Viajé a Puerto Rico con la idea sentimental —o algo así— de que iba al país de la Calle Luna y la Calle Sol, de las caras lindas, de la casa de doña Monse, de Bélgica, La Perla y Manatí, nombres que de tanto escucharlos en canciones se me convirtieron en una vecindad que me hacía sentir en casa donde estuviera. Era puro ¡sentimiento, tú!
Al final terminaría recorriendo media isla detrás de unos muertos, como si visitar cementerios fuera una manera de mantener viva una emoción. Un cementerio de grandes patriotas a la orilla del mar; uno civil de barrio popular; otro con tumbas como soldaditos muertos en formación; y uno más con vista a San Juan y tumbas “de gente humilde que honró la vida”.
Tumbas que no dejaron de hablarme y de cantarme durante todo el viaje, como si sus inquilinos todavía estuvieran vivos. “Un cadáver de cuerpo presente es una presencia inquietante, precisamente por el hecho de que la ausencia no acaba de cumplirse del todo”, escribió el puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá en El entierro de Cortijo, una extensa crónica escrita en 1982 tras la muerte del conocido músico popular boricua Rafael Cortijo.
Y con la salsa sucede algo similar, sigue en pie aunque muchos la consideren enterrada. La salsa sigue resistiendo, bailando en conciertos maratónicos y multitudinarios bajo la lluvia, conjurando la ausencia definitiva de muchas de sus figuras míticas con cantos y sonidos de tambores en los entierros, con los pies bien puestos en la tierra, por donde sube y se mueve el espíritu de un pueblo que nos ha hecho sentir orgullosos de lo que somos. Pero con el cumplimiento inevitable de la ausencia va surgiendo la nostalgia, que es otra forma de la memoria. Dicen que la nostalgia es un duelo mal hecho y la salsa, como el tango, va camino de cubrirse de un sentimiento del pasado que se baila.
“La muerte exhibe en estas latitudes todos sus carismas. Ese escorial permanente que es la cultura hispánica y barroca se concreta aquí en el cuerpo yacente de mi plenero mayor. Cortijo, Cortijo, un Cortijo silencioso que casi prefiero no mirar. Y es que la muerte de un músico, ese silencio perfecto, resulta dos veces más aterradora. La vida como sonido queda burlada del modo más ejemplar. Pero ya veremos cómo la comunidad le busca la vuelta a este asunto tan espinoso, el perfectísimo silencio de mi Cortijo”, dice en su crónica Rodríguez Juliá.
El perfectísimo silencio de las tumbas de Ismael Rivera y Rafael Cortijo con el que me tropecé en el cementerio San José de Villa Palmeras, en un ruidoso barrio obrero de San Juan; el mismo silencio que sentí retumbar bajo la sombra de un árbol de caoba en la de Héctor Lavoe, en el cementerio civil de Ponce; que vi ondear junto con varias banderas puertorriqueñas desteñidas desde la tumba del compositor Catalino ‘Tite’ Curet Alonso en el de Santa María Magdalena de Pazzi en el barrio La Perla de San Juan; y que contemplé tendido en el piso, asoleándose sobre la de Cheo Feliciano, en La Piedad a las afueras de Ponce.
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El principal interés de mi viaje era asistir, el domingo 13 de marzo, al trigésimo tercer Día Nacional de la Zalsa —con zeta porque lo organiza la emisora Z93—. La ida al estadio de béisbol Hiram Bithorn —nombre del primer puertorriqueño que jugó en las Grandes Ligas—, donde se llevó a cabo el concierto, fue mi primer contacto con el San Juan colonial hecho a la gringa, con autopistas y centros comerciales gigantes. Una colonia es para eso —pensé—, para llenarla de cosas del imperio —aunque también están el Viejo San Juan, hecho a la española, y otro más mezcladito, más mestizo, como el barrio La Perla, con casas humildes de material, laberintos y pasadizos.
A las afueras del estadio, además de la venta de camisetas, sombreros, maracas, güiros y claves, vi grupos de amigos y familias bajo carpas, con asadores, mesas con refrescos y comida, neveras portátiles con cerveza y parlantes que retumbaban al son de los cueros. En algunas de las carpas había pequeñas orquestas de ocasión, con timbales, congas, bongós, trompetas, que tocaban para divertirse y alegrar a los que pasaban camino al estadio. Un gran picnic con salsa y sabor.
Como diría la Orquesta Narváez, el cielo estaba “reencancaranublado” cuando llegué, cerca del mediodía, y amenazaba lluvia. Había ya unas quince mil personas bailando, en la parte baja y en las graderías. El programa incluía orquestas desde las once de la mañana hasta las nueve de la noche y anunciaba a Eddie Palmieri como la estrella principal, con dedicación especial para Tito Rojas y Lalo Rodríguez, y con ellos otros grandes como La Sonora Ponceña, Roberto Roena y Charlie Aponte. A ninguno de ellos los había visto en vivo, así que mi bienvenida a Puerto Rico sería una experiencia difícil de repetir.
