Número 75, mayo 2016

Un bar al lado
Fernando Mora Meléndez. Ilustración: Camila López

 

Cuando el empleado de la agencia me dice que puedo tomar el apartamento por trescientos, me parece un buen precio. Abre la puerta de la calle y me invita a mirarlo. El hombre se queda en la acera con el pretexto de fumarse un cigarrillo. Aunque no hay ventanas, el cuarto principal se ve iluminado. Debe ser porque la luz del día alcanza a filtrarse por una claraboya y se refleja en el color palo de rosa de las paredes. Mientras recorro el pasillo tengo la sensación de haber estado aquí antes. No en otra vida, sino en esta de ahora donde cumplo 44.

Las dos piezas que dan al corredor no tienen puertas, al fondo veo una cerrada. El pasador está sin correr, me asomo. De repente se anuncia, con dudosa claridad, un espacio más amplio. De allí se escapa una vaharada de aire viciado: un olor rancio a pasantes agrios y restos de cerveza. Del techo cuelga una lámpara china, cuya luz ocre pende de un cable con caca de moscas. Contra la pared, la barra enseña un borde mullido, de hule rojo, para empinar el codo sin lesionarlo. A un lado hay sillas arrumadas en las mesas. Detrás de alguna de ellas se incorpora una mujer madura. Apenas me mira sonríe sin decir nada, como si me conociera. Tiene demasiados collares, labios finos y uno de esos lunares que siempre lucen falsos. ¿Qué está haciendo esta dama aquí?, me pregunto, y luego pensaré: ¿qué diablos hago yo aquí? Ni que fuera Sam Spade para sentir que el mejor lugar para anclar es un bar a mediodía, con las puertas cerradas.

—¿A qué horas abren?
—A las seis —dice ella, con indiferencia. Luego me repasa de pe a pa, con un gesto deliberado y provocador.

Soy un bicho raro, no lo niego. A veces tengo la capacidad de espantar a una mujer con la simple presencia. Pero, por la misma razón, otras veces les despierto curiosidad. He pensado en una que me embauque en un sitio público y me guíe hasta uno impúdico donde me ofrende sus galas. Solo que ahora no estoy para pensar en eso.

—¿Sabía que el apartamento de enseguida se comunica con su bar?
—El bar no es mío —dice ella.
—Tenía ganas de alquilar esos cuartos, ¿pero quién va a dormir con un bar al lado?
—¿Te gusta mucho dormir…? —pregunta la fulana con malicia.
—¿A qué horas cierran?
Ahora ella va detrás de la barra para secar con un trapo unas copas cilíndricas, aptas para tequila.
—Depende.
—¿Depende de qué?
—Del movimiento.

Curioseo las paredes donde hay fotos enormes, de baladistas de los años setenta.

—No se preocupe que el ruido no es mucho. Nada de rancheras ni de reguetón. Aquí solo vienen parejas mayores a recordar viejos tiempos.

Señalo un afiche que me es familiar. El cantante tiene patillas largas como las de los próceres de la patria; en la hebilla de la correa brilla una estrella enorme, como la de un sheriff.

—Ese es Sandro de América, ¿no?
—No, señor. Ese es Nino Bravo.
—¿De dónde?
—No sé. Me imagino que debe ser de América también.

El enorme salón tiene otro ambiente, con reservados, que separa un tabique de acrílico. En una de esas mesas, con privacidad, alguien ha dejado una revista pornográfica. Hay colillas en el piso y papeles con cuentas. Al agacharme me doy cuenta de que estas cosas son réplicas de plástico y están pegadas al piso, como bromas de ambientación. Arriba, en el techo, cuelgan otras luces con forma de medusas soñolientas, alrededor de un ventilador que las agita con levedad. Parece que hubieran crecido allí por sí solas, como aguamalas de bar que esperan la resurrección. Aquí es cuando pienso: ¿qué diablos hago aquí? Voy hacia la luz del pasillo por donde entré, pero ella me detiene.

—Aguárdese un tantico —me dice la mujer con acento mexicano o ecuatoriano. No estoy seguro. Es un tono tan ambiguo que se confunde entre súplica, orden o juego.
—Siéntese yo le robo… unos minutitos ¿Quiere tomarse algo?
—No. Gracias.
La mujer ha salido de esa especie de barrera para toreros. Trae una bolsa de celofán.
—Abra la mano.
—No, gracias.
—¡Que abra la mano!

Obedezco con un gesto escolar antes de ver caer un montón de semillas tostadas.

Ella tiene puesta una bata de entrecasa con estampados tropicales, unos paisajes que no logro descifrar del todo. En la cabeza lleva un trapo a manera de tocado que contrasta con su piel cobriza.

Se echa un puñado de las semillas a la boca, me invita a probarlas y dice:
—¿Cuántas horas duerme usted?
—Depende, a veces seis, a veces siete…
—Muy afortunado. Dicen que el sueño es reparador. Los que duermen mucho se conservan jóvenes.
—¿Eso cree usted?
—Míreme a mí. Hace años que no duermo como se debe.
—Pero se le ve muy bien…
—¿En serio? —y sonríe, como si se fugara por un momento de aquí.
—No hay necesidad de hacer cumplidos —le digo—, las cosas son como son.
—Como duermo tan mal, me consuelo pensando que ya dormiré bastante cuando me muera…

Los granos de girasol tienen un sabor graso y picante. La mujer me mira con los ojos saltones de los peces de alberca. Ahora se suelta el trapo de la cabeza y una mata de pelo cae con exuberancia.

