Lo despertó el dolor de cabeza y, poco a poco, no sin cierto esfuerzo, la conciencia lo puso en antecedentes: aquel era el segundo día de su nueva vida de octogenario y la resaca que lo agobiaba era un estrago natural de la parranda de su cumpleaños que se había prolongado hasta después de la media noche.
Era un miércoles cartagenero que prometía ser canicular, pero mitigado por las brisas frescas del mar: miércoles 7 de marzo de 2007. Gabriel García Márquez se levantó, mientras Mercedes, con soñolienta pereza, cambió de posición en la cama. Caminó hasta el cuarto de baño y, mirándose a la cara con detenimiento en el espejo redondo de cromo pulido, le musitó a su propia imagen, repitiendo de memoria una frase que alguna vez, mucho tiempo atrás, le había dicho a su amigo Alfonso Fuenmayor: “Es un verdadero milagro que aún estemos vivos”.
Luego de tomar una ducha, se sentó en la confortable poltrona de su estudio y, pensativo, empezó a recordar todo cuanto se había dicho y vuelto a decir de él durante la noche anterior y los días que la precedieron, lo que resonaba en su cabeza como un confuso y creciente rumor: “El ciudadano colombiano más destacado de toda la historia del país… el único colombiano inmortal… el compatriota de leyenda… el más grande escritor vivo en lengua castellana… el más grande escritor vivo del planeta… el patriarca de las letras… el mago de las palabras… el premio Nobel de Literatura… el premio Nobel de Literatura… el premio Nobel de Literatura…”.
Sacudió la cabeza. Y se sintió asaltado por dos sentimientos encontrados: por un lado, una especie de plenitud producida por la satisfacción de haber logrado, en un grado rigurosamente insuperable, la meta que se había propuesto cuando era apenas un jovencito de dieciocho años: “Ser un escritor de los grandes”; y, por otro, esa sensación desolada que él mismo había llamado en otra ocasión “la soledad de la fama”.
Bajo la influencia de este último sentimiento, le resultó de pronto absolutamente extraño el hecho de que su cumpleaños —que, hasta sus cuarenta años, había sido siempre, como suele serlo para el común de la gente, un momento íntimo, una fiesta circunscrita al estrecho círculo de su familia y de sus amigos más cercanos— hubiera terminado por ser un acontecimiento universal, histórico, solemne, celebrado con pompas jubilares en todo el mundo y destacado con abrumador despliegue por todos los medios de comunicación nacionales e internacionales.
No pudo evitar entonces la rara sensación de que el individuo así celebrado, aunque se llamara también Gabriel García Márquez, era otro, completamente ajeno a él, quien era tan solo el hombre silencioso y pensativo que ahora estaba sentado en una poltrona de su casa, como un vecino más de una ciudad que para él, en ese momento, no era otra que la ciudad calurosa y llena de zancudos en que, por años, había compartido con sus padres y sus diez hermanos los duros esfuerzos diarios por la supervivencia.
Pero, pasados algunos minutos, y después de ver una fotografía suya colgada en una de las paredes, en que aparecía él, vestido con un liquilique como el que solía ponerse su abuelo Papalelo en las ocasiones especiales, recibiendo la insignia del Premio Nobel de Literatura de manos del rey Carlos Gustavo de Suecia, aterrizó de nuevo en la realidad: el hombre objeto de tantos festejos públicos era, en efecto, él mismo; él, y nadie más que él, era el hombre grande de quien todos hablaban, el colombiano más importante y más famoso de toda la bola del mundo.
Mientras trataba de resignarse a ello, oyó una voz desconocida que le decía: “Estás en la cumbre; el Olimpo, con todo lo elevado que es, termina ahí, bajo tus pies. Ya no te queda un solo palmo por escalar, ya no hay ni siquiera un mínimo más-arriba que tengas el reto de remontar”. Sintió una especie de vértigo, teñido de cierta tristeza, y, llevado por un impulso espontáneo, le preguntó en voz baja a aquella voz silenciosa: “Entonces, ¿ahora qué hago?”.
No obtuvo respuesta, pero la pregunta lo llevó a desear de súbito, con una fuerza apremiante, que todo regresara a los comienzos, que el tiempo retornara a sus fuentes y lo instalara otra vez en el punto de partida, de modo que volviera a ver, alzando los ojos, y a través de una pequeña y polvorienta ventana (y no el lujoso ventanal de cristal que ahora tenía a su lado), la cima lejana, remota, que se perdía en las alturas celestes, mientras él, sentado de nuevo frente a una vieja Underwood, martillaba las teclas redondas con estrépito y desespero, en el silencio de la madrugada, en medio del calor de la muerta sala de redacción de El Heraldo, en el viejo centro de Barranquilla, batallando con su primera novela, enfrentándola con las armas de todos los recursos y trucos literarios que había aprendido hasta entonces, esforzándose por redondear esa escena en que, recién llegado a la casa del coronel en Macondo, el excéntrico médico extranjero es invitado a sentarse a almorzar a una mesa espléndida preparada por Adelaida, la esposa del viejo militar, y el visitante los sorprende entonces diciéndoles que lo agradece, pero no, que él solo come hierba, hierba como la que comen los burros y las vacas.
De esta placentera ensoñación, o fantasía, lo sacó la amable voz de Mercedes, quien apareció diciéndole, con el teléfono portátil en una mano: “Gabito, te llaman del New York Times”, mientras espantaba con elegantes manotazos de la otra cuatro mariposas amarillas que revoloteaban en la estancia y que eran parte de los restos del jolgorio de la noche anterior.
Entonces comprobó que no tenía escapatoria alguna: aquella llamada le acabó por confirmar que, para su infinita pesadumbre, su magnífica gloria de mierda —que le negaba el derecho a volver a disfrutar de ese estado de gracia que consiste en levitar entre las volutas de humo de las ilusiones de triunfo y de grandeza— era definitivamente irreversible.