Número 76, junio 2016

Cada pueblo tiene pesadillas propias.
Las “oficinas” y las “empresas” redactan
sus estatutos con tintas cambiadas.
Una página para explicar algunas
vueltas en Cali y Valle.
 
 

Caliblood
Alberto Sánchez
 

El orden, escribió Nicolás Gómez Dávila hace casi medio siglo, es el más frágil de los hechos sociales. Esta afirmación no solo expresa los retos que encara el diseño de cualquier política de seguridad y convivencia, sino que resume la historia de las formas de violencia que han tenido lugar en Cali, una ciudad donde un acelerado proceso de urbanización ha servido de escenario para cruentos procesos de violencia.

La modernización no siempre sigue los caminos trazados. Las buenas intenciones conviven con un amplio repertorio de prácticas criminales y justificaciones que varían según el grupo que las invoca. Estas prácticas y justificaciones dan forma a las distintas modalidades violentas que afectan a la ciudad e iluminan los distintos puntos de quiebre que permiten entenderla en perspectiva histórica.

Según el último informe del Observatorio Social, en Cali fueron asesinadas 1.371 personas en 2015, cifra que arroja una tasa de 57,8 homicidios por cada 100 mil habitantes. Entre los años de 1990 y 2004, la tasa promedio de homicidios alcanzó los 100 por cada 100 mil habitantes. En el periodo comprendido entre 2005 a 2008 el promedio bajó a 71 para aumentar de manera sostenida a un promedio de 81 entre 2009 y 2013. El año 2014 reportó una reducción sumamente favorable: 56 por cada 100 mil habitantes. Estadísticamente el aumento entre los años de 2014 y 2015 podría parecer poco significativo, pero, por sus características, es determinante para entender la persistencia de las cifras de violencia en la ciudad y los retos en el futuro inmediato.

Una comparación somera con el resto del país muestra que, en términos generales, las modalidades que explican la violencia reciente en Cali son, a falta de un mejor adjetivo, “comunes”: una violencia generada por el choque entre las autoridades y los distintos grupos ilegales que aspiran al control de un territorio específico; una violencia generada por el choque entre distintas organizaciones ilegales que disputan el control de un territorio específico; una violencia generada por el control y las vueltas de los distintos grupos ilegales que afecta a la población que reside en sus territorios. Lo que hace de estas modalidades un fenómeno común es su relación con las transformaciones del narcotráfico desde mediados de los años noventa. El desmonte de las estructuras asociadas con el cartel de Cali dejó como saldo una actividad ilegal que continuó y dio origen a un puñado de órdenes ilícitos que, tras casi dos décadas de reorganización, no acaban de tomar forma. En este sentido, los casos de Cali y Medellín resultan similares (aunque con una diferencia sustantiva sobre la que volveremos). Lo que no es típico de estas modalidades comunes de violencia es su evolución particular en el ámbito municipal, un fenómeno ligado con el impacto del narcotráfico en las estructuras locales de producción de riqueza y ejercicio del poder.

En términos de producción de riqueza, el narcotráfico se convirtió en un factor perverso de movilidad social. Al lado de los muertos y los presos, perdedores de la guerra contra las drogas, muchos jóvenes excluidos mejoraron temporalmente sus condiciones de vida. El uso extendido de la violencia como regulador de los distintos mercados ilegales no solo reduce la expectativa de vida (el aprendizaje criminal es, en este sentido, sumamente costoso), sino que limita las posibilidades de movilidad. En términos de ejercicio del poder, quienes no optaron por una carrera delictiva y contaban con ciertas herramientas de socialización vieron en la política una vía útil para mantener las condiciones de ascenso. La degeneración de la clase política fue el eje de un proceso que trajo consigo terribles consecuencias para la institucionalidad municipal, debilidad que explica las contradicciones que a lo largo de casi veinte años ha tenido la violencia como problema de seguridad, salud pública y planeación urbana.

