La papelería El Payaso, en la esquina de Cedeño y Ecuador, era el único local de Prado en el que había una fotocopiadora. Esa zona es hasta hoy un poco más que un sitio de paso céntrico, con muchos carros y poco comercio. En esa ruidosa inmovilidad, la papelería y variedades El Payaso se erigía para hacer posible que los niños del sector tuvieran dónde encontrarse y, en un caso harto urgente, los adultos corrieran el riesgo de ir a sacar una fotocopia.
Aquel día, un sábado a la tarde, yo corrí el riesgo. Las copias que debía sacar eran unas líneas de bajo, ejercicios musicales para tocar estándares de jazz. El libro en el que figuran estas líneas tiene mucho valor para mí, y me daba alguna aprensión tener que exponerlo en ese lugar, pero ya se me hacía tarde para atravesar la ciudad con aquellas líneas de bajo ya prometidas a un amigo. No había tiempo de subir a Manrique, a la 45, a buscar una fotocopiadora, ni mucho menos bajar hasta la estación Prado, a la ya por aquel entonces moribunda Papelería Piloto: figuró ir al Payaso; tal vez yo tuviera suerte y me atendieran de inmediato.
Pero no: como de costumbre, había tres filas de personas delante del enrejado. La dueña del local, a quien llamaré aquí “doña señora”, tenía dos chicas a su servicio, tal vez sus nietas, pero igual los niños tenían que repetir varias veces los sabores de las cremas que querían, al unísono. Los adultos (secretarias, universitarios, la señora gorda con la fórmula) se exasperaban y pedían agilizar el turno. Las chicas no paraban de moverse pero era una agitación desapegada, como si les importara un culo estar ahí o en cualquier otra parte. Doña señora tomaba el papel que un oficinista le pedía fotocopiar mientras preguntaba cuántas cremas había sacado Fulanita del refrigerador, justo antes de abrir ella misma el refrigerador y sacar otras dos cremas, dos apetitosas cremas de mora que sostenía en la misma mano con el papel a fotocopiar. Preguntaba Líneas de bajo casi a los gritos: “¿Estas dos son pa quién?”, y el niño era pequeñito, ella se tenía que agachar a entregarle. Una de las chicas nunca dejaba de sonreír.
Los murmullos siempre eran del tipo “Qué desespero” o “No vuelvo nunca más aquí”, pero esta vez, como suele decirse, los ánimos estaban caldeados. A esa hora Ecuador se atasca de buses y taxis, entonces teníamos bocinas como música de fondo. El color de la tarde era hermoso, eso sí. Doña señora comenzó su número: con una crema en cada mano, una de mora y una de coco, abría los brazos y decía: “Qué pena con ustedes, me tienen que esperar. Si no les gusta, váyanse”. Sí: nos daba la opción de irnos a Manrique o a la estación del metro; ella tal vez no supiera que tenía la única fotocopiadora en siete cuadras a la redonda… Nadie reviró en exceso: era una anciana. Miré el reloj de pared del local y comprobé que había estado aquí durante media hora. Realmente hubiera podido ir a Manrique y volver. No era la primera vez que me ocurría esto, así que dirigí mi rabia contra mí mismo, invocando el sentido común: ¿Cómo era posible que este fuera el único local de Prado con fotocopiadora? El barrio La Mansión estaba a un par de cuadras loma arriba, ahí tendría que haber una. Que no, que no había. Se me haría tarde de todos modos, así que “me llené de paciencia”.
Llegó mi turno. Entregué el libro y me hice a un lado del enrejado, sin quitarle la vista de encima. Doña señora lo abrió de par en par, dejándolo sobre el vidrio de la fotocopiadora para ir a sacar más cremas del refrigerador. Pasaron uno o dos minutos. Al volver, alzó el libro, comprobó algo y lo dejó caer sobre el vidrio. Luego dejó caer la tapa. Ya no éramos tantos y la calle se había despejado un poco. “¿Cuántas copias?”. “Una”. “¿Una?”. “Una”.
Aquí viene el asunto. No tengo idea de cómo eran los rasgos de aquellos niños, pero recuerdo a uno de ellos con uno de esos aviones de icopor que yo mismo había tenido a esa edad y que a estas alturas del siglo se consiguen, idénticos, los domingos en el cerro Nutibara. A partir de esto he querido explicarme el porqué de lo que dije, esa coincidencia con la que alimento el asombro. Y es que el asunto en sí no fue nada, como nada había pasado hasta aquel momento en aquella esquina al norte del Centro de Medellín: doña señora me entregó al fin el libro y la copia (le solicité una copia de dos páginas, pero ella me entregó una página). Lo abrí con desespero, porque ya había notado la anomalía, y vi que la página de las líneas de bajo tenía un doblez y una mancha de helado de arequipe. Doña señora y las chicas estaban en el otro extremo del local; se reían de un niño, o algo así. No dije nada: dejé la moneda de cien pesos en el minimostrador del enrejado y me alejé mientras murmuraba entre dientes, con mucha ira, la primera frase que se me vino a la mente: “Ojalá a esta vieja hijueputa le caiga un avión”.
Eso fue todo. Limpié el libro y nunca más volví a aquel local. Un año y medio después me mudé del sector. Es decir, pasaron dos años entre aquella tarde de sábado en la que murmuré aquella frase del avión (tal vez pensaba nada más que en un avión de icopor) y la mañana de martes del año 2003 en la que una avioneta se estrelló contra el segundo piso de la casa en la que quedaba la papelería El Payaso.
Sí, una coincidencia. En el archivo digital de El Tiempo se lee que una anciana y su hija vivían en aquel segundo piso y que lograron salir con vida, gracias a la labor de los vecinos. Yo nunca supe si aquella anciana era doña señora, pero lo sospecho. La casa sigue hasta hoy en ruinas y en la reja metálica del local cerrado aún se leen algunas letras de El Payaso. Paso por allí algunas veces y siempre que lo hago me vuelve esa extraña mezcla de culpa y asombro, y pido por aquella coincidencia lacerante: desearle la muerte a otro es un sentimiento muy humano, pero así no, así no da feeling.