Número 84, marzo 2017

Última noche en Manizales
Constantino Villegas. Ilustración: Alejandra Congote
 

Ilustración: Alejandra CongoteSus manos eran abombadas, cianóticas como las de un náufrago que ha pasado días absorbiendo el salitre, y cada pliegue de sus palmas despuntaba en callos afilados. Las yemas de los dedos tenían el amarillo del pegante industrial. Cogió la pipa hecha de un rollo fotográfico unido a un tubo de acrílico, toda negra excepto en los bordes del platillo, que eran grises por incontables generaciones de ceniza calcificada. Yo esperaba la transformación monstruosa que muchos me habían advertido, y anhelaba estudiarla. Pero sus ojos seguían tan vivos como siempre, con destellos intermitentes de orgullo. Hinchó las fosas alargadas de esa nariz que heredé –y que tanto he detestado–, puso fuego sobre la mezcla que esperaba en el viejo tubo de fotografía, y aspiró con potencia. No hubo temblor. No hubo agitación. El aire se llenó de un olor a brea recalentada. Después de una exhalación muy lenta siguió tarareando la pieza de música clásica que brotaba, tímida, del radio. Los vapores quedaron suspendidos bajo un bombillo pelado de luz amarillosa, y sentí un zumbido martillando en las sienes.

Miré mis propias manos acolchadas con los dedos un poco gordos, como los de un chimpancé. Temblaban. Apenas un momento antes había tenido el brazo envuelto en llamas: estábamos fundiendo algo de plata en un crisol, él con un soplete de fierro que vomitaba una larga flama azul; yo con uno más pequeño, portátil, de joyería, que como tenía una fuga había
que apretarlo contra una lata de combustible. Por torpe, por miedoso del fuego, no pude sostenerlo con firmeza. Mi padre apagó las llamas que me envolvieron la manga con un trapo sucio que calentaba para ponerme en la espalda cuando el dolor de la hernia era insoportable. Con ese mismo trapo ahuyentaba a Robin, nuestro gato negro, un verdadero diablo que vivía haciendo daños, escapando de noche y apareciendo a la madrugada con pájaros o ratones entre las fauces pintadas de sangre. Ponía la presa de caza sobre el mesón de la cocina, junto a las jarras de ácido clorhídrico y los frascos de soda cáustica. Nos miraba con orgullo. Luego maullaba estas palabras: “Aquí les traje, coman. Yo ya estoy lleno”.

Nosotros no estábamos llenos. Comíamos muy poco, pero llevábamos algunos días cocinando con gas y no en el miserable reverbero de alcohol que dejaba la comida impregnada de ese sabor que evoca una pobreza más triste que humillante. Él consiguió el gas por mí, aunque la fundición de la plata fue un pretexto adecuado. A mi hermano le daba lo mismo, era un espartano indiferente a los vapores del cocinol.
—Te falta comer vitamina M —decía.
—¿Qué es eso?
—Pues vitamina mierda, agüevado.
Eres muy mimado. Y llegaste de Bogotá hablando como gomelo, qué pereza.
—Es que todo queda oliendo y sabiendo a gasolina, y me da mareo.

Reímos con tanta gana por el incendio que lo despertamos, apareció en la cocina todo lagañoso. Una momia malhumorada recién salida del sarcófago. Haciendo las veces de padre que regaña a dos niñitos impertinentes por pasar el tiempo en proyectos imaginarios, nos recordó que tenía que madrugar para ir a la universidad. Que le bajáramos al radio, que esas no eran horas. Que calláramos a ese granputo gato. Nuestro padre se hizo el loco y esquivó el regaño que me cayó todo a mí. Es cierto: ellos estaban más tranquilos antes de que yo llegara. Hacían sesiones de canto e iban con el coro de la sinfónica juvenil a presentarse ante el selectísimo público manizaleño, e incluso les quedaba tiempo para las fechorías, fueron a orinar las paredes del edificio de la alcaldía en señal de protesta cuando la ciudad estuvo dos semanas sin servicio de agua.

Intentamos bajar el volumen. Ahora me esforzaba por calibrar los sentidos para hacer mío todo el panorama, fijar los detalles de ese cuadro que habría de ver varias veces más en circunstancias distintas: él, Jorge, mi padre, su frente cansada cubierta de sombras y sus manos viriles sosteniendo la pequeña pipa que él mismo fabricó con la mística con que hacía todo, soplando el humo negro con los ojos cerrados mientras con la voz acompañaba alguna melodía de Beethoven o de Mahler, o de quien estuviera de turno en la emisora. La puerta de la cocina daba a un patio inferior de ladrillos pálidos cubiertos por una tela de musgo fino ennegrecido por los gases del infiernillo de leña que usaron hasta poco antes de mi llegada. Por esta puerta entraba el viento fresco de una noche transparente, noche de julio que, sin embargo, era lo bastante fría para forzarnos a buscar abrigo: yo le pedía prestado un pantalón de mezclilla y un suéter de lana, mientras él empujaba su esqueleto dentro de un cuello de tortuga verde. Ese hombre estoico que soportó toda clase de insultos de su familia —vago, cretino, drogadicto—, que conoció tan bien el hambre y la soledad, tiritaba de frío y necesitaba siempre el calor de su cuello de tortuga.