—¿Le gustan a usted los collares? Entonces baja la mirada y juega con uno.
—Este fue el regalo de un novio que ya no está.
De pronto lanza una carcajada nerviosa que parece agitar aún más las lámparas de medusa.
—Los muertos también roncan.

Pone dos copas sobre una bandeja, va hacia la estantería y sirve algo, de espaldas, como un sacerdote en su altar. Al volverse me enseña dos tragos de licor amarillo en cantidades idénticas.

—¿Le provoca uno?
El lunar luce más falaz que nunca.
—Primero usted —le pido.
El tequila pasa como lava por la garganta.
—¿Quiere un poquito más?
—No, así está bien.
—Coma semillas de girasol para que no se le caiga… nunca.
—¿Qué cosa?... Ah, ya caigo…

La risa la hace perder precisión, esta vez algunos granos caen al piso. Contemplo ese puñado de semillas que yacen en mi palma, ahora como una promesa de eterna virilidad.

Y a pesar de lo dicho, me vuelve a servir otro trago más largo.

 

Ilustración: Camila López

—Casi nunca he podido beber con la misma persona más que un ratito, a todos los que he querido me los han matado. No me quedan sino las canciones que alcancé a escuchar con ellos.
—¿Sabe usted cuántos meses hay que pagar por adelantado del apartamento?
—Yo no sé de esas cosas.
De pronto me acuerdo que afuera aún debe estar, a la espera, el agente de la inmobiliaria. Voy a devolverme para contarle mi inconformidad, pero no veo la luz de la puerta que conduce a ese pasillo.
—Siéntese que no hay afán. Ya tendrá tiempo de firmar su dichoso contrato.

Obediente como un perro la sigo hasta una mesa de los reservados. Ella planta la botella en el centro. De cerca descubro que sus hombros están salpicados de pecas diminutas.

Tal vez ya me ha dicho que se llama Alma, y se mueve con recelo. La conversación se torna excitante, aunque densa. Rozo la comba de su hombro, solo un instante antes de que ella aparte mi mano con brusquedad.

—A veces, cuando logro dormir, agradezco hasta mis pesadillas, vengan de donde vengan.

Creo que es algo así lo que dice. Intento levantarme porque me acuerdo que debo seguir buscando un apartamento, que no pienso vivir en uno que tenga puerta al bar. Ella me toma del brazo. Me sirve otro trago.

—¿Por dónde fue que entré?
—Qué importa —me dice—, cualquier agujero da lo mismo.
Me levanto de allí como activado por un mecanismo animal, empiezo a moverme con la ansiedad de una musaraña acosada por el encierro.
—¡Calmate ventarrón!, tanto afán para qué…
Entonces se pone de pie, va detrás del hule rojo y prende la música.
—Otra canción inmortal —digo, con sorna.
—No hable bobadas, escuche.
Del fondo del parlante sale una melodía gangosa que tal vez oí en un pueblo del sur.
—Yo la recuerdo —digo—, cuando era mocoso…
—¿Mocoso? Todavía sos un mocoso —me dice—. Un chinche que busca su colchón…
—Ya tengo 44.
—¡Capicúa!
—¿Qué dice?
—Nada —contesta con hosquedad.
—Es muy bonita esa canción —comento.
—¡Bebesaurio!

De repente salta tras el burladero y regresa apuntándome con un revólver. No sé distinguir si es de juguete, pero el arma parece tener el peso de las verdaderas, lo empuña con las dos manos. Su ademán es seguro y brutal.

—Ahora mismo me va a decir quién está cantando…
Ya no ríe como antes. Es un juego serio. Hasta su lunar parece real.
—Si falla, le toca un pepazo —me advierte.

La cabeza me pesa como la de un girasol enfermo. No recibir trago de desconocidos era una consigna municipal. La voz del cantante me conduce por una especie de pasadizo. Todas las aguamalas se sueltan del techo por un momento en una extraña coreografía demasiado lenta.

—Alma, por favor. No tengo idea. Alma, tengo que irme. Tengo que encontrar un cuarto.
—¿No estás contento con este?
—Sí, pero es…
—¿Dónde vivir o dónde dormir?

Alma no baja el cañón. Escucho un ruido tras la barra. Es el tipo de la agencia que se sirve un trago con toda la parsimonia. No sé cómo ni cuándo entró sin que lo viera, el muy canalla.

—¡Ey! —le grito—, ¿usted qué, hermano? Bonito lugar al que me trae…
—¡Quieto! —ordena Alma, y se acerca todavía más con una mueca repugnante, para volver a la carga.
—¿Quién canta?
Miro al empleado para que interceda por mí.
—¿Por qué no le advierten a uno estas cosas? ¿Qué clase de agencia es la suya?

El tipo se echa otro guaro al gollete y me mira como si no me escuchara. Tal vez se haga el desentendido o quizás no me ve. Tiene una pose insolente. Ya no sé si somos invisibles Alma y yo, o solo yo.

—Apenas estés dormidito te la voy a cantar —susurra ella.

La lámpara china parece más amarilla que antes, a punto de quemar el papel. Alma me mira desde el techo con todas las aguamalas que ahora se alinean como en un regimiento. Sacaré alientos de alguna parte para levantarme. Todos sus collares me lanzan guiños, y los paisajes dibujados en su bata parecen cobrar vida ahora sí. De pronto creo saber quién cantaba, pero tal vez es muy tarde.

‘‘Dejaré la tierra por ti, dejaré las playas y me iré, lejos de aquí…’’. Trescientos mil es un buen precio. Hay otras flores que también se comen, no solo los girasoles… Alma está en el centro con sus aguamalas. Y vuelve a sonreír.UC

 
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