Compartir nuestras visiones puede ser peligroso. Hace unos días supe que el padre del portero había muerto. Recibí la noticia con cierta indiferencia, y después con cierta culpa a causa de mi indiferencia. Suelo pensar en la desaparición del prójimo como un ensayo de la desaparición de mis seres queridos. Y de ahí, casi sin querer, paso a la mía propia. Es lamentable admitirlo, pero tarde o temprano la solidaridad nos desemboca en la autocompasión. En fin, paciencia.
Nunca conocí bien al padre del portero. Me lo cruzaba algunas mañanas al salir a la calle. Se trataba de un hombre madrugador, pulcro. Recuerdo sus arrugas como dibujadas a lápiz, sus ojos de un celeste forastero, el orden de las canas tirantes alrededor de la frente. Siempre me pareció que vestía con seguridad. ¿Y qué demonios es, me pregunto de pronto, vestir con seguridad? No lo sé bien, aunque cada vez que nos cruzábamos tenía la impresión de que su ropa era la más adecuada, de que los colores elegidos tendían a ennoblecerlo. Creo que olía a lana, a lana limpia.
¿Era además simpático el padre del portero? No diría tanto. Más bien era cortés. Cultivaba ese protocolo antiguo, admirablemente mecánico, que hoy solo podríamos reproducir con un enorme esfuerzo de concentración. Me gustaba saludarlo y recibir sus buenos días, su precisa inclinación de cabeza, su melódica despedida. Sabía pronunciar las fórmulas comunes como si se tratasen de una gentil improvisación. Aparte de estos encuentros en ascensores o puertas, no mantuve una sola conversación con él.
Nuestro portero habita con su familia en la última planta del edificio, en un ático que alguna vez formó parte de la azotea. Ahí se apiñan sus calóricos hijos, su movediza esposa y su suegra, quien se diría que hace ya algún tiempo que ha pasado de un siglo. Aunque uno tienda a fijarse en sus vecinos, resulta mucho más trascendente observar a los porteros. Basta con estudiarlos atentamente para poder conjeturar, con bastantes garantías, cómo será la vida de todo el vecindario. El portero de mi edificio, por ejemplo, tiene un carácter risueño. Y mis vecinos, en efecto, se aproximan a la comedia.
No podría decir quién se enteró primero, pero al cabo de unas horas todos estábamos al tanto: la muerte se propaga con más velocidad que cualquier otra noticia. “Ha muerto el padre del portero”, me comunicó la señora del noveno izquierda, mientras dejaba que su perrito pequinés le lamiera los tacones. “Ha muerto el padre del portero”, confirmó susurrante mi vecino de enfrente mientras cerraba la puerta, como si no quisiera hacerse cargo de su revelación. “¿A que no sabe del velatorio de quién vengo?”, me abordó la del séptimo derecha, sosteniendo varias bolsas de una tienda de ropa. A la mañana siguiente pensé en darle mi pésame al portero, pero no di con él en todo el día. Y después, en fin, me fui olvidando.
No había pasado siquiera una semana cuando tuve la visión. Yo estaba en la planta baja. Mi corazón dio un salto de pelota de tenis: sencillamente, él salía del ascensor.