Bernardo Cañas López ha subido tres veces a la escombrera de Terrígenos después de su jubilación en el año 2000. Subió cuando los asesinos de su hijo le dijeron que allí habían enterrado el cadáver. Subió meses después para buscar respuestas, pero los sicarios al servicio del Negro Elkin y Don Berna lo amenazaron y lo obligaron a bajar. Hace poco volvió a subir, quizás para curar ese remordimiento que lo atormenta por no haber impedido la muerte de su querido Aníbal. Para llegar a la escombrera primero hay que pasar una reja gigante y luego un camino retorcido en medio de laderas onduladas. El murmullo de una quebrada se siente al lado derecho de la cuesta. El viento dobla la punta de los árboles y juega con las aves debajo de un cielo azul brillante.
Cuando Bernardo volvió, el pasado mayo, el día apenas comenzaba y un poderoso sol avanzaba navegando entre mechones de nubes que se iban derritiendo como los susurros; o quizás como las plegarias silenciosas de un penitente.
Catorce años atrás, la noche del domingo 1 de diciembre de 2002, Bernardo subía arrastrando sus piernas desde el barrio 20 de Julio por la estrecha calle que conduce a El Salado. Iba rumbo a su casa, cansando y un poco ebrio por cuenta de unos aguardientes que se había tomado en la casa de un amigo. Eran alrededor de las siete de la noche y el viejo de 63 años se tambaleaba, con su mente todavía atorada en los compases de un tango de Julio Sosa.
Estaba contento y no sentía el frío que comenzaba a ensombrecer aquella noche decembrina. Uno que otro volador interrumpía el silencio del empinado laberinto de casas, callejones y escalinatas. La resaca por “la alborada” había menguado y muchas de las familias de los barrios de la Comuna 13 se encontraban departiendo, mucho más abajo, en los alrededores de la iglesia de San Javier.
En el cruce de La Arenera, a pocos metros de la iglesia de El Salado, y de su hogar, Bernardo vio que un carro se acercaba. Las luces delanteras no le permitieron identificar de inmediato el vehículo, pero a medida que este se aproximaba, el corazón del anciano comenzó a latir con fuerza. Entonces se dio cuenta de que se trataba del Renault 12 de color amarillo de su hijo Aníbal, quien iba al volante llevando como pasajeros a cuatro hombres.
Su hijo iba serio, concentrado en el camino, como si llevara prisa. Bernardo quiso salirle al paso, pero sus piernas se habían paralizado de repente y un nudo en su garganta le impidió pronunciar cualquier palabra. Trató de estirar la mano y llamarlo, pero lo único que pudo hacer fue levantar el dedo índice y balbucear un monosílabo tan ininteligible que más pareció el estertor de un moribundo.
El carro se alejó y Bernardo se quedó allí, conmocionado, viendo cómo se perdía en la distancia. Su instinto paterno le advertía de un peligro, le anunciaba una tragedia. Cuando reaccionó tuvo el impulso de seguir el carro, pero luego pensó que era mejor esperar una llamada de su hijo.
Iban siendo las ocho cuando entró a la casa. Concepción Ossa, su esposa, estaba armando el árbol de Navidad junto a sus hijas Adriana Patricia, Dora María, Ana Lucía, Claudia Marcela y Johana Andrea. Juan David, el otro hijo, estaba viendo televisión. Reinaba un ambiente festivo que Bernardo no quería estropear con sus oscuros presentimientos. Saludó y fue a sentarse en un sillón al lado del comedor. Se quedó pensativo un rato.
—¿Y Aníbal qué, dónde está? —preguntó de repente.
Concepción dejó de poner los adornos en el árbol.
—Mijo, ¿quiere comer?
—Poquito —respondió y luego insistió—. ¿Dónde está Aníbal?
—Mijo, él se fue para San Michel. Dizque tenía que subir a unas personas por allá y que ahorita baja —dijo la esposa.
La respuesta no fue suficiente.
—¿A quiénes tenía que subir a San Michel?
—Ay mijo, no sé, a unos amigos. Espérelo que ya viene —dijo Concepción mientras se metía en la cocina para servirle de comer a su marido.