Mi guía y anfitrión era un personaje pequeñito y delgado, de gafas y boina de profesor universitario, con un nombre muy salsero: César Colón Montijo, un “cocolo” —como les dicen a los fanáticos de la salsa— y amigo puertorriqueño que se ha pasado los últimos diez años de su vida estudiando el mito de Ismael Rivera. Recién llegado de Nueva York, donde adelanta un doctorado en etnomusicología, César celebraba que en sus 35 años de vida asistiría a su vigésimo Día Nacional —desde donde esté viaja cada año a Puerto Rico para asistir al evento—; su hermano, apodado Millo, iba a su número veintiséis, y su tío Chelo no se había perdido ninguno. Los Montijo son una familia oriunda de Ciales, un pueblito agricultor del centro de la isla, a una hora en carro de San Juan, de ancestros jíbaros (campesinos), que viven la salsa como una comunión con sus ídolos, su tierra y su gente.
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En los días siguientes, César me llevaría de paseo por “las tumbas” de muertos que de muertos “no tienen ná”. Primero al barrio La Perla, esa “acuarela de pobreza” que Tite Curet e Ismael Rivera inmortalizaron en su canción homónima. Ubicado por fuera de las murallas del Viejo San Juan, el barrio tiene fama de duro, de esa fama a la que tanto le cantaron los soneros, con drogas y tipos guapos con tumbao al caminar; con artesanos, mecánicos, obreros, artistas que le cantan y lo llenan de color. Los turistas lo ven desde lo alto, como un inhóspito crucero encallado en la playa, sin atreverse a visitarlo. César dudó mucho antes de decirse a adentrarme por sus callejuelas.
—Aquí se metía Maelo a janguear con sus panas. Es un barrio con mucho carácter y resistencia. Una vez vino Donald Trump por aquí porque quería construir un hotel en La Perla —me dijo—. Dicen que desde abajo le gritaban y le hacían gestos retándolo: “¡Baja, anda, baja!”.
“Por eso es barrio eterno, también universal, y al que se mete con mi barrio, me cae mal”, canta Rubén Blades en la canción de Calle 13 dedicada a La Perla. Quizás el saber que yo venía de Medellín animó a César a arriesgarse. Estábamos a media mañana y el barrio se veía solo desde las murallas. Bajamos temerosos por una callecita estrecha, yo con la pinta de turista: pantalón corto, gafas oscuras y gorra, y con la cámara guardada en la mochila. César con su boina, gafas y sandalias de cuero.
—Déjame yo pregunto para no tener problemas —me dijo al ver tres muchachos sentados en una acera en la mitad de una cuadra.
No escuché, pero podíamos seguir tranquilos. Les pedí permiso para tomarle una foto a un mural que tenían detrás. —No nos saques a nosotros —dijo uno.
—Solo al dibujo —les dije.
Sobre una franja blanca, en la base de la muralla, con dibujos de calaveras, palmeras, casitas arrumadas, garitas antiguas, un tiburón y un par de olas, se leía: “¡Todavía aquí estamos vivos! – La Perla”, y tan solo unos metros adelante, sobre la puerta de un garaje, los rostros dibujados de cuatro ilustres fallecidos: Héctor Lavoe, Frankie Ruiz, Rafael Cortijo e Ismael Rivera. “Los difuntos pintados en la pared con aerosol y los que quedan jugando basquetbol”, como canta Residente.
Me pareció que todo Puerto Rico quería gritar que seguía vivo, sobre todo si tenía en cuenta que íbamos camino del cementerio Santa María Magdalena de Pazzi, a un costado del barrio, y donde desde 2003 está enterrado Tite Curet, quien describió en sus letras el sentimiento de su “pobre gente pobre” por los entierros y las tumbas humildes.
Ya tenía claro don Tite, antes de que Rodríguez Juliá escribiera sobre el entierro de Cortijo, que morirse en Puerto Rico puede ser “un verdadero espectáculo”, “un show de tremendo cariño”, la revancha de la vida —la vuelta que le da la gente— al perfectísimo silencio de la muerte, acompañada de música.
“No quiero que nadie llore / si yo me muero mañana / ay que me lleven cantando salsa / y que siembren flores, allá en mi final morada”, como dice Cheo Feliciano en Sobre una tumba humilde. Flores de todo tipo: silvestres, “como adorno bendiciendo”; de papel, “con lágrimas de verdad” —como canta el mismo Cheo en Los entierros—; y una flor de llanto “para que sepas que yo te quiero / para que sepas que yo más nunca voy a olvidarte”.
