Número 76, junio 2016

Algunos curas eligen apostolados insólitos y terminan ejerciendo desde púlpitos variados y subterráneos. Luis Alberto Álvarez fue uno de esos claretianos que persuadía desde revistas, foros, emisoras universitarias y calles. Se cumplen veinte años de su muerte y un compañero de hábitos nos cuenta el peregrinaje.

Villa con San Juan
Guillermo Vásquez S.

Villa con San Juan

Rodábamos por las calles del Centro de Medellín desde la esquina, ya empinada, de Villa con San Juan. Más atrás del solar, atraía rayos y centellas el monumento de El Salvador, y desde la terracita de la sala podíamos ver el edificio del Palacio de Justicia, inconcluso por años; hasta se vislumbraba el hormigueo de El Pedrero, mercado público sucio y desordenado que estrechaba la vía frente a la estación del ferrocarril.

Era la Bella Villa de antes de la Avenida Oriental, Jorge Eliécer Gaitán en la desconocida nomenclatura del honorable Consejo. La Tacita de Plata pocos años antes de “el imperio del mal”.

Dora Ramírez se había parapetado tras los postigos de su casona familiar a pocas cuadras de la catedral: “Que vengan a sacarme con policía”, y así fue, se moría de la risa mostrándonos una Polaroid, sentada en su mecedora favorita se balanceaba entre los muebles y corotos del lanzamiento, apilados al frente de la fachada de la que fuera su casa familiar por varias generaciones. “¡Me sacaron al fin, pero a la fuerza!; ¡no podía hacer menos, acabaron con esta ciudad!”.

Todavía existía el barrio Guayaquil en todo su esplendor: las hileras de cafetines de todas las especies, y de hotelitos y residencias. Los sones caribeños comenzaban a desplazar al tango y las rancheras. Todavía los más atrevidos se rodaban hasta Lovaina, y los más nostálgicos frecuentaban las últimas cantinas que funcionaban por La Toma. Por ese entonces ya pintaba la vida nocturna de la ciudad una patrona respetable; y los muchachos iban hasta el barrio Manila en El Poblado a comprar Tres patadas, un vino dulzarrón que salía muy barato porque jalaba rápido.

Pero estos son apenas posibles decorados para los actos de una ópera prima y única. La de una vida como la de Luis Alberto Álvarez Córdoba, consagrada al cultivo de altos, dignos y placenteros ideales, y que los azares del tiempo le permitieron disfrutar apenas hasta los cincuenta años de edad.

Se enorgullecía de sus ancestros mineros en Titiribí. Alguna vez quiso acompañarnos a un paseo por el suroeste. Bajamos hasta las ruinas de las minas de El Zancudo donde habían vivido sus abuelos y bisabuelos. Por ese lado se enlazaba con León de Greiff, sabía de ese punto “en que se juntan La Comiá con el Cauca…”, y por ese lado le eran familiares los poemas musicales del vate paisa de origen nórdico.

Luis Alberto era un melómano que ejercía el apostolado de su manía: quería que todos escucháramos música. No cualquier música, ya había escalado los cielos de los cielos y había llegado a Bach, Mozart y a géneros polémicos como la ópera.

Pasaba por Bellas Artes —el Palacio del que se burlaba Alberto Aguirre diciendo que no era ni palacio ni de bellas artes—, allí debía presentar un concierto didáctico de Teresita Gómez para un grupo de estudiantes de escuelas primarias. Luego subía a la emisora de la UPB, cuando funcionaba en un local de La Playa, y grababa su programa de ópera que se emitía en horario y día “para la inmensa minoría”, como diría don Álvaro Castaño: domingos, 10 p.m. Y ese mismo día, u otro, llegaba hasta el Banco de la República, sin Gorda de Botero todavía, ni estación del metro, y daba un curso sobre música barroca o sobre el musical americano.

Por la noche tenía que hablar del nuevo cine alemán en el Colombo Americano, en su vieja sede, o en la que renació después de un atentado sin víctimas.
Esa noche Luis estaba proyectando Las lágrimas de Verónika Voss de Fassbinder.

Luis Alberto había nacido en el Hospital San Vicente, “en el pabellón de pensionados” anotaba alguien de su familia, por si acaso. Era hijo de médico y contaba que en su adolescencia había pensado seguir esa ruta. Su padre, muy joven todavía, fue secretario de salud del departamento. Y después ejerció como médico de planta en Coltejer, cuando todavía la fábrica se alzaba por los lados de La Toma, no lejos del barrio Buenos Aires. Hasta pocos años antes de su muerte y del traslado de la fábrica, tuvo el doctor Alberto Álvarez su consultorio en Coltejer.

Otra vez hacíamos el circuito de los cinemas: el teatro Colombia en Maracaibo, el Lido, salvado de convertirse en un San Andresito; el Colombia, arriba por la placita de Florez, a donde fuimos a ver una noche desolada la magnífica Solaris de Tarkovsky; para asistir después a la tertulia que se armaba en nuestra casa de Villa con San Juan o en otra parte: podía ser el combo de Elkin Obregón con Luis Fernando Calderón, Gloria Bermúdez, bibliotecóloga de la U de A, amiga de los dos y, para promediar la edad, el joven Víctor Gaviria, cuando todavía filmaba en Súper 8. ¡Lo que oímos sobre Solaris! Pero Luis y yo estábamos de acuerdo en que era metafísica pura, cine metafísico; o algo por el estilo, para quien sospeche de lo metafísico.

