Uno de los mayores deleites del Medellín de antaño fueron los cines de barrio. Eran la recreación por excelencia. La más barata. La más excitante. La que llegaba hasta suburbios más lejanos, y que para una mejor identificación, tomaba el nombre del barrio en el que desembarcaba: Buenos Aires, Caribe, Manrique, América, Castilla. Los cines eran los amos y señores de la diversión. Eran lugares excelsos para la amistad y las chanzas. Allí concurrían niños, novios y familias, y a su vez, lo que los abuelos llamaban la “supia”, como lo recuerda Oscar Sutero en una crónica sobre el teatro Aranjuez: “El público de la ‘respetable galería’, era compuesto generalmente por emboladores, chóferes, revuelteros, y por los vagos reconocidos del barrio. Casi todos los días entraban los mismos. Y para colmo lo hacían en galladas”.
A comienzos de los años ochenta, cuando la crisis de la exhibición comenzó a tomar forma, los cines de barrio fueron los primeros damnificados. Uno a uno comenzaron a ser cerrados o demolidos, se murieron de una forma triste y callada, y fueron convertidos en depósitos de materiales, supermercados, apartamentos o panaderías. Y nada llegó para remplazarlos. Durante casi tres décadas los cines estuvieron desterrados de los barrios populares de Medellín, pues los que se construyeron durante este periodo se ubicaron en barrios exclusivos, como los de Unicentro o Las Américas, o los de El Tesoro o Vizcaya, al occidente o al sur de la ciudad.
Esta tendencia se comenzó a romper en enero de 2015, cuando la empresa Royal Films inauguró seis salas de cine en el centro comercial Bosque Plaza, ubicado en un zona sin tradición en la exhibición cinematográfica, pero que se ha convertido en un centro de diversión bastante visitado, ocupando el lugar que en el pasado conquistó el Bosque de la Independencia, primer sitio de recreación popular de la ciudad, al que concurrían sus habitantes en una alegre promiscuidad posibilitada por los bailes de los fines de semana, las cantinas de los alrededores y los paseos en bote por el lago. El Bosque de la Independencia fue fundado en 1913, y solo hasta 1949 pudo contar con una sala de cine, el Cine Bosque, que desapareció en 1968, cuando el Bosque se transformó en el Jardín Botánico.
Para Royal Films fue una apuesta arriesgada montar un multicine en el sector, ya que los estudios de mercadeo indicaban que un gran porcentaje de los barrios aledaños: Moravia, Sevilla, Lovaina, La Piñuela, Miranda, Brasilia, Campo Valdés, El Chagualo, Aranjuez, López Triana, Los Ángeles, Bermejal, San Isidro, Las Esmeraldas, pertenecían a los estratos 1, 2 y 3, y lo que parecía ser peor, que los más jóvenes no frecuentaban las salas de cine y los más viejos ya no recordaban las que habían conocido.
No obstante estos oscuros indicios, sumados a alguna leyenda negra sobre el abandono y peligrosidad del sector, la afluencia de público ha sido inmejorable y el experimento resultó ser un éxito, a tal punto que la empresa ya piensa en ampliar la oferta a otros sectores populares que por varias décadas se han visto privados de un espectáculo único, que nutrió la imaginación de nuestros padres y abuelos, que les enseñó modales a los galanes de barriada, que les brindó refugió a los camajanes, y que descubrió alguna vocación artística, como la del cineasta Gonzalo Mejía, que en uno de estos destartalados locales conoció la magia del cine: “Yo vivía en la parte baja de Prado, y a todo el frente de mi casa quedaba el teatro Rialto. Su cercanía y frecuentación fueron imprescindibles a la hora de definir mi gusto, primero por el espectáculo del cine, y a continuación por hacerlo. Lo que primero fue diversión, luego fue una locura y ahora es mi profesión”.
