Fornicarás
Koleia Bungard. Ilustración: Manuel Celis Vivas
Si por su mamá fuera, se lo habrían ocultado toda la vida. Nadie le explicaría nunca la diferencia genital entre niños y niñas. La meterían en un convento incluso antes de darse cuenta de que la vagina sirve para algo distinto a orinar o a despachar una taza de sangre una vez al mes.
¿Vagina, dije vagina? Perdón. Perdón. Entiendo que hay palabras que por respeto al prójimo es mejor no pronunciar.
En cuanto a su papá, parecía darle lo mismo. Que sus cuatro hijos eligieran un hogar o un monasterio lo tenía sin cuidado, con tal de que fueran fieles a su vocación y a la moral aprendida en el seno de una familia ejemplar.
¿Dije seno? Perdón. Perdón. No es que quisiera decir teta ni mucho menos.
Sus hermanos: el orgullo de toda madre. Las dos hermanas mayores terminaron el bachillerato y se enrolaron en el magisterio. Consiguieron puestos decentes en escuelas rurales. Ninguna tenía novio, o por lo menos eso creía la madre. Cuánta dicha.
A los trece años matricularon al único hijo varón en el seminario. Un sacerdote en la familia. Habrase visto felicidad más grande.
Lástima que la vida no pueda ser un dulce de brevas. Oh, no. Solo Dios sabe por qué la cuarta niña tuvo que nacer para mandar al diablo a la familia perfecta.
***
La madre tenía 42 años cuando nació su última hija. La pusieron Evangelina, no por castigo, aunque pareciera. En el nombre habría de llevar el deseo de sus padres de verla convertida en una discípula de Dios.
Lo que es la inocencia.
Todos la llamaban Evita por cariño. Más bien por pereza.
A la madre le fastidiaba recordar ese turbulento parto en el que casi pierde la vida porque la bebé era un monstruo de diez libras atorado en un útero más angosto que un melón. Quizá por eso mismo apenas recuperándose del parto comenzó a sentir lo que antes no había sentido. No era capaz de admitirlo en voz alta, pero odiaba a la recién nacida. Todo habría sido más fácil si hubiera nacido muerta. Todo habría sido maravilloso con solo tres.
Depresión posparto, dirían los entendidos. Hay mujeres que nunca la pueden superar.
El padre, qué culpa, no tenía tiempo para encargarse de Evita. Era el administrador y todero del matadero municipal. O cuidaba a la niña o seguía sacrificando vacas y cerdos para tener con qué pagar el resto de la comida.
Y para poder beber.
Durante las primeras semanas las dos hermanas, mucho mayores que ella, jugaron a ser madres. Se peleaban por darle el tetero o cambiarle el pañal. Pero el encanto decayó con los días. Hasta donde su experiencia llegaba, a las muñecas no había que sacarles los gases o limpiarles la mierda. La realidad era más sucia que la ficción.
Al niño monaguillo el instinto maternal no le había venido en la sangre. Él solo servía para brillar el cáliz y sonar las campanillas.
Contratar a una empleada, sugirió la prima de la madre.
Hay oficios que en la vida nadie hace por caridad.
***
De la niñez no le quedaron recuerdos bonitos. Fue cusumbosola en la casa, en la escuela, en la misa del domingo. De la primera comunión no conservó fotos, porque no las hubo. De la confirmación, menos. Apenas si sabía lo que simbolizaba todo.
Con los años, a fuerza de gritos y amenazas, aprendió a esquivar sabiamente los coscorrones. Si no entendía bien el por qué y para qué de mandamientos, sacramentos, rosarios y oraciones era mejor no preguntar nada. Al menos nadie sospechaba de su ignorancia, porque no parecía haber quién quisiera reparar en ella.
Y eso facilitó las cosas: pudo aprender por cuenta propia, haciendo lo que le diera la gana bajo la mirada permisiva de Dios.
Porque solo Él supo cómo pasó todo. Solo Él supo por qué esa tarde de viernes lluvioso la madre empacó un talonario de boletas en una bolsa y le pidió a Evita que se las llevara a su prima, allá a la salida del pueblo, una cuadra antes del matadero.