El primer punto de quiebre antes mencionado tiene relación con el desmonte de la estructura y los liderazgos que caracterizaron los años de auge del cartel de Cali. Los mandos de las organizaciones de la ciudad y de municipios del norte del departamento entran en disputa. Los grupos de sicarios (que incluían miembros activos y no activos de la fuerza pública) se fracturan en oficinas de cobro que, como resultado de las acciones de las autoridades, son incapaces de dedicarse exclusivamente al sicariato, lo que las lleva a buscar el control de barrios específicos en los que pueden incidir en nichos ilegales y cobrar por servicios de seguridad. Es en este punto en el que los casos de los casos de Cali y Medellín se diferencian. El control de nichos ilegales por parte de sicarios y mandos medios dificultó la integración y organización de las pandillas alrededor de las utilidades del tráfico de drogas en Cali y el Valle del Cauca, dado que nunca fungieron como brazo armado de quienes reclamaban las rentas más cuantiosas. Existen, indudablemente, relaciones esporádicas entre narcotraficantes y pandillas, pero estas, solo hasta hoy, comienzan a ser determinantes en disputas claves por el control extendido de los mercados ilegales.

 

 
Imagen de la película Pura sangre de Luis Ospina, 1982.
Imagen de la película Pura sangre de Luis Ospina, 1982.

 
El segundo punto de quiebre está relacionado con el grado de organización y articulación de la criminalidad desde mediados de los años noventa. Las operaciones de lavado de activos, corrupción y cooptación del Estado han tenido lugar en tantos niveles y de la mano de tantos actores (Juan Carlos Martínez Sinisterra es quizás el caso más emblemático de una larga lista), que sus efectos resultan difíciles de aislar incluso como curiosidad teórica. Lo cierto es que su dispersión geográfica, el capital que ostenta y el grado de penetración en la vida cotidiana e institucional (que aumenta el nivel de tolerancia al delito) terminan por formar un Estado paralelo con capacidad de disputar el ejercicio de la coerción, y de satisfacer o negar demandas sociales en zonas cada vez menos periféricas de la ciudad. 

La suma de un orden ilegal con liderazgos fugaces y una criminalidad altamente organizada explica de manera parcial la persistencia en el tiempo de nuestras cifras de violencia: esta dificultad obliga a reforzar mecanismos no violentos de control territorial (pago de sobornos a miembros de la fuerza pública o a funcionarios, negociación con élites directamente relacionadas con la mafia, delimitación de los ámbitos compartidos de extorsión, etc.). El refuerzo de mecanismos alternos ofrece la otra parte de la explicación: es difícil establecer un dominio total de la violencia, el promedio se mantiene dado que un número considerable de pandillas no del todo criminalizadas y con débiles nexos con el crimen organizado, se disputan rentas de menor cuantía apelando a todo tipo de tendencias homicidas.

La estrategia para encarar este tipo de violencia (asociada a la extorsión, los hurtos y el narcomenudeo) ha sido el aumento de la presencia de la fuerza pública y la identificación de las estructuras sicariales que operan en “segmentos de vía” (o microzonas) en los que se repiten los homicidios. La estrategia, si bien reporta golpes contundentes a cabecillas y organizaciones, resulta limitada cuando se observan los procesos articulación entre microtráfico (una actividad que implica un alto grado de coordinación operativa) y extorsión (una actividad criminal con un número reducido de denuncias). No solo son dos actividades ilegales que generan homicidios, sino que hoy determinan el grado de dispersión de los grupos delincuenciales identificados en la ciudad.

La entrega de Los Comba y la captura de la mayoría de sus mandos medios dio lugar al fraccionamiento de Los Rastrojos. Cada captura, casi sin excepción, implica la aparición de un nuevo grupo que aspira a tomar el mando. Estos grupos están compuestos por sicarios que subcontratan pandillas o les cobran impuestos (ya sea por permitirles hacer uso de su armamento o actuar en un territorio específico). Este fraccionamiento, sumado al de los grupos asociados a los mandos medios del Clan Úsuga en la ciudad, amenaza con revertir la tendencia a la baja del promedio de homicidios que se tuvo en los últimos dos años. El reto hoy no es solo mantener el orden, una aspiración ingenua en el escenario descrito, sino deshacer el nudo de pandillas, oficinas de cobro y reductos de los carteles para evitar que estos aparatos criminales refuercen la organización de la violencia privada y desborden la capacidad de las autoridades.UC

 
blog comments powered by Disqus