El viejo se levantó y se fue al balcón. Una de sus hijas, Adriana Patricia, lo siguió y le dio un abrazo.
—Papá, ¿a usted qué le pasa? ¿Está bien? —le dijo.
—Ay hijita, es que creo que a Aníbal se lo llevaron. Lo vi pasar hace un rato con unos tipos. Iban cuatro metidos en el carro. Tengo miedo por él, hija —dijo Bernardo conteniendo las lágrimas.
Adriana se estremeció y miró disimuladamente a la calle, como queriendo que nadie hubiera escuchado aquello.
El resto de la familia se dio cuenta de que algo no estaba bien. Incluso Juan David salió de su cuarto como impulsado por una corazonada.
—¿Nada que llega mi hermano? — soltó llegando al balcón.
Bernardo les contó sus temores. Concepción escuchó atenta y luego, lívida, se persignó. Media hora después todos salieron a la calle para esperar al hijo ausente y preguntar a los vecinos por su paradero. La zozobra se tomó la casa de la familia y trajo el recuerdo de las operaciones militares Mariscal, Antorcha y Orión, llevadas a cabo en los meses de mayo, agosto y septiembre de ese 2002, las dos últimas por orden del presidente Álvaro Uribe Vélez, recién posesionado.
Cientos de militares armados se tomaron los veintidós barrios de la comuna con la misión de desterrar a los reductos guerrilleros de los CAP, las Farc, el ELN y el EPL. En las tres ocasiones impidieron que los habitantes salieran o ingresaran a sus respectivos barrios, y detuvieron civiles indiscriminadamente. Hubo muertos, heridos y detenidos.
La familia Cañas Ossa vivió el terror de aquellos días con la paciencia propia de los campesinos acostumbrados a la violencia. Resguardados en el cuarto de los padres, abrazados o metidos debajo de las camas, aferrados a los escapularios y esperanzados en que la bandera blanca izada en el balcón sirviera de algo. Concepción temía por sus dos hijos varones: Juan David y Aníbal, quienes tenían 22 y 25 años, respectivamente, y eran bien conocidos por los vecinos.
Los guerrilleros fueron desterrados y en su lugar se instalaron los paramilitares del Bloque Metro, afianzados más tarde por la firma del Acuerdo de Santa Fe Ralito (2003). Después de las incursiones militares, la vida en la Comuna 13 continúo en relativa normalidad y la familia Cañas Ossa volvió a sus asuntos diarios. Bernardo llevaba dos años gozando de su jubilación y sus hijos salían a trabajar. Todo parecía reverdecer.
Sin embargo, cerca de la medianoche de ese domingo 1 de diciembre, Aníbal todavía no había regresado a su casa, y tampoco había llamado para contar dónde estaba, cosa que no acostumbraba. Concepción tenía los nervios de punta y Bernardo sentía taquicardia.
La familia pasó la noche en vela y al día siguiente, muy temprano, corrieron hasta la estación de policía para denunciar la desaparición.
—¿No estará de rumba? —insinuó un sargento.
—Él no es así, y cuando sale de rumba dice dónde está —replicó Concepción con seriedad.
—Esperen hasta mañana, a que se cumplan las 48 horas —señaló el sargento dando por terminada la conversación. Se disponían a salir de la estación cuando el sargento los detuvo.
—Oiga señor, ¿y para dónde vio que cogía el carro anoche?
—Creo que por la vía a San Cristóbal —dijo Bernardo con un dejo melancólico.
—Ay vecino, vaya a la iglesia y récele a Dios, porque puede que su hijo esté muerto en una de las escombreras — dijo el sargento y agachó la cabeza.
Enmudecidos, los familiares del desaparecido salieron de la estación. Cuando llegaron a la casa se sentaron en el comedor. Juan David sugirió subir a la escombrera de Terrígenos, “por si las moscas”, pero nadie respondió.
Afuera arreciaba el viento y nubes gordas y grises amenazaban con desatar una tormenta. El árbol de Navidad estaba a medio armar y las piezas del pesebre estaban tiradas en desorden sobre el piso. De repente llamaron a la puerta. Dos golpes secos los sacaron a todos del letargo, y vieron sombras que asomaron a través del acrílico de una de las ventanas. Concepción corrió a abrir, convencida de que se trataba de Aníbal, pero Bernardo la atajó sujetándola del brazo derecho.