Este periplo de los cinemas de Luis Alberto tiene que pasar por el Libia, destinado por Cine Colombia, a ser su sala de “cine arte”, como decía el administrador en cierta época. El hombre esperaba, con temor y temblor, el veredicto de Luis Alberto en la página dominical de El Colombiano. Y si no la mencionaba, peor, ahí sí que no iba nadie. Ese entorno comenzaba a volverse peligroso, nuestro pequeño Bronx.

 

Por ese entonces, como reza la liturgia católica, nació el cineclub El Subterráneo. Una quijotada cultural de jóvenes por el arte y las letras: Pacholo… y Jorge Barberof vástago de una importante familia judía. El nombre del cineclub era realista: funcionaba en los bajos, en el subterráneo de un edificio de la parroquia de San José del Poblado, a una cuadra del parque. Como eran buenas pagas no les pusieron problemas al principio, pero terminaron cediendo ante la inconformidad de los feligreses que consideraban inmoral y perversa la programación de El Subterráneo. Y les pidieron el local.

Entonces, sin cambiar de nombre, se trasladaron a la sala subterránea de cine de Suramericana, un arriendo financiado. Y Luis Alberto pontificaba allí: establecía los ciclos, definía la programación, veía la película y la comentaba con los asistentes.

El cineclub publicaba su boletín, llamado con originalidad El Subterráneo. Alcanzó a sobrevivir dos o tres años. La ilustración de la portada, acorde con el tema de la edición, la hacían alternativamente Alberto Sierra y Elkin Obregón. El artículo de fondo era casi siempre de Luis Alberto; y se publicaban noticias, reseñas, avisos publicitarios, correspondencia con otros cineclubes. Algún coleccionista caprichoso lo tendrá entre sus tesoros escondidos.

Alberto Sierra era un joven egresado de bellas artes de la universidad paisa. Por él conocimos a la que era su novia y colega Flor María Bouhot. Hicimos de curas casamenteros, nos gozamos los ataques de risa nerviosa de Flor María mientras presidíamos sus bodas y nos hicimos poco a poco más cercanos e íntimos. Flor María nos asomaba a sus mundos, a la paleta de sus colores, a las formas vibrantes de la armonía. Convenció a un Luis Alberto renuente, me hizo su cómplice para arrancarle el consentimiento, le propuso que posara para ella retratarlo. En una de sus primeras exposiciones a las que asistimos, en una sala del edificio de la Cámara de Comercio, nos encontramos campeando el retrato hecho en acrílico sobre lienzo: la pose característica del conversador o del oidor, la mejilla apoyada en la mano doblada, el brazo flexionado, la mirada límpida y amable, los pliegues de la boca. Le puso rojo el cabello, rojos los labios carnosos, lo convirtió en una super star. Y se reía orgullosa de su retrato.

Tuvimos nuestro cineclub casero, doméstico. Allá en Villa con San Juan, en el patio despejado de bifloras, anturios y de jaulas, con un proyector de 16 milímetros que canjeamos por el viejo proyector de Riosucio, Chocó, (pero esa es otra historia), rodeados de muchachos y muchachas, jóvenes universitarios o profesionales, discípulos y amigos de Luis Alberto. En esas noches cálidas de Medellín apenas empezaban las hazañas del “patrón”. Vimos mucho cine: por lo menos “todo” el “nuevo cine alemán” de Internaciones, la empresa de la República Federal de Alemania para la difusión del cine.

El contacto teutónico era el Goethe Institut, de cuya seccional en Medellín Luis Alberto era profesor. Daba un curso de cuatro o seis horas semanales para interesados en conversar en alemán. Nos abría el acceso a la muy buena biblioteca del Goehte, como lo llamábamos campechanamente, y podíamos disfrutar y coleccionar las magníficas revistas culturales de la Alemania Federal, Humboldt, por ejemplo.

Este flanco germánico de Luis Alberto venía de sus estudios en Europa: primero hizo el cuatrienio teológico en Roma, con largas vacaciones veraniegas en Viena para comenzar con el alemán. Trasladado a Alemania recibió allí la ordenación sacerdotal en Spaichingen, una pequeña población en donde los misioneros claretianos teníamos una casa. Asistió a cursos de sociología religiosa, comunicación y trabajo sociales en la universidad de Würzburg, y comenzó su colección de materiales sobre cine, alimento de una devoción que venía de placenteras experiencias familiares, del cine que pudo ver en Medellín durante su adolescencia y de algunos contactos providenciales en Italia, con jesuitas abiertos a las manifestaciones culturales.

Esa pequeña colección llegó a ser una biblioteca personal de cine, con libros en diversas lenguas, una videoteca de cientos de películas cuidadosamente escogidas, una fonoteca maravillosa donde estaba todo Mozart y gran parte de la ópera del mundo, y un archivo personal de recortes de periódicos y revistas sobre cine.

Todo este legado reposa ahora en la Universidad de Antioquia que concedió a Luis Alberto, poco antes de su prematura y lamentada muerte, el título honoris causa en Comunicación Social.

Podría seguir deshilvanando los recuerdos de una larga convivencia, y de una todavía más larga amistad, pero dejo en este punto mi homenaje a quien hace veinte años dejó de iluminarnos con su presencia bondadosa y de enseñarnos tantas cosas hermosas como aprendimos con él.UC

 
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