Hace ochenta años asesinaron al poeta andaluz Federico García Lorca por “rojo y maricón”. Sus asesinos se olvidaron de sus maravillosos versos y abandonaron su cuerpo en una fosa común. Lo mataron a balazos cuando la madrugada se rompía con el bofetón de Doña Alba. Fue el 18 de agosto, eran los primeros días de la Guerra Civil Española. Todo el país olía a matadero, a pólvora y a majadería.
Se le vio, caminando entre fusiles,
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
Antonio Machado, El crimen fue en Granada, 1936.
Su poesía siempre es brava y preñada de colores, es viva como el nacimiento del azahar, y juvenil como la curiosidad de un gato. Es pasional y enfebrecida como navajas buscando el sabor de la sangre, es triste como el lamento de un otoño, honda como una charca sin reflejos, es viajera y caminante como un titiritero. Es musical como un detalle, aromática como la hierba buena y pálida como la muerte.
Recordar a Federico es susurrar sin artificio desde el dolor y con el aliento de una defunción cercana que sopla suavemente una nuca de marfil.
Lorca invita a dar un paseo a su pueblo natal, Fuente Vaqueros, provincia de Granada. Su plaza es enorme y el calor se desploma como un miura herido con los dientes de las banderillas, los colmillos de los sables y los alaridos de la fiebre sobre la arena. Apenas hay vecinos transitando por sus calles. Hace calor y apetece un chorro de vino fresco. Allí está la casa natal de Federico, templo de recuerdos, donde se respira desde la imaginación y desde el silencio al niño Federico.
Y llegar chorreando ganas a Granada sin apenas enamorarse del oxígeno. Ciudad de gitanería, de señoritos y sobrada de oraciones y ramitos de romero para la buena ventura. Donde uno todavía puede desayunar una loncha de pan tostado, rajado con aceite de oliva, cortejado con más vino tinto, para la tinta de las venas. Allí se movía Federico, en la ciudad donde habitaron los caudillos nazaríes, en esa Alhambra de patio con leones y princesas desoladas. La ciudad que le dio vida y que lo dejó morir.
Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
Federico García Lorca, Romance de la luna, luna, 1924.
El mejor estudio literario para descubrir su obra es dejarse llevar por los acordes de sus romances, por el equilibrio arriesgado de sus versos, por el tañido acarrazado de sus tragedias, por el descaro de sus farándulas, por las muecas asombrosas de sus marionetas o por el itinerario delicado a veces, o con muchos retos en otras tandas, de sus composiciones para piano.
Y Salvador Dalí agarra del pescuezo al lector a rastras hasta Cadaqués, al norte que huele casi a frontera con Francia, donde el mar argonáutico se estrella con el monte de pinos negros, olivos con exceso de encantos, y donde Federico se enamora y se convierte en un perro andaluz. El Mediterráneo se transforma en un trago de espuma que choca contra un pueblo blanco, pintado de cal y respirado por pescadores. Lorca danza con el sabor del ron con pepitas de café ardiendo en un puchero, y con la nostalgia del canto afligido de la habanera. Las noches de Cadaqués son tan afiladas que aceleran siempre el trasnocho y los versos.
Niña, deja que levante
tu vestido para verte.
Abre en mis dedos antiguos
la rosa azul de tu vientre.
Federico García Lorca, Preciosa y el aire, 1925.
En la Barcelona lorquiana el lector se pierde en los adentros del barrio gótico, sus callejones renacentistas abren las puertas a las galerías de arte, a las tabernas saturadas de jóvenes talentos de la pintura, la literatura, la escultura o la política, a los tablados de flamenco sin turistas y a las madrugadas de marineros, putas, tarados y truhanes. Son auroras deslenguadas que barren las tripas y los corazones de la Barcelona que fue y que ya hoy dejó de ser.
Muerto se quedó en la calle
con un puñal en el pecho.
No lo conocía nadie.
¡Cómo temblaba el farol!
Madre.
¡Cómo temblaba el farolito de la calle!.
Federico García Lorca, Sorpresa, 1921.
Y en el viaje del alma emerge el amor americano. Federico navegó hasta Nueva York para encontrar reposo y nuevos motivos para avanzar en su obra. Tal vez su largo trayecto al continente americano fue una salida para respirar otros aires artísticos. La asfixia española estrangulaba la delicadeza de un Lorca que ya había destacado entre los miembros de la generación del 27 y que era criticado por ser un joven a contracorriente.
Nueva York le dio al poeta de Fuente Vaqueros más descaro, su frente nunca se marchitaría en una ciudad de rascacielos que rozaba el momento de una profunda crisis económica. Él siempre era un buen compañero de paseos bajo el azabache de la madrugada, de rondas por los domicilios de grandes artistas y de fiestas eternas donde se mezclaba el soneto, el cante jondo y los solos de piano.
Es por el azul sin historia,
azul de una noche sin temor de día,
azul donde el desnudo del viento va quebrando
los camellos sonámbulos de las nubes vacías.
Federico García Lorca, Los negros, 1929.