental, el cual, durante más de cuarenta años alcanzó presencia en 55 por ciento del territorio nacional. Se adueñaron de esas tierras y las llenaron con minas antipersona; aunque ya para 2015, según Landmine Monitor, Colombia había pasado del segundo a sexto lugar en el ranking de países con más víctimas de minas antipersonal en el mundo.

Nadie los protegió tampoco de la llegada de los paramilitares ni del narcotráfico, que aprovecharon la espesura de la selva para camuflar los cultivos de coca, que según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) en el 2016 posicionaron al departamento en el séptimo lugar a nivel nacional con 6838 hectáreas sembradas. Los ríos se volvieron autopistas de los narcos. Y distintos desconocidos venían a hacerles extrañas preguntas a los nukak, y a hablarles de un tal Jesús, hijo de Dios, aunque para ellos dios es hembra.

La mitad de la población nukak murió en esa década, la mayoría por las enfermedades que trajeron los kawede: gripa, paludismo, leishmaniasis, sarampión, meningitis... También hubo asesinatos selectivos. Otros fueron esclavizados por los colonos u obligados a trabajar en los cultivos sembrando y recogiendo coca. Finalmente, en 2005, fueron expulsados por las Farc. En ese entonces, según un censo del gobierno, había alrededor de mil nukaks. Hoy quedan menos de doscientas familias. Una parte habita en los albergues, otros vagan desplazados en ciudades más grandes y un puñado, dicen, resisten como nómadas en lo profundo del monte.

Tras los sucesivos desplazamientos y ante la presión de organizaciones humanitarias internacionales y locales, la Corte Constitucional ordenó la creación del Plan Salvaguarda para proteger este pueblo nómada y las demás comunidades indígenas, fortalecer su sistema organizativo, garantizarles salud, etnoeducación y alimentación, respetando sus tradiciones. Han pasado siete años desde entonces y el diseño de dicho plan no ha finalizado ni ha sido aprobado el convenio con las instituciones que serán las encargadas de ejecutarlos. Tras la firma del Acuerdo de Paz con las Farc se supone que los nukak podrán regresar a su resguardo, pero para que eso suceda el Estado debe devolverles el territorio desminado, libre de cultivos ilícitos y de actores armados.

Los nukaks que viven en esos albergues de San José del Guaviare aún pintan sus rostros con pigmentos, todavía tejen, sus artesanías son compradas por unos pesos. No tienen agua potable. Cada mes reciben un mercado lleno de enlatados y granos que a ellos no les gustan, y entre los jóvenes muchos han perdido la lengua de sus padres. Solo un 27 por ciento la domina. Hay nukaks que dejarán de ser nukaks, atrapados en el sistema de los hombres blancos.

Muchos abuelos nukaks han muerto y con ellos su tradición oral y los sabios secretos para vivir en armonía con la selva. Pero también hay nukaks que quieren regresar, esos nukaks, cuando el hombre blanco no los mira, se quitan la ropa y desnudos van hasta los bosques más cercanos, armados con cerbatanas, para buscar la comida que les gusta. Regresan cuando cae la tarde, los niños arman alboroto al ver las presas; cansados, los cazadores se acuestan a dormir en las hamacas. Y se arrullan con los cantos tristes de sus mujeres, que añoran el día en el que vuelvan a despertarse en lo profundo de la manigua. UC

Fotografías de Luca Zanetti

Las fotografías y el texto hacen parte del libro Colombia al borde del paraíso.

• Clic para ampliar las fotografías •