Número 75, mayo 2016
Otros cines hay en Medellín:
en Manrique, en La Toma, en Aranjuez,
uno en cada barrio, todos mágicos.

Fernando Vallejo
 

Siempre se regresa al barrio
Oscar Iván Montoya. Fotografías: Sergio González
 

Fotografías: Sergio González
Fotografías: Sergio González

Uno de los mayores deleites del Medellín de antaño fueron los cines de barrio. Eran la recreación por excelencia. La más barata. La más excitante. La que llegaba hasta suburbios más lejanos, y que para una mejor identificación, tomaba el nombre del barrio en el que desembarcaba: Buenos Aires, Caribe, Manrique, América, Castilla. Los cines eran los amos y señores de la diversión. Eran lugares excelsos para la amistad y las chanzas. Allí concurrían niños, novios y familias, y a su vez, lo que los abuelos llamaban la “supia”, como lo recuerda Oscar Sutero en una crónica sobre el teatro Aranjuez: “El público de la ‘respetable galería’, era compuesto generalmente por emboladores, chóferes, revuelteros, y por los vagos reconocidos del barrio. Casi todos los días entraban los mismos. Y para colmo lo hacían en galladas”.

A comienzos de los años ochenta, cuando la crisis de la exhibición comenzó a tomar forma, los cines de barrio fueron los primeros damnificados. Uno a uno comenzaron a ser cerrados o demolidos, se murieron de una forma triste y callada, y fueron convertidos en depósitos de materiales, supermercados, apartamentos o panaderías. Y nada llegó para remplazarlos. Durante casi tres décadas los cines estuvieron desterrados de los barrios populares de Medellín, pues los que se construyeron durante este periodo se ubicaron en barrios exclusivos, como los de Unicentro o Las Américas, o los de El Tesoro o Vizcaya, al occidente o al sur de la ciudad.

Esta tendencia se comenzó a romper en enero de 2015, cuando la empresa Royal Films inauguró seis salas de cine en el centro comercial Bosque Plaza, ubicado en un zona sin tradición en la exhibición cinematográfica, pero que se ha convertido en un centro de diversión bastante visitado, ocupando el lugar que en el pasado conquistó el Bosque de la Independencia, primer sitio de recreación popular de la ciudad, al que concurrían sus habitantes en una alegre promiscuidad posibilitada por los bailes de los fines de semana, las cantinas de los alrededores y los paseos en bote por el lago. El Bosque de la Independencia fue fundado en 1913, y solo hasta 1949 pudo contar con una sala de cine, el Cine Bosque, que desapareció en 1968, cuando el Bosque se transformó en el Jardín Botánico.

Para Royal Films fue una apuesta arriesgada montar un multicine en el sector, ya que los estudios de mercadeo indicaban que un gran porcentaje de los barrios aledaños: Moravia, Sevilla, Lovaina, La Piñuela, Miranda, Brasilia, Campo Valdés, El Chagualo, Aranjuez, López Triana, Los Ángeles, Bermejal, San Isidro, Las Esmeraldas, pertenecían a los estratos 1, 2 y 3, y lo que parecía ser peor, que los más jóvenes no frecuentaban las salas de cine y los más viejos ya no recordaban las que habían conocido.

No obstante estos oscuros indicios, sumados a alguna leyenda negra sobre el abandono y peligrosidad del sector, la afluencia de público ha sido inmejorable y el experimento resultó ser un éxito, a tal punto que la empresa ya piensa en ampliar la oferta a otros sectores populares que por varias décadas se han visto privados de un espectáculo único, que nutrió la imaginación de nuestros padres y abuelos, que les enseñó modales a los galanes de barriada, que les brindó refugió a los camajanes, y que descubrió alguna vocación artística, como la del cineasta Gonzalo Mejía, que en uno de estos destartalados locales conoció la magia del cine: “Yo vivía en la parte baja de Prado, y a todo el frente de mi casa quedaba el teatro Rialto. Su cercanía y frecuentación fueron imprescindibles a la hora de definir mi gusto, primero por el espectáculo del cine, y a continuación por hacerlo. Lo que primero fue diversión, luego fue una locura y ahora es mi profesión”.

Barrio querido

El primer cine de barrio en Medellín fue el Granada, ubicado en el barrio Guayaquil, sobre la carrera Bolívar. Fue inaugurado el 9 de mayo de 1930 con la película La máscara de hierro. Para ese entonces, Guayaquil era una suerte de entrada y salida hacia el mundo exterior: allí estaban la estación del tren y tenían como punto de confluencia las rutas intermunicipales y barriales. Lo que en un principio fue un barrio residencial, en las periferias del Centro de Medellín, se transformó en un complejo de almacenes de abasto, carnicerías, pensiones, hoteluchos, cantinas, cacharrerías y, por supuesto, de cines, porque además del Granada, en Guayaquil tuvieron asiento el Medellín, el Bolivia, el Guayaquil, el Balkanes y el Colón, en donde todas las películas eran con balazos y puñaladas, tanto dentro de la pantalla como fuera de ella.

