Para Morris y Alito.
United Colors of Benetton se lee en la camiseta desteñida del primer niño que se asoma por la terraza. Desde que el conductor del bus toma la curva, lento, pues es una subida, los tiene pillados. Suena el timbre; por el espejo interior del bus se ve un bulto que salta afuera, es un joven que sabe cómo es la vuelta y se lanza al asfalto sin que el bus se detenga.
De la terraza por la que asomó el niño otros dos aparecen. Al frente, en una más alta, cinco más, y tres casas más adelante, otros seis. La posición de sus cuerpos es la de los asaltantes indios en las películas de vaqueros.
La ruta 022 Santa Cruz Terminal a las dos de la tarde no sube muy llena. Es realmente difícil imaginar qué puede estar haciendo la gente a esa hora en el Centro. Tres o cuatro señores, un par de mujeres que suben solas de llevar a sus hijos a los colegios de Aranjuez, y que si pagaron pasaje es porque viven arriba, donde termina la ruta. Pronto llegarán, pero faltan las curvas de Santa Cruz, la pendiente de la 102 y la extensa y solitaria cuadra por la que ahora pasa el bus, donde se ven apenas dos adultos asomados en los balcones.
El bus se detiene y se acerca un niño de gorra blanca en bicicleta. Parece que fuera a pasar de largo pero se queda al lado derecho, justo en la puerta del bus, mirando al conductor, como braveándolo y a la vez sonriendo. El conductor se reacomoda la barriga buscando los bolsillos del pantalón que siempre se le pierden, saca dos billetes y se los entrega doblados en cuatro; la bicicleta desaparece descendiendo por la curva. El niño de la primera terraza levanta el dedo pulgar hacia arriba y afirma con su cabeza al conductor. Nadie se entera de nada. El bus se pone en marcha de nuevo y de pronto se sienten estruendos en el techo, sonido de latas y luego los vidrios de dos ventanillas que estallan. La gente en el bus se mira entre sí, no entienden qué pasa. Otro vidrio revienta, esta vez la ventanilla de emergencia.
El conductor suelta su tanda de insultos, gonorreas, hijueputas, pirobos, malparidos, al tiempo que los pasajeros miran entre confundidos y aterrados, intenta asomarse por la puerta, pero una piedra del tamaño de una cabeza cae en el techo del bus produciendo un estruendo como el de un petardo. Entonces el conductor se tira a lo película intentando llegar a su silla pero no logra alcanzarla y aterriza en el lugar donde habitualmente va el ayudante. Su cabeza da contra la caja de las monedas que vuelan por todas partes mientras otras diez piedras chocan contra la trompa del bus, anunciando que pronto va morir el vidrio delantero. Fue tal el salto del conductor que ahora las monedas ruedan por la calle sin que nada las detenga. Apenas en ese momento los pasajeros se arrojan al suelo.
Desde el piso, mirándose frente a frente con sus caras de espanto, los pasajeros aguardan el próximo ataque. Los señores, con un semblante de héroe que aprendieron en las telenovelas de la noche, quieren brindarles seguridad a las mujeres. Por un momento no hay un solo ruido, así que se puede escuchar la sinfonía de platos y cucharas dentro de las casas, ollas, televisores encendidos. Hasta el olfato se agudiza y alcanza a sentir el olor a sopa de pastas revuelta con carne molida. Parece que ya todo pasó.
Todavía azarados, los pasajeros se levantan. Algunos observan las piedras que descansan en el pasillo del bus y en las bancas como piezas de museo arqueológico. El conductor se ha sentado de nuevo en su trono, quiere poner en orden algo que se le escapaba de las manos. “Muchos hijueputas, pa dales bala a estos maricones ome”, dice, recogiendo las monedas que quedaron en el suelo y esperando la respuesta de un coro ausente.
El más joven de todos los señores se le acerca, le dice que fresco, que no más fueron cuatro vidrios y que a nadie le pasó nada…
—Y esté seguro de que yo arreglo esa vaina, yo no vivo por este lado pero tengo unas amistades en el sector.
—¿Qué quiere decir? —pregunta una de las mujeres—. Esos pelaos si mucho tendrán doce años, deben es buscar a la mamá para que los castiguen.