Mi primera mujer
Juan Carlos Orrego. Ilustración: Sr OK
A quienes me conocen y saben de mi larga y estable vida conyugal les sorprenderá saber que, mucho antes de que Nancy llegara a mi vida, estuve casado con otra mujer. Se llamaba Ana María. Sin embargo, me apresuro a advertir que estuvimos juntos solo el tiempo exacto que duró la ceremonia, al término de la cual nos separamos por tácito acuerdo, sin consumar nuestro matrimonio. Afortunadamente fue de ese modo, sin duda: ambos teníamos, me parece, cinco o seis años. Éramos vecinos de la calle 29 en el barrio Belén La Palma.
La idea del enlace la tuvo mi hermana mayor, Martha, en connivencia con su tocaya Martha Liliana, hermana de Ana María. Ellas tenían nueve o diez años, esto es, una edad en que los sueños conyugales son de lo más normal. Una antropóloga que conozco sostiene la tesis de que las niñas se enamoran desde los siete años, de lo cual viene a resultar que, cuando alcanzan los nueve, ya están curtidas en el ejercicio de los afectos, y quién sabe si no habrán arribado a la fase de las fantasías perversas. No conozco a ningún teórico del amor masculino, pero de acuerdo con mi propia experiencia —que incluye la juvenil biografía de mi hijo menor—, nosotros abrimos el corazón a los doce años, más o menos. Todo esto significa que, a la edad en que Ana María y yo contrajimos matrimonio, la relación sentimental con el otro género es no solo impensable sino, a todas luces, una idea monstruosa.
Ajenas a los anuarios de investigación en psicología infantil, las Marthas aprovecharon su fuero de hermanas mayores para obligarnos a materializar un delirio matrimonial para el que —vaya a saberse por qué— no escogieron como actores a la frívola Barbie y al pelmazo de Ken, su novio de polietileno. Convencieron a Pipe, un mocetón que vivía junto a mi casa, para que hiciera las veces de sacerdote, y acabaron de persuadir a Ana María —quien, razonablemente, no estaba muy segura de sumarse a la bufonada— cuando le pusieron frente a sus narices un plato con zanahoria picada y adobada con sal y limón. A mí, pusilánime como era por aquel tiempo, no hubo necesidad de sobornarme, y ni siquiera de forzarme: me plegué a los designios de mi hermana sin abrir la boca; apenas recuerdo que, mientras avanzaban los preparativos de la boda —nuestro garaje sin carro fue acondicionado como templo—, me acurruqué junto a mi madre, a quien veía coser en su Singer mientras la angustia me roía el corazón. No sé cuánto tiempo pasó hasta que mi hermana fue por mí y me condujo hasta el garaje, pero sí estoy seguro de que la experiencia fue tan tenebrosa como la de los reos que son sacados de su celda y llevados al cuarto de la silla eléctrica.
Los dedos me pesan mientras digito estas palabras: tanto me cuesta recordar aquel episodio vergonzoso. Ana María, parada junto a la puerta exterior del garaje, estaba ligeramente maquillada y con una franja de tela blanca en la cabeza, en la cual sobresalían sus cachetes saludables y un par de mechones de pelo negro; otros niños de la cuadra estaban adentro, sentados en el suelo, y Pipe, con una sábana sobre las espaldas y una Biblia escolar entre las manos, se había acomodado a un lado de la puerta interior. Mi hermana me llevó hasta la mitad del recinto, y Ana María, azuzada por Martha Liliana, caminó hacia mí mientras los demás niños tarareaban la marcha nupcial de Richard Wagner. Nos pusieron frente a Pipe, quien nos trató de “hijos” y, con aparatosa unción, fue pronunciando las frases y preguntas que creyó de rigor. No recuerdo qué contestamos a sus requerimientos, aunque supongo que, como autómatas, nos dimos el sí. Solo sé que no hubo beso y que, cuando todo terminó, caminamos hasta la salida del garaje para sumirnos en una lluvia de arroz Marfil que se precipitaba desde las manos sucias de los concurrentes. Apenas escampó, Ana María huyó como un conejo y yo regresé al cuarto de costura, lleno de un sentimiento que era, al mismo tiempo, de bochorno y alivio.
El matrimonio tuvo efectos inmediatos y nefastos: mi mujer, a quien apenas vi de cerca un par de veces en los años que siguieron, me cobró una ojeriza furibunda. Pero yo tampoco podía sufrirla: me bastaba verla a la distancia —por ejemplo, saliendo de su casa para ir al colegio— para que algo así como una mixtura de repugnancia y pavor me tensara los músculos. Está bien que por entonces yo era un niño tímido y que, como dije, no tenía ningún interés por las niñas; pero aquella ceremonia aberrante formalizó, para siempre, el extrañamiento entre Ana María y yo, de modo que, cuando ya hubiera sido normal que nos tratáramos con el desenfado de los vecinos contemporáneos, éramos incapaces de sostenernos la mirada y preferíamos hacer como si el otro no existiera. Ella era la única niña de mi edad que había en la cuadra: ambos habíamos nacido en 1974, yo con siete meses de delantera, y muy posiblemente estábamos llamados a ser buenos amigos; ella, de acuerdo con la tendencia social, conseguiría alguna vez un novio mayor que yo en uno o dos años, mientras que a mí me correspondería —supongo— ser algo así como un compinche natural, quién sabe si un confidente fiable de sus cuitas sentimentales. Pero nuestro matrimonio precoz había arruinado todo eso. Las Marthas jamás calcularon las consecuencias de su perverso juego de muñecas.
