Número 76, junio 2016

Un amor hecho escombros
Mauricio López Rueda, Fotografías: Juan Fernando Ospina

Bernardo Cañas López ha subido tres veces a la escombrera de Terrígenos después de su jubilación en el año 2000. Subió cuando los asesinos de su hijo le dijeron que allí habían enterrado el cadáver. Subió meses después para buscar respuestas, pero los sicarios al servicio del Negro Elkin y Don Berna lo amenazaron y lo obligaron a bajar. Hace poco volvió a subir, quizás para curar ese remordimiento que lo atormenta por no haber impedido la muerte de su querido Aníbal. Para llegar a la escombrera primero hay que pasar una reja gigante y luego un camino retorcido en medio de laderas onduladas. El murmullo de una quebrada se siente al lado derecho de la cuesta. El viento dobla la punta de los árboles y juega con las aves debajo de un cielo azul brillante.

Cuando Bernardo volvió, el pasado mayo, el día apenas comenzaba y un poderoso sol avanzaba navegando entre mechones de nubes que se iban derritiendo como los susurros; o quizás como las plegarias silenciosas de un penitente.

Catorce años atrás, la noche del domingo 1 de diciembre de 2002, Bernardo subía arrastrando sus piernas desde el barrio 20 de Julio por la estrecha calle que conduce a El Salado. Iba rumbo a su casa, cansando y un poco ebrio por cuenta de unos aguardientes que se había tomado en la casa de un amigo. Eran alrededor de las siete de la noche y el viejo de 63 años se tambaleaba, con su mente todavía atorada en los compases de un tango de Julio Sosa.

Estaba contento y no sentía el frío que comenzaba a ensombrecer aquella noche decembrina. Uno que otro volador interrumpía el silencio del empinado laberinto de casas, callejones y escalinatas. La resaca por “la alborada” había menguado y muchas de las familias de los barrios de la Comuna 13 se encontraban departiendo, mucho más abajo, en los alrededores de la iglesia de San Javier.

En el cruce de La Arenera, a pocos metros de la iglesia de El Salado, y de su hogar, Bernardo vio que un carro se acercaba. Las luces delanteras no le permitieron identificar de inmediato el vehículo, pero a medida que este se aproximaba, el corazón del anciano comenzó a latir con fuerza. Entonces se dio cuenta de que se trataba del Renault 12 de color amarillo de su hijo Aníbal, quien iba al volante llevando como pasajeros a cuatro hombres.

Su hijo iba serio, concentrado en el camino, como si llevara prisa. Bernardo quiso salirle al paso, pero sus piernas se habían paralizado de repente y un nudo en su garganta le impidió pronunciar cualquier palabra. Trató de estirar la mano y llamarlo, pero lo único que pudo hacer fue levantar el dedo índice y balbucear un monosílabo tan ininteligible que más pareció el estertor de un moribundo.

El carro se alejó y Bernardo se quedó allí, conmocionado, viendo cómo se perdía en la distancia. Su instinto paterno le advertía de un peligro, le anunciaba una tragedia. Cuando reaccionó tuvo el impulso de seguir el carro, pero luego pensó que era mejor esperar una llamada de su hijo.

Iban siendo las ocho cuando entró a la casa. Concepción Ossa, su esposa, estaba armando el árbol de Navidad junto a sus hijas Adriana Patricia, Dora María, Ana Lucía, Claudia Marcela y Johana Andrea. Juan David, el otro hijo, estaba viendo televisión. Reinaba un ambiente festivo que Bernardo no quería estropear con sus oscuros presentimientos. Saludó y fue a sentarse en un sillón al lado del comedor. Se quedó pensativo un rato.