—Mija, espere yo abro, espere.
—¿Quién es? —pregunto antes de abrir.
—¡Abra viejo hijueputa, abra que venimos a decirle dónde está su puto hijo!
Bernardo exhortó a su esposa e hijos a esconderse y luego abrió con el rostro pálido y las manos temblorosas.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó vacilante, con la voz entrecortada.
—Eso a usted no le importa. Venimos a decirle que su hijo está enterrado. Lo matamos por ser amigo de esos guerrilleros hijueputas, y es mejor que no investiguen ni pregunten. Olvídense de todo. No molesten a la policía o venimos y los matamos a todos —amenazaron los dos hombres enchaquetados y con gorras.
Ambos iban armados y poco les importaba que los vieran desde las casas vecinas. Tras su ultimátum, se marcharon en una moto de alto cilindraje.
Bernardo cerró la puerta y le puso pasador. Luego se reunió con su familia y, sin decir nada, se echó a llorar. Aníbal no volvería nunca más.
Ese mismo día, 2 de diciembre de 2002, Bernardo y Juan David subieron hasta la escombrera de Terrígenos. La policía los acompañó. Encontraron el Renault 12 abandonado a un lado de la carretera, pero el cuerpo de Aníbal no estaba por ninguna parte.
—Debe estar enterrado en alguna fosa común. Así es muy difícil buscarlo porque esto es muy grande. Puede estar en cualquier parte —les dijo uno de los policías.
Bernardo no respondió, trataba de encontrar una explicación para lo ocurrido. No entendía cómo su hijo podía haber terminado sus días bajo veinte mil metros cúbicos de deshechos, y justo en el sector de Terrígenos, donde Bernardo había trabajado durante 28 años. No, su hijo no podía estar enterrado allí, en su segundo hogar, en ese lugar donde conoció a tantos amigos. Eso no podía ser verdad.
Pato
La mañana del sábado domingo 1, Aníbal Cañas Ossa había salido a trabajar desde muy temprano. Era un día de mercado, de paseos familiares, de ocio, y el joven sabía que lo iban a necesitar para distintas tareas. Parqueó junto a la iglesia de San Javier, al frente de los locales atiborrados de gente. Se compró una gaseosa y un buñuelo, se sentó en una de las mesas cercanas al atrio de la iglesia a esperar el primer cliente. Eran las ocho de la mañana.
—¡Pato! ¡Pato!, venga y me ayuda por favor —le gritaron desde uno de los graneros.
—Venga pues yo la subo, doña Cecilia —dijo Pato con jovialidad mientras se iba acomodando las bolsas de mercado en brazos y manos.
—Mijo, y cuánto me va cobrar, porque mire que tengo que parar donde don Ramiro a comprar una escoba y una trapera —preguntó la vecina mientras abría su monedero.
—No se preocupe. Yo le cobro tres mil por todo —respondió Aníbal con amabilidad.
—Tenga pues, y muchas gracias —dijo la pasajera.
A Aníbal le decían Pato porque parecía tener el don de la omnipresencia. Si alguien lo veía jugando billar en el 20 de Julio a las dos de la tarde, alguien más juraba haberlo visto, a la misma hora, cargando un mercado en la Plaza de La América. Pato también fue el apodo de su padre por muchos años.
Era un joven alegre al que le gustaban los vallenatos y los tangos. Le gustaba salir a bailar y a beber aguardiente con sus amigos, pero siempre volvía temprano a casa.
El carro había sido un regalo de su padre, quien lo compró por siete millones en 2001, con el dinero de la liquidación que le dieron en Terrígenos.
—Mijo, es para usted, para que salga adelante y para que les ayude a sus hermanos —le dijo a Aníbal, quien no paró de llorar por la sorpresa.
Soñaba con hacer una carrera universitaria, pero siempre encontraba una disculpa para no presentarse a los exámenes de admisión. Le gustaba trabajar, comprarse sus propias cosas y ayudar en la casa.