El Granada fue en sus primeros tiempos un teatro de mucho fuste, que además de su programación era conocido por las delicias gastronómicas que se negociaban a su salida, como lo recuerda Uriel Ospina en Medellín tiene historia de muchacha bonita: “Guayaquil era poco más o menos así. Posteriormente gentes recursivas lo dotaron de una sala de cine —el Teatro Granada— en cuya acera se vendieron exquisitas yucas hervidas con estupenda salsa, como mejores no se han podido comer en ninguna parte”.

Mientras vivió su momento de apogeo, el Granada fue uno de los teatros más frecuentados de Medellín. Después se volvió un cine periférico, un teatro de hombres solos, de mala fama, en donde los fogoneros, billaristas, lustrabotas y cuchilleros fumaban marihuana, alguna copera atendía a sus clientes y los ladrones se le escondían a la policía.

El reino de los camajanes

Los cines de barrio fueron refugio de cientos de noviazgos, burladero de las obligaciones escolares de miles de jovencitos y reducto exclusivo de los camajanes quienes eran sus clientes habituales. Los camajanes fueron una peculiar mezcla de malevo argentino con jibarito caribeño que se dio en nuestra ciudad, con una pizca de Charles Bronson de arrabal, aunque su especialidad eran las peleas a cuchillo en donde eran maestros en el arte de “brincar”.

Con sus vestimentas estrafalarias, su jerga delincuencial y el “tumbao que tienen los guapos al caminar”, crearon una mitología que pervivió hasta las décadas finales del siglo XX. Su feudo estaba delimitado por las esquinas, las cantinas y los teatros de barrio, en donde eran los reyes absolutos. Allí bebían, fumaban, insultaban, atracaban a sus vecinos y enamoraban a las muchachas. Todo en una misma escena.

El Buenos Aires, por ejemplo, fue el cine predilecto de los camajanes del barrio, y también del niño Fernando Vallejo, quien con tal de asistir a sus funciones soportaba que los malandros le robaran las revistas, no le prestaba atención a los chuzones que lanzaban detrás de las cortinas, ni se preocupaba por el ambiente cargado de humo. Así lo dejó consignado en Los caminos a Roma: “Pero volviendo al cine Buenos Aires que es lo que importa, por su puente de luz me voy derecho: de Medellín a Bagdad y a Samarkanda. Y mientras allá arriba, adelante, por el desierto abierto, en la luminosidad de la pantalla combato con los cuarenta ladrones y uno a uno o todos juntos les voy dando, aquí abajo, adentro, en la oscuridad de la sala cruzan el aire, como estrellitas fugaces, colillas encendidas de cigarrillo o chicharras de marihuana que avientan los camajanes: del gallinero a la platea, de la platea a la luneta, de la luneta al gallinero y del gallinero a ambas. ¡Ahí les van! Es la guerra de las luces, la de nadie contra todos y de todos contra nadie. No sé cómo no han quemado el teatro. Tal vez porque el Teatro Buenos Aires ha desarrollado cierta inmunidad natural contra el fuego. Colillas y chicharras en él se apagan solas. Solo así se explica que sobreviva. De lo contrario moriría”.

 

Los cines de Otrabanda

Como Otrabanda fue conocida la zona de Medellín que quedaba al otro lado del río y que hasta 1940 estaba conformada por fincas distribuidas en una amplia pradera que contenía algunos pequeños poblados como el de Belén y La América, finalmente absorbidos por la ciudad. Al contrario de gran parte de Medellín, los barrios que conformaban Otrabanda fueron fruto del diseño urbano y desde el principio contaron con servicios básicos, fuentes de empleo y centros de diversión como el teatro Santander, fundado en 1940, y el América, creado en la misma década.

Con el paso del tiempo, los dos se fueron especializando en cierta clase de público. El Santander, una casa vieja adecuada como cine y más cercano al barrio San Javier, se fue convirtiendo en el cine popular por excelencia, en donde sus clientes más fieles eran los estudiantes del liceo Salazar y Herrera fugados de sus labores escolares, que armaban el despelote en el gallinero, se masturbaban, fumaban cigarrillo y arrojaban pepas de mango y mamoncillo a los espectadores.

El otro era el América, un cine con caché, al que asistían los habitantes de Laureles, La Floresta, San Joaquín, y en el que presentaban películas norteamericanas. Era un teatro de fachada blanca, moderno, con una decoración interior de muy buen gusto. El crítico Luis Alberto Álvarez lo conoció en su momento de esplendor: “La primera película que recuerdo haber visto en mi vida fue La flecha rota. Todavía recuerdo la presentación de esta película en el Teatro América. Debió ser el año 1950 (tenía cinco años), mis recuerdos son bastante vagos, pero hay cosas que se me quedaron grabadas. En esa época el cine comercial tenía un nivel bastante alto y había posibilidades de ver cosas muy buenas, muy bonitas, muy entretenidas y era verdaderamente una especie de fábrica de sueños, era fácil comulgar con ellas, bastaba sencillamente comprar una boleta e ir a soñar a uno de esos teatros que hoy en día solo existen en Medellín como recuerdos”.