Indiferente, la plata se enfriaba en el crisol. Jorge puso la pipa en una repisa alta, detrás de unos tubos de ensayo, y aún hoy me pregunto por qué la escondía si nadie nos visitaba, si mi hermano y yo sabíamos todo. Ese pudor me conmovió. Muchos años después yo iría a desahuciarlo del apartamento de mi abuela, y entre las cajas llenas de latas de cerveza y chatarra y las resmas de cartones que tocaban el techo, tendría que ver que había tendido con meticulosidad el colchón, que cuidaba las matas con cariño paterno, que se había afeitado con esmero, que tenía los zapatos bien lustrados y la camisa perfectamente planchada.

Después de la última exhalación, la voz se le engrosaba tanto que yo creía estar escuchando al mismísimo Iván Rebroff. Con las pupilas temblonas me miraba como extrañado de encontrarme ahí, como si yo acabara de aparecer y él hubiera estado solo todo el tiempo.
—Pepino —me dijo— estamos haciendo plata, parcerito. Mirá esa belleza.
—Creo que me chamusqué el pelo.
—No te lo había dicho, pero estás muy mechudo. Aunque si así te gusta, qué carajos.
—Blas también está peludo. Y barbado. Ayer me contó que en la universidad le dicen Jesús y dizque le piden la bendición.
—A él también le he dicho que se baje esas greñas. Bueno, cada quién hace de su culo un balero. Lo importante es que tenemos la plata de un pelito, y luego sigue la cerveza. ¿Leíste las copias?

Abrí la boca despacio, buscando la manera de explicarle que esa lectura era obsoleta. No me dio tiempo. Afirmó las manos en el cinturón y aflojó la hebilla y corrió al baño, bajándose los pantalones mientras andaba. Aproveché para ir al que llamábamos cuarto útil, un desván sin luz repleto de libros, revistas, periódicos, juguetes de la niñez, muebles destartalados y ropa raída. Ahí estaban las casi cien páginas copiadas de la enciclopedia Espasa Calpe de 1911: un artículo sobre la cerveza que abría con las bebidas a base de mijo que fabricaban los antiguos egipcios y remataba con diagramas minuciosos de tuberías de bronce que debían usarse para su refrigeración. Al lado, sobre una caja de juguetes, había un pequeño bulto amarillo que irradiaba un calor reconfortante. Ronroneó con amor cuando lo toqué por accidente y estiró las patas traseras dando un bostezo que pareció desencajarle la mandíbula. Era el otro gato, uno sin nombre al que llamaban porquería amarilla o gato marrano, pues era muy gordo y perezoso, y le tenía miedo hasta a su propia cola, que confundía con una culebra. Mi hermano lo detestaba por orinarse en su ropa y en los muebles y porque, a diferencia de Robin, nunca cazaba, siempre había que darle comida. Y siempre estaba hambreado. Como yo.

La porquería amarilla caminó como un fantasmita hasta la cocina y empezó a maullar de hambre. Tomé del mesón el pájaro ensangrentado y vi que le faltaba un ojo, tenía en la cuenca una costra roja como un fruto confitado, y toda su cabeza estaba pegajosa. Sentí un filo desde las tripas hasta la garganta. ¿Cuánta proteína podría sacarse de ese rígido saco de huesillos? ¿Y qué sabor tendría? Llevaba semanas sin comer carne. Puse el pájaro en el plato que compartían los gatos, con el ojo reventado hacia abajo. “Come pues, gato marrano”. Me miró con dulzura y soltó un maullido vibrante, un ronroneo en voz alta explicando que ya nos conocíamos lo suficiente como para que yo supiera que no iba a acercarse a un pájaro muerto. “¡Dame concentrado!”. ¿Pero de dónde iba a sacar cuido a esa hora? ¿Y con qué plata? Saqué de la alacena una laminita de tortilla que estaba guardando para el desayuno, mordí la mitad y le di la otra parte al gato, que hacía un sonido divertido al comer, pues ni comiendo dejaba de ronronear en una mezcla de chasquidos gangosos con un motorcito eléctrico como bajo profundo. Dejé que su lengua carrasposa lamiera mis dedos de mico un momento. En eso volvió Jorge.
—¿Qué se le perdió, llavecita? ¿Quiere trapo o qué?