—¿Y Aníbal qué, dónde está? —preguntó de repente.
Concepción dejó de poner los adornos en el árbol.
—Mijo, ¿quiere comer?
—Poquito —respondió y luego insistió—. ¿Dónde está Aníbal?
—Mijo, él se fue para San Michel. Dizque tenía que subir a unas personas por allá y que ahorita baja —dijo la esposa.
La respuesta no fue suficiente.
—¿A quiénes tenía que subir a San Michel?
—Ay mijo, no sé, a unos amigos. Espérelo que ya viene —dijo Concepción mientras se metía en la cocina para servirle de comer a su marido.
El viejo se levantó y se fue al balcón. Una de sus hijas, Adriana Patricia, lo siguió y le dio un abrazo.
—Papá, ¿a usted qué le pasa? ¿Está bien? —le dijo.
—Ay hijita, es que creo que a Aníbal se lo llevaron. Lo vi pasar hace un rato con unos tipos. Iban cuatro metidos en el carro. Tengo miedo por él, hija —dijo Bernardo conteniendo las lágrimas.
Adriana se estremeció y miró disimuladamente a la calle, como queriendo que nadie hubiera escuchado aquello.
El resto de la familia se dio cuenta de que algo no estaba bien. Incluso Juan David salió de su cuarto como impulsado por una corazonada.
—¿Nada que llega mi hermano? — soltó llegando al balcón.

Bernardo les contó sus temores. Concepción escuchó atenta y luego, lívida, se persignó. Media hora después todos salieron a la calle para esperar al hijo ausente y preguntar a los vecinos por su paradero. La zozobra se tomó la casa de la familia y trajo el recuerdo de las operaciones militares Mariscal, Antorcha y Orión, llevadas a cabo en los meses de mayo, agosto y septiembre de ese 2002, las dos últimas por orden del presidente Álvaro Uribe Vélez, recién posesionado.

Cientos de militares armados se tomaron los veintidós barrios de la comuna con la misión de desterrar a los reductos guerrilleros de los CAP, las Farc, el ELN y el EPL. En las tres ocasiones impidieron que los habitantes salieran o ingresaran a sus respectivos barrios, y detuvieron civiles indiscriminadamente. Hubo muertos, heridos y detenidos.

La familia Cañas Ossa vivió el terror de aquellos días con la paciencia propia de los campesinos acostumbrados a la violencia. Resguardados en el cuarto de los padres, abrazados o metidos debajo de las camas, aferrados a los escapularios y esperanzados en que la bandera blanca izada en el balcón sirviera de algo. Concepción temía por sus dos hijos varones: Juan David y Aníbal, quienes tenían 22 y 25 años, respectivamente, y eran bien conocidos por los vecinos.

Los guerrilleros fueron desterrados y en su lugar se instalaron los paramilitares del Bloque Metro, afianzados más tarde por la firma del Acuerdo de Santa Fe Ralito (2003). Después de las incursiones militares, la vida en la Comuna 13 continúo en relativa normalidad y la familia Cañas Ossa volvió a sus asuntos diarios. Bernardo llevaba dos años gozando de su jubilación y sus hijos salían a trabajar. Todo parecía reverdecer.

Sin embargo, cerca de la medianoche de ese domingo 1 de diciembre, Aníbal todavía no había regresado a su casa, y tampoco había llamado para contar dónde estaba, cosa que no acostumbraba. Concepción tenía los nervios de punta y Bernardo sentía taquicardia.

La familia pasó la noche en vela y al día siguiente, muy temprano, corrieron hasta la estación de policía para denunciar la desaparición.
—¿No estará de rumba? —insinuó un sargento.
—Él no es así, y cuando sale de rumba dice dónde está —replicó Concepción con seriedad.
—Esperen hasta mañana, a que se cumplan las 48 horas —señaló el sargento dando por terminada la conversación. Se disponían a salir de la estación cuando el sargento los detuvo.
—Oiga señor, ¿y para dónde vio que cogía el carro anoche?
—Creo que por la vía a San Cristóbal —dijo Bernardo con un dejo melancólico.
—Ay vecino, vaya a la iglesia y récele a Dios, porque puede que su hijo esté muerto en una de las escombreras — dijo el sargento y agachó la cabeza.

Enmudecidos, los familiares del desaparecido salieron de la estación. Cuando llegaron a la casa se sentaron en el comedor. Juan David sugirió subir a la escombrera de Terrígenos, “por si las moscas”, pero nadie respondió.

