Número 75, mayo 2016

Santa Cruz 022
Luckas Perro. Ilustración: Titania Mejía

Para Morris y Alito.

 

United Colors of Benetton se lee en la camiseta desteñida del primer niño que se asoma por la terraza. Desde que el conductor del bus toma la curva, lento, pues es una subida, los tiene pillados. Suena el timbre; por el espejo interior del bus se ve un bulto que salta afuera, es un joven que sabe cómo es la vuelta y se lanza al asfalto sin que el bus se detenga.

De la terraza por la que asomó el niño otros dos aparecen. Al frente, en una más alta, cinco más, y tres casas más adelante, otros seis. La posición de sus cuerpos es la de los asaltantes indios en las películas de vaqueros.

La ruta 022 Santa Cruz Terminal a las dos de la tarde no sube muy llena. Es realmente difícil imaginar qué puede estar haciendo la gente a esa hora en el Centro. Tres o cuatro señores, un par de mujeres que suben solas de llevar a sus hijos a los colegios de Aranjuez, y que si pagaron pasaje es porque viven arriba, donde termina la ruta. Pronto llegarán, pero faltan las curvas de Santa Cruz, la pendiente de la 102 y la extensa y solitaria cuadra por la que ahora pasa el bus, donde se ven apenas dos adultos asomados en los balcones.

El bus se detiene y se acerca un niño de gorra blanca en bicicleta. Parece que fuera a pasar de largo pero se queda al lado derecho, justo en la puerta del bus, mirando al conductor, como braveándolo y a la vez sonriendo. El conductor se reacomoda la barriga buscando los bolsillos del pantalón que siempre se le pierden, saca dos billetes y se los entrega doblados en cuatro; la bicicleta desaparece descendiendo por la curva. El niño de la primera terraza levanta el dedo pulgar hacia arriba y afirma con su cabeza al conductor. Nadie se entera de nada. El bus se pone en marcha de nuevo y de pronto se sienten estruendos en el techo, sonido de latas y luego los vidrios de dos ventanillas que estallan. La gente en el bus se mira entre sí, no entienden qué pasa. Otro vidrio revienta, esta vez la ventanilla de emergencia.

El conductor suelta su tanda de insultos, gonorreas, hijueputas, pirobos, malparidos, al tiempo que los pasajeros miran entre confundidos y aterrados, intenta asomarse por la puerta, pero una piedra del tamaño de una cabeza cae en el techo del bus produciendo un estruendo como el de un petardo. Entonces el conductor se tira a lo película intentando llegar a su silla pero no logra alcanzarla y aterriza en el lugar donde habitualmente va el ayudante. Su cabeza da contra la caja de las monedas que vuelan por todas partes mientras otras diez piedras chocan contra la trompa del bus, anunciando que pronto va morir el vidrio delantero. Fue tal el salto del conductor que ahora las monedas ruedan por la calle sin que nada las detenga. Apenas en ese momento los pasajeros se arrojan al suelo.

Desde el piso, mirándose frente a frente con sus caras de espanto, los pasajeros aguardan el próximo ataque. Los señores, con un semblante de héroe que aprendieron en las telenovelas de la noche, quieren brindarles seguridad a las mujeres. Por un momento no hay un solo ruido, así que se puede escuchar la sinfonía de platos y cucharas dentro de las casas, ollas, televisores encendidos. Hasta el olfato se agudiza y alcanza a sentir el olor a sopa de pastas revuelta con carne molida. Parece que ya todo pasó.

Todavía azarados, los pasajeros se levantan. Algunos observan las piedras que descansan en el pasillo del bus y en las bancas como piezas de museo arqueológico. El conductor se ha sentado de nuevo en su trono, quiere poner en orden algo que se le escapaba de las manos. “Muchos hijueputas, pa dales bala a estos maricones ome”, dice, recogiendo las monedas que quedaron en el suelo y esperando la respuesta de un coro ausente.

El más joven de todos los señores se le acerca, le dice que fresco, que no más fueron cuatro vidrios y que a nadie le pasó nada…

—Y esté seguro de que yo arreglo esa vaina, yo no vivo por este lado pero tengo unas amistades en el sector.

—¿Qué quiere decir? —pregunta una de las mujeres—. Esos pelaos si mucho tendrán doce años, deben es buscar a la mamá para que los castiguen.


 
Ilustración: Titania Mejía

El conductor se queda en silencio. “Lo que me dicen este par de güevas no me soluciona nada”, piensa… barriga, cerebro, pene o cualquier lugar de donde le vengan las ideas. Se sienta de nuevo en la silla, como un músico en pleno momento de inspiración y luego voltea hacía los pasajeros:

—No, no vuelvo a pasar por aquí y listo, voy y hablo arriba y que se cambie la ruta…. ¡Y que se jodan todos estos hijueputas de por aquí por tener hijos tan gonorreas!

Los pasajeros apurados empiezan a salir por la puerta de atrás. En un balcón, una mujer de edad, demente pero bien vestida, juega a las muñecas con la bomba de un sanitario. Se escucha un estruendo, la loca grita como si hubiera conseguido que su hija hablara. Los pasajeros en la calle se disparan a correr, unos se refugian en la acera del frente, bajo el techo rojo de una salsamentaría, otros arrancan calle abajo o se meten en el deprimido de un parqueadero, se mueven como si los niños que estuvieran en las terrazas fueran los serbios en plena guerra balcánica. ¡Pum! ¡tan! ¡trash! pum! Más piedras y ahora sí parece que fueran a destruir por completo el bus.

En los rostros de los niños no se ve maldad alguna, sus ojos brillan con un amarillo intenso, por el sol. Es como si estuvieran jugando puntería con unas botellas de Coca-Cola llenas de agua podrida. Silban de lado a lado, ya son pocos los vidrios que quedan por quebrar. Suena uno, se ríen y ya señalan el otro objetivo. El más pequeño de todos parece un francotirador. Mientras los que están a su lado se empeñan en seguir tirando piedras gigantes, este acaricia pequeñas rocas como si fueran el cabello de sus compañeras de escuela y sus dedos, lenguas que se hacen más sensuales cuando acierta, cuando al primer intento quiebra el gran vidrio trasero.

Tembloroso, el conductor enciende el bus y arranca. La gente de la cuadra, asustada, empieza a asomarse tímidamente por ventanas y puertas. Los niños bajan a la calle y luego corren a la quebrada, donde al sabor de los mangos verdes y un tarro viejo de sal, discuten quién tuvo mejor puntería. Ninguno se nota angustiado, ni siquiera piensan en entregarse a justicia alguna, aunque saben que el precio de esta felicidad no les permitirá volver jamás a sus casas.UC

 
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