Es la mañana del lunes de Pascua. Estamos tirados en la manga, sintiendo las hojas de hierba punzando la espalda firme a través de la camiseta. Agarro la media de Ron Medellín y me mando un trago largo, lo retengo en la boca y luego el sorbo cálido de azúcar y espinas baja por la garganta. Se la devuelvo a Camilo y con la misma mano que toma la botella señala mis zapatos y me pregunta por qué tengo un cordón blanco y otro negro, pero no respondo con palabras; miro distante y suelto un bufido cansado. Llevo dos horas de libertad luego de mi salida del búnker de la fiscalía, del calabozo oscuro. El cielo se extiende surcado de nubes alargadas y contornos desvanecidos, y acostado sobre el manto de la hierba se me esfuman las ganas de conversar.
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Quien guste de explicaciones ortodoxas dirá que esta historia aconteció como castigo por profanar una fiesta de la cristiandad, la entrada triunfal de nuestro señor a Jerusalén que con épico relato nos han legado los cuatro evangelistas del Nuevo Testamento. Es mejor evitar cualquier enfrentamiento con el culto consagrado a revivir los fragmentos más emotivos del evangelio, la buena nueva, el mensaje de la redención. Estábamos tomando aguardiente desde el sábado en la tarde para celebrar ese minúsculo trofeo de empleado que significan unas vacaciones cortas pero bien ubicadas, un sueñito breve y bien tomado. La finca era en Santa Elena, con frío mañana y tarde, brochazo gris y verdoso de las montañas enfiladas ante el Valle de Aburrá. Si salir de fiesta en Semana Santa acarreara una sanción divina con canónica justicia, todos los aviones que van para la costa se caerían. Mejor paso al detalle: antes de salir a comprar más trago al parque tomé del perchero una chaqueta gruesa de camuflaje militar pixelado. Otro compañero de faena también se arropó sin aspaviento con una camisa camuflada. Pero el camuflado verde solo sirve en el monte. Parecíamos una dupla de soldados salvando la rumba de la inevitable pasma. Al llegar a la tienda principal unas miradas recorrieron la pinta con sorpresa, otras con temor, alguna con curiosidad. Era el Domingo de Ramos, ya lo dije, y con la procesión y la misa concluidas, ya el plan de los fieles era tinto en las escalinatas de la plaza, cuidar a los niños que corrían con su ropa impecable de fin de semana y esperar vecinos para dar un saludo simplón antes de preguntar por la cosecha y el trabajo.
Tradición para mí es complementar la compra de botella de licor fuerte con una pola fría, como prudente calentamiento de las piernas y la voluntad antes de emprender el retorno a la fiesta. En ese cuadro del parque éramos, por una sumatoria de detalles evidentes, una pareja de seglares metidos en la continuación de su propia juerga pagana: pelo largo, barba descuidada, arete, tenis sin medias, ojos perdidos, movimientos de amanecido y la cerveza colgando de los dedos vampíricos como una plomada. Y llegó la policía, dos enormes patrulleros que se bajaron de la moto con la soberbia predispuesta de la ley. “Por favor nos acompañan a la inspección”, dijeron con cortesía seca, y como ya sabemos que discutir con ellos es un gesto estéril, simple pretensión de ebrio ante la inminente derrota, obedecimos sin dar más largas. Diez minutos caminando como en un pasillo de condenados bajo esas miradas curiosas y acusadoras, el oficial sobre la moto resollando en su trabajo de escolta porque nos podíamos volar en un descuido, y finalmente el edificio blanco y verde, limpio como hospital.
El trámite se consumó rápido. Cuando repiten tantas veces “tiene derecho a”, uno sospecha que la cosa no va bien. Llamaron una patrulla y ahí nos informaron de la realidad, o mejor dicho, lo que iba a ser realidad: “Cumpliendo con nuestro deber vamos a conducirlos a la fiscalía, porque el uso de prendas militares privativas es un delito, y si son tan amables, alarguen por favor los brazos”; cordialidad saturada para ponernos las esposas. Ese es un resumen conciso de lo que sucedió en una hora. El paisaje siguiente dibujó la ciudad desde la carretera que serpenteaba en descenso, tarde templada dorando el cielo, y la brumosa nube como manto sobre las casuchas y los edificios.
