Llegué a vivir al barrio San Joaquín y vi desde mi nuevo ventanal un gran nido de palomas en el cuarto piso de la casa del frente. No sabía qué cosa era la colombofilia. Si hubiera escuchado esa palabra por esos días, habría imaginado a algún tipo que se masturba oyendo el himno nacional de Colombia o leyendo los relatos del famoso navegante italiano. O habría pensado en una señora aficionada a tomar infusiones de una planta que se llama Colombo, de la que tengo referencias porque es bendita para el estreñimiento y la falta de apetito. Hubiera imaginado muchas cosas, menos que el verdadero significado lo descubriría mirando a mi vecino durante meses desde mi ventana.
El día que llegamos a la casa nueva no me pasó desapercibida la construcción rústica de enfrente: una jaula en mallas metálicas del tamaño de una habitación pequeña, con piso de madera, cubierta con tejas de zinc. La jaula está sobre una cocina cuyo estilo no figura en ninguna revista sobre ambientación de espacios, no tiene gabinetes, solo el mesón para cocinar y una mesa de plástico blanca con sillas Rimax donde he visto comer muchas veces a mis vecinos.
Cuando terminamos de subir todos los chécheres, sentados sobre cajas sin destapar, los muchachos del trasteo y yo contamos cuarenta y seis palomas encerradas, todas zureando y cagando de un lado para otro. No contamos otras tantas encerradas en una jaula del tercer piso al lado de la cocina, tan grande como un baño para visitantes.
El cansancio por el trasteo no le dio un respiro a nuestra curiosidad, ciertamente no a la mía, por lo que ese día no me pregunté por qué alguien en tiempos de internet y de mensajes instantáneos tendría una bandada de palomas. Sin embargo, mientras me acomodaba en la casa, sin comprar cortinas todavía, empecé a encontrarme una y otra vez parado en la ventana, mirando a mi vecino subir por la escalera de pintor a cuidar sus palomas. Esto lo hace a las seis y media de la mañana para abrir la puerta de la jaula y darles una vuelta; al mediodía para organizar la comida, el agua y hacer arreglos menores al palomar; en la tarde, antes de la puesta del sol, para darles otra vuelta. Con la religiosidad del más fiel de los creyentes o con el amor más intenso de cualquier enamorado, mi vecino sube al palomar, suelta sus aves y enciende un cigarrillo para mirarlas volar en círculos por el barrio. A veces, aún no sé por qué, sostiene una vara de bambú para hacerles señales en un código conocido por sus palomas. Otras veces iza una bandera negra en su palomar, es la señal para que sigan volando sin acercarse al gran nido.
Solo en los parques de Belén, Envigado, Bolívar y en la plazoleta de San Ignacio había visto tantas palomas juntas. Sitios donde se juntan los viejos a conversar y a mirar con más curiosidad que lujuria a cuanta muchacha cruza, sin prestar mucha atención a los palomos que sí tienen energías para inflar su pecho y seducir hembras. Jamás pensé que esos roedores con alas, que rastrean con hambre insaciable cada empalme de las baldosas y persiguen con osadía a quienes llevan comida en las manos, serían los familiares menos prestantes de las palomas organizadas y bien cuidadas de mi vecino.
Tenía la imagen lejana, convertida casi en una borrosa fantasía, de que alguna vez las palomas fueron encargadas de llevar importantes mensajes. Pero en esa imagen prescindían de los cuidados de los hombres, eran más bien palomas libres que se acercaban a un caballero del siglo XVIII, o de antes, a decirle “¿necesitas que te lleve una carta a alguna parte?”. Por eso no creo que nadie hubiera dicho con solo mirar a mi vecino, “ve, ese man tiene como cien palomas en la casa”. Ni yo pensé que alguna vez lo iba escuchar a él en la tienda hablando de sus palomas, diciendo que una de ellas podía costar un millón de pesos cuando regresara volando desde Popayán; 550 kilómetros entre montañas, fríos intensos, lluvias, calores insoportables. Fácil.
Sin darme cuenta empecé a mirar cada vez más a mi vecino y su palomar, a pensar en él en horas en las que se suponía que debía trabajar, a hablar de sus rituales, de sus gestos, su dedicación. “Yo también tengo un tío colombófilo”, me dijo un amigo en una conversación en medio de unos tragos sin darse cuenta de mi sorpresa. Hasta ese momento no se me había ocurrido que en ese asunto de mandar mensajes se necesitan dos personas y que entonces debía de haber más de un colombófilo por ahí suelto. La otra cosa que me sorprendió fue la palabra.
Llegué a mi casa a mirar de nuevo a la casa de enfrente, esta vez preguntándome por la palabra y por las personas que mandaban o recibían mensajes. Busqué en el diccionario. “Colombofilia (Del lat. columba ‘paloma’ y -filia)
1. f. Cría y adiestramiento de palomas mensajeras.
2. f. Conjunto de técnicas y conocimientos relativos a la cría y adiestramiento de palomas mensajeras”.
En ninguna parte de la definición vi a mi vecino cuidando su bandada de aves, en ninguna parte vi la philia, ese lazo inquebrantable que puede establecer un hombre con sus pasiones.
Quiero decir que sí, es cierto que él cría y adiestra a sus palomas, pero en la definición no se reflejaba lo que yo estaba descubriendo. Leí con atención el significado casi tantas veces como las que me paraba a mirarlo y la distancia entre la teoría y la práctica me parecía cada vez más grande. Algo en mi vecino, en su devoción y entrega, escapa al simple hecho de decir que alguien es colombófilo, criador de palomas mensajeras.
Una tarde, mientras cocinaba, escuché el alboroto de las loras de San Joaquín. No era la primera vez que las oía porque el barrio está lleno de árboles que sirven de nido a muchos pájaros, entre ellos bandadas de loros que se la pasan hablando como loros, pero ese día, esa tarde, estaban más bullosos que nunca. Corrí a la ventana y vi una pareja de ellos parada en los cables de la luz, alegaban con un pánico ensordecedor. Los miré desconociendo la causa de su alboroto. Al lado de los cables las palomas zureaban irritadas. Miré a la cocina de mi vecino y lo vi venir desde el fondo del corredor de su casa, tomar un palo del suelo y tirarlo con rabia al árbol de corcho, al lado de los cables de la electricidad. Los loros huyeron en silencio y de las ramas casi secas del árbol voló un gavilán marrón gigante. Mi vecino me miró parado en la ventana, movió su cabeza de un lado a otro, encendió un cigarrillo y se internó de nuevo en su casa, seguido por un pitbull musculoso que yo no había notado hasta entonces.