En el tren, que viaja de Ollantaytambo a Aguas Calientes, una pareja de esposos alemanes conversa animadamente, en un inglés fluido, con una cubana como si ese fuera su idioma nativo.
La cubana es máster, doctora y posdoctora en historia. A sus 40 años es la primera vez que sale de su país. Lleva veinte años sin ver a su única hermana y ya no sabe si podrá volver a la isla donde está su madre enferma. Repite, a todo amigo que hace en el camino su sueño de conocer las cataratas de Iguazú y la aurora boreal. Machu Picchu ya es un deseo realizado.
La pareja de alemanes viene de conocer la aurora boreal en Noruega, en un viaje que, durante seis meses, los ha llevado por una veintena de países en tres continentes. Hace años que no ven a su único hijo, estudiante de medicina en la Brown University. El dinero les sobra pero los separa un océano, un mundo que se acuesta cuando el otro se levanta y unas agendas que nunca coinciden.
En el Gran Bazar de Estambul se venden más picantes que en las mejores cocinas mexicanas y se habla en tantos idiomas como en la principal sede de Naciones Unidas. Un turco de ojos profundos, verde esmeralda, seduce a una rubia a quien saluda en cinco idiomas pensando, con certeza, que procede de algún país de la comunidad europea. La mujer lo mira con simpatía y responde en un inglés cantado: “I'm from Colombia”. El turco intenta venderle una costosa manta, en medio del regateo y el coqueteo, mientras le repite un nombre que ella ya está cansada de escuchar: “¡Colombia! ¡Ah! ¿Pablo Escobar?”. Sin quererlo, el turco ha perdido una clienta potencial.
Miles de europeos viajan a Cuba cada año huyendo del frío del norte, en busca del calor que les proporcionan el tabaco, el ron y el cuerpo de los hombres y mujeres de la isla. Miles de cubanos quieren huir de Cuba y no pueden hacerlo, entonces embrujarán con sus encantos a esos europeos para que vuelvan una y otra vez en busca de su costoso amor.
Países que son demasiado fríos en invierno: parece que durmieran en un sueño eterno; países demasiado cálidos en verano: las ratas en el subway corren con tanta rapidez como el sudor en los cuerpos de los pasajeros; países demasiado secos en otoño: un beso podría herir los labios; la primavera nunca dura. Los países tropicales viven veranos eternos y sus aguaceros generan diluvios universales.
La belleza está muy mal repartida. De tanto admirarla puede uno terminar con tortícolis en una calle de Madrid o de Buenos Aires, pero en un antro de Quito o de Seúl, se es tuerto en reino de ciegos. Colombia huele a leche, Argentina a pan congelado, Madrid a ajo, las calles y los metros de las grandes ciudades a aceite quemado, orín y mierda. La limpieza no es una cualidad de lo humano.
Un chileno, haciendo un gran esfuerzo, compra un par de anillos de compromiso en una lujosa calle de Punta del Este, serán sorpresa para su novio ecuatoriano con quien comparte un estrecho piso en un suburbio de París, una ciudad que defiende ese amor, pero mira con recelo a todo aquel que no habla en un perfecto francés. La moneda con que ha pagado viajará cerca de cien mil kilómetros, pasando de mano en mano, antes de morir en un burdel de la India; la moneda que le han devuelto quedará congelada en el tiempo, en una caja de viejos recuerdos sin la posibilidad de ser usada de nuevo, excepto por la siempre esquiva memoria.
Así suena la sinfonía de la vida en esta aldea contemporánea. Cada causa dará origen a un nuevo movimiento. Alguien más me piensa mientras yo lo pienso a través de estas letras que escribo en las alturas, sin que lleguemos a saber quién nos pensó y qué fue lo pensado. En algún lado, como en el Ajedrez de Borges, otro dios mueve al Dios que nos gobierna.