A Jota Arturo Sánchez Trujillo
Muy poca gente se detiene a pensar cómo es la vida de un loco, de un enfermo mental, de un esquizofrénico, de un desequilibrado. Los ven de lejos, quisieran pensar que no existen, que ya se acabaron y que la locura es un asunto del pasado. Eso quisieran, pero ocurre algo muy distinto: los locos existen y salpican con su vida esa aparente normalidad en la que viven los cuerdos. No se trata de abalanzarnos sobre los cuerdos ni de decirles de una vez por todas el inmenso fastidio que nos causan por su incomprensión y sus ganas de no saber nada de nosotros. Los locos nos metemos debajo de las puertas y asustamos con pesadillas los buenos sueños de los razonables y los ajustados, no porque deseemos hacerlo sino porque nuestra vida toda es una imprecación, un alegato, un perfecto panfleto.
De nosotros los locos fluye una acusación que, aunque no lo queramos, surge de nuestra vida como una naturaleza primigenia. No necesitamos vestirnos con la toga de los magistrados para establecer acusaciones y determinar culpables. De una manera natural nosotros sabemos y acusamos. Nuestro oxígeno, totalmente viciado, no necesita diccionarios ni enciclopedias: odia con tal pureza que pareciera decirnos que su odio es su misma naturaleza. Tampoco las palabras que utilizamos tenemos que buscarlas en recónditos lugares de nuestro cerebro. Nuestras palabras asqueadas ya saben qué decir y cómo decirlo. No necesito decir lo que ya sabe todo el mundo y todo el mundo quiere olvidar, somos extraños, anómalos, raros, absurdos. No nos gusta la pelea, pero como buenas sabandijas abandonadas, respiramos y esa respiración por sí misma es un desacato y un insulto. Las tercas manos de la obediencia, que quieren amansar al loco, fracasan. Allí los veo, a todos ellos, los amansadores, y no me cuesta trabajo reírme a carcajadas. Quieren curarnos y para eso nos muestran el mundo que los sanos y los sensatos han construido. Vengan, vengan, los estamos esperando, cojan las mejores butacas y vivan en el mundo normal que hemos creado para ustedes. ¡Pendejos! Si ya conocemos las torturas, los extravíos de ese mundo que nos proponen. No, gracias, les decimos, y les escupimos la cara. La invitación que nos hacen de ingresar al podrido mundo de ustedes insulta nuestra inteligencia, nuestras buenas maneras.
Yo los invito a que ingresen a nuestro mundo, a que lo recorran en todos sus pasadizos. Verán que no somos tan malos, sobre todo observarán la total limpieza de nuestras costumbres, cómo nuestro pensamiento no necesita escudarse en nada porque siempre va directo al grano.
No queremos engañar a nadie y tampoco queremos engañarnos. Vivimos dentro del odio y sabemos que ustedes quisieran matarnos a fuego limpio porque nos consideran una plaga que debería desaparecer. Ustedes nos odian a pesar de su famoso amor. No saben amar ni saben odiar. Nosotros nos hemos levantado en el odio y desde allí caminamos nuestras vidas sin los oropeles de las enanas apariencias. Los locos somos lo que somos. Los invitamos a entrar, no para que se refugien de miedo en las cuevas de los terrores, sino para que comprueben de una vez por todas que las mentiras que han dicho sobre nosotros no han hecho mella a nuestro amor por la verdad. No nos vamos a engañar, y lo que es más importante, no necesitamos engañarnos. Nuestro odio oscuro y perfecto mana sagrado y alcanza los últimos rincones de sus neuronas. Las lobotomías, los electrochoques, las pepas psiquiátricas, las mentiras de sus terapias no han menguado nuestra memoria y recordamos todo lo que ustedes han hecho en nuestras vidas.
Conocemos sin broma alguna una respiración inesperada que nos convoca al caos. Surge desde muy adentro y nos arrastra a sus dominios sin escuchar nuestros pobres lamentos. Es la locura. No ha sido tocada aún por las manos humanas y despliega su poder indiscutido sobre el ancho firmamento de las neuronas de sus elegidos. No se viste esta señora con las vestimentas engañosas de la modernidad. Es desde mucho más atrás que viene cabalgando en el misterio de su poderío. Allí, en el mostrador del tiempo, ve pasar guerras y asesinatos y, con el gesto de quien ya sabe, corre hacía sí con el desparpajo que solo ella conoce. Está siempre en su lugar porque las preguntas de los sabuesos no han tocado una sola de sus superficies. Remota y tan cercana.
Les concedemos la razón: da miedo la locura porque su miseria es legítima y no necesita a nuevos o viejos dioses para definir su eterno enigma.
De verdad, no surge de ningún lugar y atraviesa las paradojas como si fueran lugares comunes. Es el destierro mismo y la Roma Imperial murió sin haberla conocido, y ahora, de nuevo, es desconocida y pavorosa: ataca desde todos los ángulos. Está aquí, dentro de nosotros los locos, y cuando los invitamos a conocerla, solo corren muertos de miedo como si fuera la más mortal de las enfermedades. Sabemos que ella es cruel. Cuando arranca el corazón de sus fieles no aparta su indefectible silencio. Ella opaca con sus rayos al más ruidoso de los vientos.
Los locos estamos con ella y le oímos su respiración en los dominios de nuestra sangre. Todos los días y a toda hora la locura ataca nuestros bastiones. Nosotros los locos lo sabemos y ustedes, que apenas murmuran burlas y excomuniones, no saben nada.
Yo no quiero herirles, pero solo puedo decir que los veo, a todos los que hablan de los locos sin ser locos, como unos comediantes pueriles a las órdenes de las cofradías de la cordura. No han entrado a la caverna de los gritos guturales y se atreven a lanzar prestidigitaciones y profecías.
Sin embargo, aquellos cerebros generosos que han intentado comprendernos sin el auxilio del látigo y la mazmorra son nuestros más pacientes aliados. A ellos, nuestro eterno agradecimiento, y a los otros, los que han mascullado la condena desde sus sotanas oscuras, nuestra eterna querella. Porque la locura merece que se la respete, nos afanamos en escribir sobre ella las más solemnes y sabias palabras. Es que no hemos atravesado las largas caravanas de la multifacética ignorancia solo para pedir perdón para nuestras dolencias. Venimos a instalarnos en un alto tribunal para hablarles a las pobres gentes que pasan a nuestro lado, ausentes y ofendidas, de la terrible enfermedad, sin los eufemismos y desafueros de los sempiternos sabios de la mentira. Vamos a decirles, y lo diremos con la garganta enardecida: los locos somos seres humanos y ocupamos un lugar que no puede ser desmentido.