Dos o tres años después del matrimonio coincidimos en la sala de la casa de Francisco, uno de los pocos vecinos que tenía Betamax y, sobre todo, licencia para ver las películas que le vinieran en gana. Me parece que fuimos allí a ver la primera versión de Tiburón, aunque no descarto que se hubiera tratado de Aeropuerto 80; con Martha y Mono —mi otro hermano— nos acomodamos en un amplio sofá, al que también fueron a dar Martha Liliana y Ana María, mientras que el anfitrión se sentó en el suelo. El diablo, que siempre sabe lo que hace, quiso que Ana María quedara sentada junto a mí. Pues bien, en algún momento en que estábamos embebidos con el filme —o por lo menos yo lo estaba—, mi mujer se volteó hacia donde estaba su hermana y dijo con voz indignada:
—¡Díganle que deje de hacer ese ruido!
Inmediatamente explicó que yo, de modo obsesivo, me había entregado a producir un sonido desapacible con la lengua y los dientes, y que en consecuencia le era imposible concentrarse en la película. Martha me regañó de modo enérgico, y lo hizo las dos veces siguientes en que Ana María volvió a interrumpir el espectáculo cinematográfico para formular la misma queja. Jamás supe qué ruido era ese que yo emitía, pero creo que el tal, si verdaderamente se produjo, debió ser una contorsión incontrolable de mis vísceras; porque estoy seguro de que, una vez Ana María presentó la primera acusación, me concentré en no mover ninguno de los músculos de la cara; hasta diría que no respiré si el mismo hecho de estar, ahora, zurciendo esta historia, no fuera la prueba palmaria de que tuve que hacerlo de alguna manera. No sé cuánto duró aquello, pero fue terrible, y supongo que por tener que poner toda mi atención en vigilarme a mí mismo —y, por supuesto, también a ella— fue que me desentendí de la película al punto de no poder recordar cuál era exactamente; incluso me parece que pudo haber sido Hormigas. Difícilmente podría imaginarse una escena que represente, mejor que aquella, la vida cotidiana de un matrimonio avinagrado.
Volvimos a encontrarnos dos décadas después, poco más o poco menos, esta vez en la casa de Pipe. Su padre, don José, agonizaba, y como él había sido el héroe civilizador del barrio y el ídolo de nuestra infancia —tenía un Willys tan destartalado como legendario—, todos los vecinos nos turnamos para pasar junto a su cama y despedirnos. A la sazón, yo ya me había casado con Nancy y nuestra primera hija, Laura, tenía cuatro o cinco meses. Mi visita al enfermo coincidió con la de Ana María. Escasamente nos saludamos —me parece que yo lo hice y ella no, o puede ser que así lo recuerde nada más que por ánimo revanchista—, y cualquier contacto ontológico o circulación de ideas que se hubiera dado entre nosotros solo pudo tener lugar por intermedio de Lorena, una de las hermanas mayores de Pipe. Pero a diferencia de lo que había pasado en el sofá de Francisco, durante aquella visita no parecimos dos consortes amargados: a lo que nos asemejábamos en la casa del moribundo era a una pareja divorciada. Pero la eclosión de la situación no paró ahí.
No hace mucho fui a visitar a mi madre y, al salir, tomé calle arriba con dirección a la Avenida Ochenta. Cuando casi llegaba a la primera esquina tuve la sensación borrosa de que alguien se aparcaba del otro lado de la calle, a mi izquierda, y abría una portezuela. Apenas vine a tomar total conciencia de ese hecho cuando había avanzado unos diez metros, así que tuve que girar la cabeza hacia atrás para ver a Ana María subiendo por la rampa que conduce a la puerta-reja de su casa. Había pasado junto a ella sin distinguirla o, más exactamente, sin siquiera interesarme por ver de quién se trataba, y estuve seguro de que a ella le había sucedido otro tanto. Así pues, nos habíamos convertido en desconocidos. Se me ocurrió pensar, mientras reanudaba el paso, que, situados de nuevo en el punto cero de la cercanía social, podíamos intentar ser amigos. Pero no había acabado de redondear esa idea en mi cabeza cuando otra, pesada, cayó encima y la sofocó: ya teníamos 44 años. Muy tarde para intentar cualquier acercamiento; sobre todo, para intentar ser el confidente de una mujer que había optado filosóficamente por la soltería.