Obediente sin alternativa, Evita se escurrió por callejones y potreros para dar con la casa sin tener que cruzar las calles principales. Sin tener que pararse a saludar a los que de todos modos nunca la saludaban.
El hijo de la prima, o sea su primo segundo, le abrió la puerta y la hizo sentar mientras salía su madre. Es el día de bañarse el pelo, dijo. Y en eso se le va como una hora.
Evita evitó decir algo, como siempre, pero el primo, que siempre la había evitado, esta vez no la evitó. Que estaba contento porque ya iba a salir del liceo, dijo. Que en un mes empezaba en el ejército. Que iba a pagar servicio y que por ahí derecho se quedaba. Y Evita se sorprendió a sí misma opinando. Que no le parecía buena idea. Las noticias. Tantos combates. Gente tan mala en esos montes.
La madre del muchacho abrió la puerta del baño con una toalla turbante en la cabeza. Recibió las boletas sin simpatía. Le dijo hasta luego y gracias. Evita entendió que sobraba y salió.
Volvió a escabullirse por potreros y callejones hasta dar con su casa, con su cuarto. Cerró la puerta y se tumbó en la cama. Alguien había reparado en ella. El hijo de la prima. Cómo fue que ella nunca antes había reparado en él.
***
Sus fiestas de cumpleaños eran solo un ponqué y una gaseosa en la mesa. Un ritual aprendido para disimular la falta de buenos deseos, para pretender que aún les importaba. Y que terminara pronto, por favor. La madre no quería recordar el trauma de aquel parto al que gracias a Dios sobrevivió.
Justo cuando partían el ponqué de naranja llegaron la prima de la madre y el hijo de la prima de la madre. Ellos que nunca entraban a saludar.
Pasábamos por aquí…
La madre los hizo sentar en la mesa. Por deducción supieron que era el cumpleaños de la muchacha. Ya que no llevaban regalo, algo tenían que decir.
Felicitaciones. Dijo el muchacho.
¿Cuántos cumple? Dijo la mujer.
Evita dijo catorce y dibujó una sonrisa. El corazón le palpitaba. Disimuló un ligero temblor mientras recogía los vasos. Él quiso ayudarle, aunque no fuera necesario. No por ser su cumpleaños estaba libre de limpiar.
Se fueron solos a la cocina por dos, tres, quince segundos.
Ya todo estaba dicho.
***
Esa misma noche se escapó por primera vez. Su mamá roncaba como un radio mal sintonizado. Su papá borracho era un muerto respirando. Del bolsillo de un pantalón tirado en el piso sacó las llaves del matadero. Abrió la puerta de la casa con cautela. Respiró el vértigo del pecado y se camufló con prisa en el vacío de la neblina, entre el ulular de búhos y lechuzas y el temible silencio de la medianoche.
Tras las cortinas de su ventana, él la vio cumplir la cita. Entonces salió de su casa con la prisa del gato hambriento. Cerró la puerta tras él. Olió la muerte estancada en el matadero. Se acercó a Evita. Le dio un abrazo. Podía ser el primero que Evita recibía en su vida.
Por iniciativa suya hicieron un nido entre manchas de sangre seca y pedazos de cuero de res. Solo querían verse para conversar, en principio. Para saborear un secreto, una travesura. Para tararear canciones de moda, contar anécdotas escolares, chistes, cosas de muchachos y de primos.
Muy poco tiempo después le mezclaron caricias a las palabras. Las manos también querían decir algo, resbalar los dedos por los brazos del otro, quitar el primer botón. Dejar que los cuerpos atraídos hicieran lo que tenían que hacer.
Ahora la felicidad era una mujer bien amada en las noches. Habría que escaparse más a menudo. Mañana. Pasado mañana.
Uno de esos días fantasearon el futuro juntos. Nadie podría oponerse. Ni la muerte iba a separarlos. Tendrían su propia casa. Dos perros. Tres o cuatro hijos. Bueno, solo Dios sabía si hijos. Era muy temprano para pensar en eso.