Cuando el empleado de la agencia me dice que puedo tomar el apartamento por trescientos, me parece un buen precio. Abre la puerta de la calle y me invita a mirarlo. El hombre se queda en la acera con el pretexto de fumarse un cigarrillo. Aunque no hay ventanas, el cuarto principal se ve iluminado. Debe ser porque la luz del día alcanza a filtrarse por una claraboya y se refleja en el color palo de rosa de las paredes. Mientras recorro el pasillo tengo la sensación de haber estado aquí antes. No en otra vida, sino en esta de ahora donde cumplo 44.
Las dos piezas que dan al corredor no tienen puertas, al fondo veo una cerrada. El pasador está sin correr, me asomo. De repente se anuncia, con dudosa claridad, un espacio más amplio. De allí se escapa una vaharada de aire viciado: un olor rancio a pasantes agrios y restos de cerveza. Del techo cuelga una lámpara china, cuya luz ocre pende de un cable con caca de moscas. Contra la pared, la barra enseña un borde mullido, de hule rojo, para empinar el codo sin lesionarlo. A un lado hay sillas arrumadas en las mesas. Detrás de alguna de ellas se incorpora una mujer madura. Apenas me mira sonríe sin decir nada, como si me conociera. Tiene demasiados collares, labios finos y uno de esos lunares que siempre lucen falsos. ¿Qué está haciendo esta dama aquí?, me pregunto, y luego pensaré: ¿qué diablos hago yo aquí? Ni que fuera Sam Spade para sentir que el mejor lugar para anclar es un bar a mediodía, con las puertas cerradas.
—¿A qué horas abren?
—A las seis —dice ella, con indiferencia. Luego me repasa de pe a pa, con un gesto deliberado y provocador.
Soy un bicho raro, no lo niego. A veces tengo la capacidad de espantar a una mujer con la simple presencia. Pero, por la misma razón, otras veces les despierto curiosidad. He pensado en una que me embauque en un sitio público y me guíe hasta uno impúdico donde me ofrende sus galas. Solo que ahora no estoy para pensar en eso.
—¿Sabía que el apartamento de enseguida se comunica con su bar?
—El bar no es mío —dice ella.
—Tenía ganas de alquilar esos cuartos, ¿pero quién va a dormir con un bar al lado?
—¿Te gusta mucho dormir…? —pregunta la fulana con malicia.
—¿A qué horas cierran?
Ahora ella va detrás de la barra para secar con un trapo unas copas cilíndricas, aptas para tequila.
—Depende.
—¿Depende de qué?
—Del movimiento.
Curioseo las paredes donde hay fotos enormes, de baladistas de los años setenta.
—No se preocupe que el ruido no es mucho. Nada de rancheras ni de reguetón. Aquí solo vienen parejas mayores a recordar viejos tiempos.
Señalo un afiche que me es familiar. El cantante tiene patillas largas como las de los próceres de la patria; en la hebilla de la correa brilla una estrella enorme, como la de un sheriff.
—Ese es Sandro de América, ¿no?
—No, señor. Ese es Nino Bravo.
—¿De dónde?
—No sé. Me imagino que debe ser de América también.
El enorme salón tiene otro ambiente, con reservados, que separa un tabique de acrílico. En una de esas mesas, con privacidad, alguien ha dejado una revista pornográfica. Hay colillas en el piso y papeles con cuentas. Al agacharme me doy cuenta de que estas cosas son réplicas de plástico y están pegadas al piso, como bromas de ambientación. Arriba, en el techo, cuelgan otras luces con forma de medusas soñolientas, alrededor de un ventilador que las agita con levedad. Parece que hubieran crecido allí por sí solas, como aguamalas de bar que esperan la resurrección. Aquí es cuando pienso: ¿qué diablos hago aquí? Voy hacia la luz del pasillo por donde entré, pero ella me detiene.
—Aguárdese un tantico —me dice la mujer con acento mexicano o ecuatoriano. No estoy seguro. Es un tono tan ambiguo que se confunde entre súplica, orden o juego.
—Siéntese yo le robo… unos minutitos ¿Quiere tomarse algo?
—No. Gracias.
La mujer ha salido de esa especie de barrera para toreros. Trae una bolsa de celofán.
—Abra la mano.
—No, gracias.
—¡Que abra la mano!
Obedezco con un gesto escolar antes de ver caer un montón de semillas tostadas.
Ella tiene puesta una bata de entrecasa con estampados tropicales, unos paisajes que no logro descifrar del todo. En la cabeza lleva un trapo a manera de tocado que contrasta con su piel cobriza.
Se echa un puñado de las semillas a la boca, me invita a probarlas y dice:
—¿Cuántas horas duerme usted?
—Depende, a veces seis, a veces siete…
—Muy afortunado. Dicen que el sueño es reparador. Los que duermen mucho se conservan jóvenes.
—¿Eso cree usted?
—Míreme a mí. Hace años que no duermo como se debe.
—Pero se le ve muy bien…
—¿En serio? —y sonríe, como si se fugara por un momento de aquí.
—No hay necesidad de hacer cumplidos —le digo—, las cosas son como son.
—Como duermo tan mal, me consuelo pensando que ya dormiré bastante cuando me muera…
Los granos de girasol tienen un sabor graso y picante. La mujer me mira con los ojos saltones de los peces de alberca. Ahora se suelta el trapo de la cabeza y una mata de pelo cae con exuberancia.
—¿Le gustan a usted los collares? Entonces baja la mirada y juega con uno.
—Este fue el regalo de un novio que ya no está.
De pronto lanza una carcajada nerviosa que parece agitar aún más las lámparas de medusa.
—Los muertos también roncan.
Pone dos copas sobre una bandeja, va hacia la estantería y sirve algo, de espaldas, como un sacerdote en su altar. Al volverse me enseña dos tragos de licor amarillo en cantidades idénticas.
—¿Le provoca uno?
El lunar luce más falaz que nunca.
—Primero usted —le pido.
El tequila pasa como lava por la garganta.
—¿Quiere un poquito más?
—No, así está bien.
—Coma semillas de girasol para que no se le caiga… nunca.
—¿Qué cosa?... Ah, ya caigo…
La risa la hace perder precisión, esta vez algunos granos caen al piso. Contemplo ese puñado de semillas que yacen en mi palma, ahora como una promesa de eterna virilidad.
Y a pesar de lo dicho, me vuelve a servir otro trago más largo.