Afuera arreciaba el viento y nubes gordas y grises amenazaban con desatar una tormenta. El árbol de Navidad estaba a medio armar y las piezas del pesebre estaban tiradas en desorden sobre el piso. De repente llamaron a la puerta. Dos golpes secos los sacaron a todos del letargo, y vieron sombras que asomaron a través del acrílico de una de las ventanas. Concepción corrió a abrir, convencida de que se trataba de Aníbal, pero Bernardo la atajó sujetándola del brazo derecho.
—Mija, espere yo abro, espere.
—¿Quién es? —pregunto antes de abrir.
—¡Abra viejo hijueputa, abra que venimos a decirle dónde está su puto hijo!
Bernardo exhortó a su esposa e hijos a esconderse y luego abrió con el rostro pálido y las manos temblorosas.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó vacilante, con la voz entrecortada.
—Eso a usted no le importa. Venimos a decirle que su hijo está enterrado. Lo matamos por ser amigo de esos guerrilleros hijueputas, y es mejor que no investiguen ni pregunten. Olvídense de todo. No molesten a la policía o venimos y los matamos a todos —amenazaron los dos hombres enchaquetados y con gorras.

Ambos iban armados y poco les importaba que los vieran desde las casas vecinas. Tras su ultimátum, se marcharon en una moto de alto cilindraje.

Bernardo cerró la puerta y le puso pasador. Luego se reunió con su familia y, sin decir nada, se echó a llorar. Aníbal no volvería nunca más.

Ese mismo día, 2 de diciembre de 2002, Bernardo y Juan David subieron hasta la escombrera de Terrígenos. La policía los acompañó. Encontraron el Renault 12 abandonado a un lado de la carretera, pero el cuerpo de Aníbal no estaba por ninguna parte.
—Debe estar enterrado en alguna fosa común. Así es muy difícil buscarlo porque esto es muy grande. Puede estar en cualquier parte —les dijo uno de los policías.

Bernardo no respondió, trataba de encontrar una explicación para lo ocurrido. No entendía cómo su hijo podía haber terminado sus días bajo veinte mil metros cúbicos de deshechos, y justo en el sector de Terrígenos, donde Bernardo había trabajado durante 28 años. No, su hijo no podía estar enterrado allí, en su segundo hogar, en ese lugar donde conoció a tantos amigos. Eso no podía ser verdad.

Fotografía: Juan Fernando Ospina

Pato

La mañana del sábado domingo 1, Aníbal Cañas Ossa había salido a trabajar desde muy temprano. Era un día de mercado, de paseos familiares, de ocio, y el joven sabía que lo iban a necesitar para distintas tareas. Parqueó junto a la iglesia de San Javier, al frente de los locales atiborrados de gente. Se compró una gaseosa y un buñuelo, se sentó en una de las mesas cercanas al atrio de la iglesia a esperar el primer cliente. Eran las ocho de la mañana.

—¡Pato! ¡Pato!, venga y me ayuda por favor —le gritaron desde uno de los graneros.
—Venga pues yo la subo, doña Cecilia —dijo Pato con jovialidad mientras se iba acomodando las bolsas de mercado en brazos y manos.
—Mijo, y cuánto me va cobrar, porque mire que tengo que parar donde don Ramiro a comprar una escoba y una trapera —preguntó la vecina mientras abría su monedero.
—No se preocupe. Yo le cobro tres mil por todo —respondió Aníbal con amabilidad.
—Tenga pues, y muchas gracias —dijo la pasajera.

A Aníbal le decían Pato porque parecía tener el don de la omnipresencia. Si alguien lo veía jugando billar en el 20 de Julio a las dos de la tarde, alguien más juraba haberlo visto, a la misma hora, cargando un mercado en la Plaza de La América. Pato también fue el apodo de su padre por muchos años.

Era un joven alegre al que le gustaban los vallenatos y los tangos. Le gustaba salir a bailar y a beber aguardiente con sus amigos, pero siempre volvía temprano a casa.

El carro había sido un regalo de su padre, quien lo compró por siete millones en 2001, con el dinero de la liquidación que le dieron en Terrígenos.