Barrio querido
El primer cine de barrio en Medellín fue el Granada, ubicado en el barrio Guayaquil, sobre la carrera Bolívar. Fue inaugurado el 9 de mayo de 1930 con la película La máscara de hierro. Para ese entonces, Guayaquil era una suerte de entrada y salida hacia el mundo exterior: allí estaban la estación del tren y tenían como punto de confluencia las rutas intermunicipales y barriales. Lo que en un principio fue un barrio residencial, en las periferias del Centro de Medellín, se transformó en un complejo de almacenes de abasto, carnicerías, pensiones, hoteluchos, cantinas, cacharrerías y, por supuesto, de cines, porque además del Granada, en Guayaquil tuvieron asiento el Medellín, el Bolivia, el Guayaquil, el Balkanes y el Colón, en donde todas las películas eran con balazos y puñaladas, tanto dentro de la pantalla como fuera de ella.
El Granada fue en sus primeros tiempos un teatro de mucho fuste, que además de su programación era conocido por las delicias gastronómicas que se negociaban a su salida, como lo recuerda Uriel Ospina en Medellín tiene historia de muchacha bonita: “Guayaquil era poco más o menos así. Posteriormente gentes recursivas lo dotaron de una sala de cine —el Teatro Granada— en cuya acera se vendieron exquisitas yucas hervidas con estupenda salsa, como mejores no se han podido comer en ninguna parte”.
Mientras vivió su momento de apogeo, el Granada fue uno de los teatros más frecuentados de Medellín. Después se volvió un cine periférico, un teatro de hombres solos, de mala fama, en donde los fogoneros, billaristas, lustrabotas y cuchilleros fumaban marihuana, alguna copera atendía a sus clientes y los ladrones se le escondían a la policía.
El reino de los camajanes
Los cines de barrio fueron refugio de cientos de noviazgos, burladero de las obligaciones escolares de miles de jovencitos y reducto exclusivo de los camajanes quienes eran sus clientes habituales. Los camajanes fueron una peculiar mezcla de malevo argentino con jibarito caribeño que se dio en nuestra ciudad, con una pizca de Charles Bronson de arrabal, aunque su especialidad eran las peleas a cuchillo en donde eran maestros en el arte de “brincar”.
Con sus vestimentas estrafalarias, su jerga delincuencial y el “tumbao que tienen los guapos al caminar”, crearon una mitología que pervivió hasta las décadas finales del siglo XX. Su feudo estaba delimitado por las esquinas, las cantinas y los teatros de barrio, en donde eran los reyes absolutos. Allí bebían, fumaban, insultaban, atracaban a sus vecinos y enamoraban a las muchachas. Todo en una misma escena.
El Buenos Aires, por ejemplo, fue el cine predilecto de los camajanes del barrio, y también del niño Fernando Vallejo, quien con tal de asistir a sus funciones soportaba que los malandros le robaran las revistas, no le prestaba atención a los chuzones que lanzaban detrás de las cortinas, ni se preocupaba por el ambiente cargado de humo. Así lo dejó consignado en Los caminos a Roma: “Pero volviendo al cine Buenos Aires que es lo que importa, por su puente de luz me voy derecho: de Medellín a Bagdad y a Samarkanda. Y mientras allá arriba, adelante, por el desierto abierto, en la luminosidad de la pantalla combato con los cuarenta ladrones y uno a uno o todos juntos les voy dando, aquí abajo, adentro, en la oscuridad de la sala cruzan el aire, como estrellitas fugaces, colillas encendidas de cigarrillo o chicharras de marihuana que avientan los camajanes: del gallinero a la platea, de la platea a la luneta, de la luneta al gallinero y del gallinero a ambas. ¡Ahí les van! Es la guerra de las luces, la de nadie contra todos y de todos contra nadie. No sé cómo no han quemado el teatro. Tal vez porque el Teatro Buenos Aires ha desarrollado cierta inmunidad natural contra el fuego. Colillas y chicharras en él se apagan solas. Solo así se explica que sobreviva. De lo contrario moriría”.