Al verlo, el gato marrano empezó a lanzar maullidos de emoción. Esto atrajo a Robin, que saltó hasta su plato y sacó el pájaro para ponerlo una vez más sobre el mesón, maullando con fanfarria.
—¡Vean a este! ¿Usted también quiere trapo? Aquí no hay nada para gatos. Chito pues, ¡silencio! ¡Largo de aquí!
Del cuarto salió un bramido:
—Eeeh, vida hijueputa. ¡Dejen de alborotar a esos granmalparidos gatos!
Me encontré con una mirada penosa y un murmullo:
—Jueputa, despertamos a Blas Emilio
—y exhortó a los gatos—, vengan a ver, carechimbas. Desató un nudo de cabuya que protegía un cajón de la alacena y abrió la puerta.
—¿Por qué amarras esa puerta? — pregunté.
—Estos manes saben abrir los cajones y riegan el concentrado.
—¿Es que hay concentrado? Eh, yo dándole mi tortilla al marrano amarillo.
—¡Ja! Vos sí sos mera güimba.
Al oír el chirrido de los goznes, Robin y su amigo amarillo redoblaron los maullidos. Jorge los amenazó con el trapo sucio:
—No señores, no me van a dar un concierto a estas horas. ¿Concierto para delinquir? No me miren así. Cómanse su puta mierda, y a dormir.

Esparció unos cuantos granos de cuido por todo el piso de la cocina. Es verdad que eran muy pocos, pero el todo era mantenerlos entretenidos un rato. Repitió varias veces “cómanse su puta mierda”, mientras sonreía al verlos cascar con sus colmillos las pepas con forma de hueso. Pronto sacó una mantecada de una bolsa de papel, la partió en dos y me alargó el trozo más grande. A través de una sonrisa de pocos dientes murmuró “no le digamos a Blas”.

Al fin un poco de calma. Engullí la torta de un solo bocado y retomé las fotocopias. Empecé a hablarle de lo que leía, mientras él asentía o complementaba la información con algún dato curioso que tomaba de la enciclopedia de su cabeza. De una gaveta muy alta sacó un frasquito de alcohol desinfectante y sirvió una cuarta parte en un vaso whiskero. Llenó el resto con Frutiño de maracuyá diluido en agua. Mezcló la bebida con cuidado y paciencia. Seguía sonriendo.
—¿Qué estaba sonando ahorita? — le pregunté al verlo animado.
La trucha, de Schubert.
—No no no, antes. Ya conozco La trucha. Lo de ahorita con un final muy potente.
Pini di Roma, de Ottorino Respighi
—respondió con parsimonia exagerando la doble t en Ottorino. Abrió el horno y sacó un Pielroja. Calentaba los cigarrillos dizque para suavizarlos. Se dio fuego y antes de soltar el humo, continuó:
—Un compositor menor, si me lo preguntas. Muy monótono para mi gusto. De esos que mi tío Carlos detesta, así como detesta con el alma a Stravinski.
—Carlos Gómez es un viejo cascarrabias, ¿no?
—Sí y no —respondió soltando el humo—. Nadie sabe tanto de música clásica como él. Tiene una colección de vinilos una chimba.

Tomó un sorbo del refresco etílico y siguió fumando, encadenando volutas azules, imaginando o envidiando la gigantesca colección de discos de Carlos Gómez.

—Papi, el otro día vi el Pájaro de fuego con Blas. Lo dirigía ese que es muy joven y mechudo, ¿cómo es que se llama?... ¿Dudamel? Lo vimos en Film&Arts. Nos gustó mucho.
—A mí sí me gusta Stravinski, y Dudamel es un putas. Lo que pasa es que con los años uno se vuelve quisquilloso, uno va cogiendo mañas. Ahora, vaya usted a saber si uno no se amarga criando a dos hijos especiales como el Gordo y Ramiro. Son unas almas de Dios, pero también son, pues, retrasaditos.

Dijo retrasaditos en un suspiro casi inaudible, mirando a ambos lados y poniendo una mano junto a la boca como si Carlos Gómez estuviera cerca.
—Y la Beba es como agüevada, ¿no?
—¡Uf!... Llave, la propia güeva. Pero no hablemos así de ellos, que han sido muy queridos siempre.