—Mijo, es para usted, para que salga adelante y para que les ayude a sus hermanos —le dijo a Aníbal, quien no paró de llorar por la sorpresa.

Soñaba con hacer una carrera universitaria, pero siempre encontraba una disculpa para no presentarse a los exámenes de admisión. Le gustaba trabajar, comprarse sus propias cosas y ayudar en la casa.

 
Fotografía: Juan Fernando Ospina

El problema de Aníbal era su trabajo. Ir de aquí para allá llevando encargos o personas, se prestaba para el chismorreo. Y en la Comuna 13, a comienzos del siglo XXI, el chismorreo podía causarle la muerte a cualquiera.

Aníbal no se fijaba en quién se subía a su carro. No preguntaba, simplemente llevaba y traía mercados, o transportaba personas a distintos lugares de la ciudad. Todo lo hacía de buena fe, sin prejuicios, y eso le salió muy caro.

En esos años, las balaceras se presentaban a cualquier hora. En las terrazas, tejados, patios y balcones los vecinos barrían los casquillos de las balas como si fueran hojas secas de los árboles.

En ese ambiente, Aníbal salía a trabajar confiado en que su labor no lo vinculaba a ningún bando. Y es que él prefería evitar cualquier conflicto. Pero la guerra no lo ignoró y, tras los sucesos de Orión, quedó en la mira. Los paramilitares lo acusaban de transportar guerrilleros y lo sentenciaron a muerte.

Así se hacían las cosas en ese tiempo. Alguien acusaba desde el anonimato y los esbirros hacían el resto. Las víctimas nunca tenían oportunidad para defenderse, para desmentir el rumor o la acusación.

Cuatro hombres lo abordaron la noche del 2 de diciembre y le pidieron que los llevara hasta San Michel, tres de ellos, al parecer, eran sus amigos. Nadie sabe qué pasó después. Lo único cierto es que no volvió a aparecer.

El pasado de Bernardo

Desde hace unos diez años Concepción y Bernardo viven solos en esa vieja casa de paredes blancas y tejas carmesí que él heredó de sus padres: Honorio y María, quienes llegaron a Medellín procedentes de Marinilla a mediados de los años cincuenta del siglo XX, con siete hijos. Vinieron a la capital escapando de la pesadilla de la violencia partidista entre conservadores y liberales.

Honorio era policía, uno de los tres que había en ese pequeño caserío en el oriente de Antioquia. Pero además de agente de la ley era liberal y analfabeta, condiciones muy desfavorables en una población decididamente conservadora, ajustada a las reglas sacras de Santa Rosa de Osos. Llegaron a San Javier cuando era apenas un amplio matorral con escasos ranchos al pie de una montaña agreste desde la que se desprendían quebradas amenazantes.

Bernardo era uno de los hijos mayores, y en cuanto su padre se marchaba a trabajar como albañil o carpintero, se escabullía del rancho para rebuscarse unos pesos. A pesar de las dificultades, los hijos de Honorio culminaron el bachillerato en un colegio del barrio Cristóbal. Fue allí donde Bernardo conoció a Concepción. Una morena de ojos grandes y pelo crespo.

A finales de 1957 el colegio armó un paseo a Cisneros y Bernardo comprendió que esa sería su única oportunidad para conquistar a Concepción. Él tenía dieciocho años y ella diecisiete. Cuatro años más tarde los jóvenes enamorados se fueron a vivir juntos. No tenían mucho y tampoco gozaban de la total aprobación de sus familiares. Pero a ellos les daba lo mismo. Bernardo consiguió trabajo como vigilante en el barrio La Castellana y con lo que ganaba bastaba para sostener su nuevo hogar. Ninguno de los dos quiso seguir estudiando, aunque de niños ambos soñaban con ser médicos. Se casaron y fueron padres de siete hijos.

En Medellín estaban en auge las ladrilleras y los tejares. En San Javier se fundaron dos, uno de ellos en el sector de la empresa Terrígenos, en donde Bernardo consiguió puesto como plomero. Eso fue en 1973. Tenía 33 años y comenzó ganándose 21 pesos semanales.

