Aún no es medianoche y en la casa ya todos están dormidos. El padre, un hijo, la hija y la nieta; el menor no porque esa noche tiene turno en la fábrica. El del medio, Ramón, se levanta para ir al baño y escucha un ruido in crescendo: los pasos de los hombres que huyen por los tejados, el correteo del centenar de agentes de la ley que se derrama por la estrecha calle, franqueada por casitas casi todas iguales con techos a dos aguas y antejardines: calle 23 del Barrio Nuevo: donde termina Medellín, donde comienza Bello.
La bulla los despierta a todos. Reunidos en la sala, escuchan las ráfagas, los gritos de los agentes. Las tejas del patio crujen, y por la puerta abierta para que Yayita, la perrita, pueda salir a cagar, entran uno, dos, tres. Con las luces todavía apagadas, Patricia, la hija, ve primero las escleróticas y después los ve a ellos: negros, grandes, en bermudas o pantaloneta o jeans. Se les va encima, les pregunta qué hacen ahí; Ramón saca un machete. Pero uno les dice que no están armados: “Tranquilo llave que el que nada debe nada teme”, y otro pregunta por dónde pueden salir. Yayita les ladra tanto que tienen que encerrarla en el baño.
Afuera truenan las balas, una muy cerca, en el tejado otro crujido y por la cocina entra arrastrándose el cuarto, los borbotones bien audibles, en el piso una espesura tibia que el padre y los hijos sienten en los pies descalzos al moverse por la casa a oscuras. El hombre repta hasta la primera habitación, afuera un agente grita “ahí cayó uno”, otro golpea: “Abran o tumbamos la puerta”. Los extraños buscan escondite y el herido se lamenta bajo la cama.
Cuando don Aníbal abre, diez cañones lo apuntan y un agente le pregunta por los integrantes de la familia. Los sacan de la casa y los obligan a esperar en la acera de enfrente, los agentes entran y cierran la puerta, se escucha “un voleo’e fierro ahí en un momentico”. Algún vecino novelero oye al herido llamar a un agente por su apellido, pedirle que no lo mate, que no lo deje matar, y él no lo hace pero el que va detrás suyo sí. Hacen lo mismo con el que está en la habitación del medio, vuelven a salir, alguien dice “no eran dos sino cuatro…”, entran otra vez y acribillan a los dos del último cuarto. Cuando salen de la casa exhiben armas y granadas y municiones, pero los vecinos juran que no es cierto porque “¿uno con un fierro en la mano se va a dejar matar así?”.
Cuando llegan a hacer el levantamiento, a las cinco de la mañana, ya la familia ha sido interrogada, ya sabe de los otros muertos: varios en las casas de arriba, en una dos muy jóvenes, uno de ellos el único blanco, un muchacho del barrio de diecinueve años, qué pesar; otro más abajo después de que un vecino le echara dedo.
Se necesita la fuerza de cinco hombres para sacar a rastras al del primer cuarto. Mientras sacan a los otros algunos agentes hacen chistes, y la gente del barrio se agita cuando maltratan los cadáveres antes de meterlos en la camioneta, un brazo suelto en esa casa, otro en aquella. Los insultan “por indolentes y por hijueputas”, por “matones”.
Cuando se llevan los cuerpos, Patricia y Ramón lavan la casa, mientras un vecino le da aguardiente a don Aníbal para que las piernas dejen de temblarle. Como los vecinos de más arriba y los de más abajo, los hijos sacan colchones, almohadas, sábanas, ropa, objetos varios, y se dan cuenta de que se perdieron cosas: un radiecito Sony, un lapicero. Las mangueras arrastran sangre y tejidos que corren calle abajo por la cuneta.
A las ocho llega el primer medio de comunicación. Nadie da cara ni ofrece testimonio, pero Ramón bravea al periodista de un noticiero local por decir que estaban armados. La familia decide irse y no vuelve a la casa en más de una semana. Los medios rondan durante varios días pero en el barrio siempre los despachan: todavía se ven agentes detallando, preguntando. A la semana los llaman a indagatoria y ninguno dice más de lo necesario.
Cuando regresan, don Aníbal se encuentra en el solar la cédula de uno de los muertos y muchas boletas de casas de empeño. Lo quema todo. Viven aburridos en la casa, “quedó como lisiada”, quieren venderla. Hasta que la venden, en 1991. A mi mamá. Mi primera casa propia de mi mamá.
***
Esta historia ya la conté, aquí mismo, en 2009, en tercera persona porque alguien dijo que podía resultar muy anecdótica en primera, qué bobada. La niña soy yo y la mujer es mi mamá. Ella tenía treinta y yo cinco. Era amiga de Patricia y un día ella la llamó y le ofreció la casa de 120 metros en siete millones, pero mamá dijo que cinco y don Aníbal zanjó en cinco y medio. En la pared del último cuarto pinté una princesa rubia y un castillo y un bosquecito. Dormía en el del medio, siempre con la luz prendida, y si me daba chichí en la madrugada tenía que correr hasta donde mami para que me acompañara.