Rodábamos por las calles del Centro de Medellín desde la esquina, ya empinada, de Villa con San Juan. Más atrás del solar, atraía rayos y centellas el monumento de El Salvador, y desde la terracita de la sala podíamos ver el edificio del Palacio de Justicia, inconcluso por años; hasta se vislumbraba el hormigueo de El Pedrero, mercado público sucio y desordenado que estrechaba la vía frente a la estación del ferrocarril.
Era la Bella Villa de antes de la Avenida Oriental, Jorge Eliécer Gaitán en la desconocida nomenclatura del honorable Consejo. La Tacita de Plata pocos años antes de “el imperio del mal”.
Dora Ramírez se había parapetado tras los postigos de su casona familiar a pocas cuadras de la catedral: “Que vengan a sacarme con policía”, y así fue, se moría de la risa mostrándonos una Polaroid, sentada en su mecedora favorita se balanceaba entre los muebles y corotos del lanzamiento, apilados al frente de la fachada de la que fuera su casa familiar por varias generaciones. “¡Me sacaron al fin, pero a la fuerza!; ¡no podía hacer menos, acabaron con esta ciudad!”.
Todavía existía el barrio Guayaquil en todo su esplendor: las hileras de cafetines de todas las especies, y de hotelitos y residencias. Los sones caribeños comenzaban a desplazar al tango y las rancheras. Todavía los más atrevidos se rodaban hasta Lovaina, y los más nostálgicos frecuentaban las últimas cantinas que funcionaban por La Toma. Por ese entonces ya pintaba la vida nocturna de la ciudad una patrona respetable; y los muchachos iban hasta el barrio Manila en El Poblado a comprar Tres patadas, un vino dulzarrón que salía muy barato porque jalaba rápido.
Pero estos son apenas posibles decorados para los actos de una ópera prima y única. La de una vida como la de Luis Alberto Álvarez Córdoba, consagrada al cultivo de altos, dignos y placenteros ideales, y que los azares del tiempo le permitieron disfrutar apenas hasta los cincuenta años de edad.
Se enorgullecía de sus ancestros mineros en Titiribí. Alguna vez quiso acompañarnos a un paseo por el suroeste. Bajamos hasta las ruinas de las minas de El Zancudo donde habían vivido sus abuelos y bisabuelos. Por ese lado se enlazaba con León de Greiff, sabía de ese punto “en que se juntan La Comiá con el Cauca…”, y por ese lado le eran familiares los poemas musicales del vate paisa de origen nórdico.
Luis Alberto era un melómano que ejercía el apostolado de su manía: quería que todos escucháramos música. No cualquier música, ya había escalado los cielos de los cielos y había llegado a Bach, Mozart y a géneros polémicos como la ópera.
Pasaba por Bellas Artes —el Palacio del que se burlaba Alberto Aguirre diciendo que no era ni palacio ni de bellas artes—, allí debía presentar un concierto didáctico de Teresita Gómez para un grupo de estudiantes de escuelas primarias. Luego subía a la emisora de la UPB, cuando funcionaba en un local de La Playa, y grababa su programa de ópera que se emitía en horario y día “para la inmensa minoría”, como diría don Álvaro Castaño: domingos, 10 p.m. Y ese mismo día, u otro, llegaba hasta el Banco de la República, sin Gorda de Botero todavía, ni estación del metro, y daba un curso sobre música barroca o sobre el musical americano.
Por la noche tenía que hablar del nuevo cine alemán en el Colombo Americano, en su vieja sede, o en la que renació después de un atentado sin víctimas.
Esa noche Luis estaba proyectando Las lágrimas de Verónika Voss de Fassbinder.
Luis Alberto había nacido en el Hospital San Vicente, “en el pabellón de pensionados” anotaba alguien de su familia, por si acaso. Era hijo de médico y contaba que en su adolescencia había pensado seguir esa ruta. Su padre, muy joven todavía, fue secretario de salud del departamento. Y después ejerció como médico de planta en Coltejer, cuando todavía la fábrica se alzaba por los lados de La Toma, no lejos del barrio Buenos Aires. Hasta pocos años antes de su muerte y del traslado de la fábrica, tuvo el doctor Alberto Álvarez su consultorio en Coltejer.
Otra vez hacíamos el circuito de los cinemas: el teatro Colombia en Maracaibo, el Lido, salvado de convertirse en un San Andresito; el Colombia, arriba por la placita de Florez, a donde fuimos a ver una noche desolada la magnífica Solaris de Tarkovsky; para asistir después a la tertulia que se armaba en nuestra casa de Villa con San Juan o en otra parte: podía ser el combo de Elkin Obregón con Luis Fernando Calderón, Gloria Bermúdez, bibliotecóloga de la U de A, amiga de los dos y, para promediar la edad, el joven Víctor Gaviria, cuando todavía filmaba en Súper 8. ¡Lo que oímos sobre Solaris! Pero Luis y yo estábamos de acuerdo en que era metafísica pura, cine metafísico; o algo por el estilo, para quien sospeche de lo metafísico.
Este periplo de los cinemas de Luis Alberto tiene que pasar por el Libia, destinado por Cine Colombia, a ser su sala de “cine arte”, como decía el administrador en cierta época. El hombre esperaba, con temor y temblor, el veredicto de Luis Alberto en la página dominical de El Colombiano. Y si no la mencionaba, peor, ahí sí que no iba nadie. Ese entorno comenzaba a volverse peligroso, nuestro pequeño Bronx.