Fotografía: Juan Fernando Ospina

La soledad de los padres

Hoy día, Bernardo permanece en su casa, sentado en un viejo sillón de madera forrado en terciopelo. Y él mismo parece un antiguo mueble maltratado por el tiempo y el polvo, aferrándose inútilmente a la realidad de una época que lo ha descartado para siempre.

Es un martes cualquiera de mayo de 2016, y en el equipo de sonido llora una canción de Agustín Magaldi: “Hace frío, verdad mi hijo, ya se está poniendo oscuro. Tápese con este poncho, y por siempre llévelo. Yo iré al campo santo y a la par de su abuelita, con su daga y con mis uñas, una fosa voy abrir. Y a su pobre madrecita… y a su pobre madrecita… le diré que usted se ha ido y que pronto va venir”.

Dios te salve hijo mío se titula el tango, una letanía que Bernardo canta a media voz, mientras espera el ocaso de su largo peregrinaje por ese retazo de mundo hecho de quebradas, montañas y dolencias infinitas. Sueña encontrarse con su hijo en alguna dimensión etérea, si acaso hay más camino después de que el corazón se detenga.

“Y ahora vieja, por las dudas, como el viaje es algo largo, préndale unas cuantas velas, por si acaso nada más. Arrodíllese y le reza, pa que Dios no lo abandone, y suplique por las almas que precisan luz y paz”, termina la canción de Magaldi. A Bernardo se le escapa una lágrima, una sola. Luego se para, se toma un aguardiente y, sin mirar el humilde altar que Concepción le hizo a Aníbal, va y se encierra en su habitación.

Cada día, a las seis de la mañana, el viejo se sacude su letargo y se levanta de la cama. Con lentitud y en silencio llega hasta el comedor, ingiere los alimentos y luego vuelve a su alcoba a descansar otro rato, mientras Concepción se levanta y lava los platos, mascullando alguna queja entre dientes. Luego comienza a preparar el almuerzo. Un gato va y viene a su antojo, y desde hace un año, así como así, una lora se aposentó en el balcón de la casa, y surgió la necesidad de alimentarla.

Solo ellos cuatro viven en la vieja casa de El Salado, pues los hijos se marcharon hace tiempo, huyéndole a los malos recuerdos. Concepción y Bernardo no se van, no se quieren ir. Son las últimas columnas de una casa, de una familia que se niega a derrumbarse por completo.

Fotografía: Juan Fernando Ospina

Regreso a la escombrera

Cuando llegó a la escombrera se encontró con un peladero en medio de la escarpada montaña que conecta a la Comuna 13 con Belén y con el corregimiento de San Cristóbal. Varias personas vestidas con trajes blancos de plástico estaban disgregadas por el terreno recogiendo muestras de aquella tierra muerta rodeada de pasto. Parecía la escena de un alunizaje con astronautas concentrados en rumiar esa especie de nuevo mundo.

Bernardo, visiblemente perturbado por el viaje, caminó el terreno, como descubriéndolo por primera vez, sin darse cuenta de que bajo sus pies, a lo largo y ancho de más de quince hectáreas, miles de toneladas de escombros se entremezclan con huesos de animales y humanos.

Inmóvil sobre esa tierra yerma, el anciano se quedó mirando hacia el occidente, a un par de kilómetros, donde otra escombrera se eleva sobre los últimos techos de teja y zinc de los barrios El Salado, Independencias, Eduardo Santos y Peñitas. Agotado por el peso de sus 77 años, señaló ese otro cementerio de escombros. Masculló algo y luego se acercó lentamente a uno de los antropólogos vestido de blanco, todavía con su dedo índice en dirección a occidente.

—Mire señor, mi hijo no está aquí. Mi hijo debe estar allá. Acá me mandaba la empresa a arreglar tubos o conexiones, o a pegar algún ladrillo. Esta era mi segunda casa y los vigilantes eran mis amigos. Mi hijo no puede estar acá.
—le dijo sin esperar respuesta y emprendió el camino de regreso a su casa, con la consigna de jamás volver a la escombrera que tantas marcas dejó en su vida.UC

Fotografía: Juan Fernando Ospina
 
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