El búnker de la fiscalía, diseñado por el arquitecto Juan Fernando Forero Soto, es una mole cenicienta de concreto que se alza sobre el terreno donde antes funcionaba el taller de Obras Públicas del municipio; el sector es un compuesto de avenidas, pasos peatonales y un enorme péndulo de media tonelada marcando un punto cero simbólico, compartido con las universidades Nacional y de Antioquia, así como la planta embotelladora de Coca-Cola. Se le llama de forma corriente “búnker” —sin ser tal— por su estampa de fortaleza con aires medievales, pero en esencia es la Sede Caribe de la Fiscalía General en Medellín. A la URI, Unidad de Reacción Inmediata, llevan a todos los capturados por la Policía, el Ejército o el CTI. En la cafetería del vestíbulo las personas aguardaban con impaciencia entre el tinto, el pandebono, la almojábana, el buñuelo duro y la empanada recalentada. Como en cafetería de hospital o sala de velación, la atmósfera se dividía entre la espera y la resignación: o llegaba el cuerpo o llegaba la noticia. Pasamos de largo y tras cruzar el umbral de la entrada principal, donde un vigilante mantenía su cabeza clavada en una planilla de ingreso, me condujeron a un cubículo del segundo piso. La diligencia es la misma para todos: muestra de huellas dactilares, la foto de frente y de perfil, formularios, preguntas de rutina y, al cierre, una firma para certificar el asunto y continuar con el siguiente en la fila. Desde la Ley 906 de 2004, un fiscal determina si la conducta amerita audiencia con un juez de garantías, si se queda un rato en el sótano para que el frío le conmueva el ímpetu, o si se va de una vez para la calle. Siempre debe estar presente el policía que efectuó la captura, y el momento de la despedida es paradójicamente una revelación: al lado del agente, agarrado por las esposas y sometido a ese paseo sombrío, se está más a gusto que en el calabozo. Antes de bajar las escalas hasta la zona de reclusión, cambié mi derecho a una llamada por otro más útil en semejante situación: medio paquete de cigarrillos en la cafetería. Se me concedió la misericordia.
Un extenso corredor terminaba en una puerta de metal sin postigo, manija ni remaches, que rastrilló el suelo e hizo crujir las bisagras al ser abierta del otro lado. Dos agentes de la Sijín vestidos de civil, confinados en un pequeño cuarto ante un televisor de pésima recepción, nos requisaron con avidez, nos quitaron los cordones —ambos pares blancos— y despidieron al colega uniformado. Notaron los cigarrillos en el bolsillo derecho, pero en el intercambio de miradas con el policía ganó la complicidad y no los decomisaron para bien mío.
Por lo menos una treintena de detenidos, algunos sin camisa y en ropa interior, sentados en un pequeño saliente que sirve de banca, compartían la noche: una banda de ladrones, tres homicidas y un grupo numeroso de reclusos acusados de cargar droga o armas. Los muros del calabozo estaban repletos de nombres tallados en barullo de letras mayúsculas, petroglifos en la gruesa capa de pintura gris que estudiarán los arqueólogos del crimen como planilla de asistencia. Era un recordatorio de las cientos de personas que por allí han pasado; la caligrafía era casi idéntica, excepto por formas y ángulos que diferenciaban el abanico. El baño no tenía puerta, el sanitario era metálico y lo que podría ser una ducha no pasaba de un tubo corto asomado en la pared. Para intentar descansar un poco era necesario soportar el frío paralizante del piso de cemento y buscar como almohada un envase plástico o algo más útil para tan complejo menester. A mi compañero lo liberaron a las dos de la madrugada, nos despedimos sin mucho ritual, pero por razones obvias algo no cuadraba: nos bajaron por igual motivo o asomo de delito y él ya salía para la casa. El calabozo de la URI es un sitio de arresto provisional, según la norma, no puede retenerse a un individuo más de 36 horas en ese sótano, pero el tiempo pasaba lento, como esperando permiso para el siguiente golpe del segundero.
Cuando le pregunté al integrante más conversador de la banda de ladrones por qué los detuvieron, me contestó con seriedad: “Estábamos tomando todos en un parque, fuimos a orinar al mismo tiempo en un arbolito y resultó ser un tombo”.
Nos reímos. Le pasé un cigarrillo y luego de un par de fumadas se lo entregó a un hombre moreno de cabeza rapada, sin camiseta, con dos cicatrices en el pecho marcadas por el filo de la navaja al romper la piel. Después, narraron ya entre más soltura que se robaron algunos millones sumándole el agravante de amenazas y golpes. Era la tercera vez que los atrapaban y probablemente sería, en sus propias palabras, la tercera que los iban a soltar.