En Otrabanda también quedaban el Antioquia, en Barrio Antioquia, y el Mariscal, en Belén, en donde eran famosos los dobles continuos de cine mexicano, que tan energúmeno ponían al párroco Ignacio Duque porque le esquilmaban la clientela. En la avenida San Juan estaban el Odeón 80, el Capri, el Rívoli y el Tropicana, famoso porque en sus instalaciones se presentaron las primeras películas de rock en Medellín.

La sociedad de los teatros muertos

Los cines de Otrabanda, en especial el Odeón 80 y el Capri, sobrevivieron mucho más tiempo que el Palermo, Laika, Aranjuez, Rialto, Olympia, Lux, Manrique, Roma, Cervantes, Rex, Cuba, porque se beneficiaron de una estrategia que se implementaría con el paso de los años y que consistió en establecer las salas de cine lejos de la inseguridad, la falta de parqueaderos, los toques de queda, la mugre y el abandono que se tomaron el Centro de Medellín a partir de los años ochenta.

Situación que se recrudeció en los noventa con las bombas del narcoterrorismo, con la escalada de precios en la boletería, con la falta de oferta cultural del Centro, como lo recalca el escritor Víctor Bustamante, autor de Medellín: Cine & Cenizas: “Lo mismo que ocurrió antes en los barrios sucedió después en el centro de Medellín, que perdió el gancho cultural que tenía. Uno antes se iba para Versalles, pedía un tinto, abría el periódico y había por lo menos quince películas para ver. Ahora uno llega a Versalles, y a las cinco o seis ya está pensando en irse a beber, porque a excepción del Colombo Americano, ya no hay nada para ver”.

El reguero de cadáveres comenzó en el Centro de Medellín con el Aladino, en 1980, un viejo y cochambroso local que cerró sus puertas antes que lo alcanzara una crisis relativamente lejana. Al Aladino lo siguieron el Ópera, Odeón, Cid, Libia, México, Metro Avenida, Radio City y ya en el nuevo siglo, el Dux, Cine Centro, el Junín 1, el Junín 2 y el último cine de Guayaquil, el Kemper, llamado en sus años postreros Metro Cine. Como un par de dinosaurios que se niegan a desaparecer quedan el Sinfonía y el Villanueva, y el Lido, que fue recuperado por una intervención oficial en 2008.

Vuelve la magia

A partir de enero de 2015, en el tercer piso del centro comercial Plaza Bosque, funcionan las seis salas de cine de Royal Films, cada una con capacidad para 198 personas. Dos de ellas son para cine en 3D, otras dos en 2D y las dos restantes en 4TD. Las salas de cine se han visto beneficiadas por la avidez de unos espectadores con treinta años de ayuno, por los precios acordes al sector y por la gran cantidad de población flotante que se da cita en la Universidad de Antioquia, el Jardín Botánico, el Parque Explora, el Parque Norte, el Parque de los Deseos, el Planetario Municipal y la vecindad de la estación Universidad, que facilita el acceso desde cualquier punto de la ciudad.

Pero es la cercanía con los habitantes de los suburbios circundantes en donde estriba el éxito obtenido, como lo señala Harold Gómez, habitante del barrio Andalucía y quien frecuenta con cierta constancia los cines acompañado de sus amigos y familiares: “Antes, para ir a cine, yo tenía que ir hasta Puerta Siempre se regresa al barrio del Norte, en Niquía, o cruzar toda la ciudad para ir a Santa Fe o Las Américas. Ahora en quince minutos estoy en los cines del Bosque, y los precios son más favorables”.

Con una programación de corte comercial en donde predominan las animaciones, las películas de acción y estrenos como Batman vs Superman, en su mayoría dobladas para adaptarse a la formación de sus espectadores, el multicine también ha optado por presentar cine colombiano, en su versión menos glamorosa, como el documental Paciente, que se estrenó en abril, lo que demuestra que asumir riesgos es parte de su personalidad. Así lo ratifica su gerente Víctor Losada: “Cuando nosotros pensamos en entrar al negocio muchos expertos nos hablaron del abandono del sector, de su condición económica, pero por nuestros propios medios llegamos a la conclusión de que era uno de los mejores puntos de Medellín para emprender un proyecto de semejantes características: los espectadores estaban ahí al frente, no era sino ir por ellos, y no había que entrar en rebatiña con cuatro o cinco competidores que ya se disputaban los espectadores de los barrios de clase alta o media alta”.

Ha sido tal su éxito, que ya piensan en implementar una sala ultra, con capacidad para trescientas personas, inclinación de 45 grados, y los mejores equipos de proyección y sonido, además de extender su propuesta a otros sectores populares de Medellín, para que el cine deje de ser el espectáculo elitista en que se había convertido en las últimas décadas. Ahora, lo único que falta es que se apaguen las luces, que el chorro mágico de luz atraviese la sala, que los niños armen su pelotera y que los novios comiencen a comerse a besos. Solo queda que cuando por algún desperfecto la función se interrumpa, un coro de burleteros le grite al proyeccionista, “soltá el pelao”. Entonces, todo volverá a ser igual de perfecto.UC

 
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