Fumaba lejos de la cocina-laboratorio, pero a veces se acercaba a inspeccionar algún recipiente, agitar un líquido, raspar metales de un fundidor, o se concentraba en una reparación cotidiana. Se jactaba de nunca haber contratado a un electricista, plomero, herrero o mecánico, pues todo podía componerse si se entendía en funcionamiento de sus partes. Y si bien arreglaba cada cosa que se dañaba en la casa, también es cierto que desarmó y dañó muchas cosas que aún servían o que incluso estaban nuevas, pues no podía descansar hasta entender cómo funcionaban. Unos pocos aparatos se salvaron de su curiosidad y terminaron en la prendería. De resto, cosa que nos regalaban, cosa que desarmaba. Su escritorio de trabajo estaba lleno de tuercas y tornillos, cintas aislantes, trozos de cable, varillas de soldadura, pomadas, tarjetas de circuitos, y desde hacía poco tenía ahí también frascos repletos de pasto elefante y placas radiográficas recortadas allí donde había más sales de plata que podríamos lixiviar para fundir soplete en mano.

Después de poner unos puntos de soldadura en el walkman de mi hermano, tanteó la repisa alta buscando la pipa. Me dijo que iba a darse “un toquecito”, a lo que respondí que quería ver todo el proceso. Soltó la mirada en el patio unos segundos hasta que al fin asintió con algo de pena, una emoción muy rara en él, pues siempre condujo su vida con cierto desdén aristocrático hacia las opiniones y prejuicios de los demás, inflando la voz cuando pedía algo fiado en las tiendas o “ejecutaba” a sus amigos para que le prestaran plata, que en últimas era regalada. Acerté a balbucear que no me importaba que lo hiciera, que no iba a juzgarlo. Eso pareció darle más pena aún.
—Yo esto lo tengo controlado, hermano. Hay unos pelaos que fuman y se desesperan, les entra la ansiedad, se asustan y se pegan de esa marica pipa toda la noche.

Su voz tomó el color de los años de docencia, cuando enseñaba francés en la Alianza. Hablaba desde la experiencia, pero con el desapasionamiento de quien alecciona sobre el uso del modo subjuntivo.
—Juan David es uno que empieza a temblar y se pone paranoico. Ya le cogí pereza a fumar con esa pinta. Todo hay que hacerlo con método, Pepino. Hasta esta vuelta. No quiero que uno de ustedes lo haga y termine llevado. Pero bueno, pille pues.

Agarró la pipa por el cuenco y raspó los detritos con un mondadientes. Sacó de la billetera una papeleta de polvillo amarillento: la bicha. Esparció con cuidado el polvo dentro del platillo y dejó caer un toque de ceniza del Pielroja por encima. Llevó el pitillo a sus labios.

La chispa de la candela. El fuego. La aspiración calmada.

Los vapores inundaron las membranas de mi nariz con un hedor a ropa guardada, con cierto gusto de caucho quemado y querosene. Otra vez el zumbido en la testa. Conteniendo el humo
en los pulmones, dijo:
—Y eso es todo
—¿Qué se siente?
—Nada. Esto es una maricada — respondió aún sin exhalar.

Estaba a punto de amanecer. Siguió bebiendo su refresco, callado, con los ojos ya vidriosos y la nariz enrojecida. Sacó un pliego del cuarto útil y empezó a leer algunos de sus poemas en voz muy baja, como si estudiara la obra de alguien más. En algunos pasajes subía la voz de repente, con sobrada teatralidad. En otros aceleraba el ritmo y se le enredaba la lengua, hasta que suspiraba con lágrimas en los ojos.
—¿Estás bien?
No me oía.
—Papi, ¿qué pasa?

Rompió en llanto como quien se encuentra solo y puede gimotear sin pudor. Como quien se siente solo. Caminé callado hasta el cuarto y me acosté junto a mi hermano, que instintivamente hizo espacio en la colchoneta. Un gran mapa Kenwood cubría la ventana sin cristal, pero por los bordes lograba colarse el viento húmedo y helado. Pensé que esa podría ser la vida de ahí en adelante. Días de lectura perezosa en el sofá, entre las tres y las seis, aprovechando cada rayo de luz natural. Luego, a las ocho, él vendría a empatar los cables del transformador, abriría el registro del agua y tendríamos algo para comer y conversar. El redondel de plata me animaba, y de algún modo pude reparar el computador para jugar, escribir y diseñar el sello que habrían de llevar los lingotes. También había diseñado el logo de la cervecería: el fondo de una barrica con un trébol de cuatro hojas tallado en la madera. Uniendo todos esos pensamientos en una confusa bruma que iba a mezclarse con el vapor de neblina que se escurría por la ventana, y que por momentos tomaba la forma del pájaro tuerto, me fui quedando dormido. UC

 
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