¿Se imaginaría el humilde Tite que iba a ser enterrado en el cementerio de los héroes de su patria, a la orilla del mar, donde parece que la muerte se remoja los pies con las olas y contempla el horizonte azulado del Caribe? ¿Allí tan cerca del líder independentista Pedro Albizu Campos, rodeado por ilustres colegas como Rafael Hernández y Felipe Rosario, Don Felo, en un reluciente cofre dorado, dentro de una tumba de mármol, con su pueblo cantándole: “No quiero penas, tampoco llanto / lo que quiero es bomba y plena / pa’l campo santo”, y coronado por dos floreros con flores de plástico… “porque las flores ya mañana se marchitan / y el cementerio es un olvido indiferente”, como escribió en Los entierros? Ahora entiendo por qué los cementerios que visité estaban llenos de esas coloridas flores embalsamadas. Ni las flores se quieren morir en la isla.
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Y mientras por la tarima del Día Nacional de la Zalsa pasaban Charlie Aponte y Tito Rojas, la lluvia caía sobre San Juan. En la parte baja seguían bailando, las parejas dando vueltas, y las mujeres ondeando los brazos como diosas durgas, así como se batían en el cielo gris banderas puertorriqueñas, colombianas, venezolanas; algunos tocaban güiros y campanas; otros permanecían sentados en sillas plegables de lona, escurriendo agua, con latas de cerveza en los apoya brazos; uno agitaba las maracas y cantaba en una silla de ruedas; familias completas y grupos de amigos iban con camisetas estampadas como si pertenecieran a una excursión: “Soy salsero íntegro”, “Soy cocolo y qué”.
Parecía una fiesta callejera, de muchos barrios reunidos, donde los cantantes viven en tu cuadra, se parecen a tu papá, a tu abuelo, a tu tío, vestidos de pantalón y camisa de cuadros, con el pelo canoso y el bigote tupido. Viejos queridos que no quieren dejar de bailar. En la tarima La Sonora Ponceña y en el coro, bailando detrás del micrófono, don Enrique ‘Quique’ Lucca, de 103 años. Su hijo, Papo Lucca, a punto de cumplir setenta.
Chelo, el tío cincuentón de César, no dejaba de rasgar su güiro. Era su despedida del Día Nacional, pues se iría a vivir a Estados Unidos y no sabía si el año entrante volvería. Bailando, los Montijo le decían adiós a una tradición y el tío Chelo, con el güiro encendido, recibía la lluvia que caía a mares y no alcanzaba para apagar tanto sentimiento.
La noche se asomó con Roberto Roena y a su sombra hizo su aparición la nostalgia, una invitada que a medida que la ausencia de los ídolos avance se hará sentir con más fuerza. Por primera vez en mucho tiempo estaban juntos tres de los cantantes históricos que hicieron famosa a la Apollo Sound en los setenta: Sammy ‘el Rolo’ González, Tito Cruz y Papo Sánchez. Y en sus voces estaban los éxitos del recuerdo: Tú loco, loco y yo tranquilo; Mi desengaño; Avísale a mi contrario. La lluvia seguía cayendo y entonces, “potente cual marejada”, sonó ese lamento borincano de Tite Curet. El estadio entero bailaba y cantaba en coro: “Marejada feliz, vuelve y pasa por mí / aún yo digo que sí, que todavía pienso en ti”.
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En el muy salsero barrio de Santurce —cuna de Ismael Rivera, Rafael Cortijo, Tite Curet, Daniel Santos, Andy Montañez, entre muchos otros cantantes, músicos y compositores— quería visitar la casa donde nació Ismael Rivera, en la calle Calma. César volvió a dudar, esta vez con mayor resistencia. La calma no es la sensación dominante en ese lugar del barrio.
—Hermano, yo prefería no ir por allá —me dijo César.
La casa está cerca de un expendio de drogas, atravesada por enfrentamientos recientes entre traficantes. Hasta el último día del viaje le insistí a César que me llevara, pero no cedió, y aunque lo intenté por mi cuenta —un entusiasta que conocí en un bar me dijo que trabajaba cerca y que me llevaría, pero luego desapareció—, al final no conseguí ir. Me quedaba entonces el consuelo de visitar la tumba de Ismael en Villa Palmeras, otro sector de Santurce donde los muertos no amenazan a nadie.
En el entierro de Cortijo los muertos fueron dos. Maelo también murió ese día, aunque fuera enterrado cinco años después. Su voz ronca y desgastada nunca más volvió a cantar. El perfectísimo silencio de la muerte es aún más aterrador en vida. Y sin embargo, Ismael sigue vivo, como un náufrago que no deja de cantar. En la descripción de la ausencia hay algo de ternura, que no sé si a veces se confunde con la melancolía.
Maelo está frente a la tumba de Cortijo, su compadre musical, amigo de infancia y de raza, con quien cumplió el sueño de convertirse en cantante y con quien revolucionó los ritmos tradicionales de la isla llevándolos a todos los salones de baile. Antes de que cierren el féretro e inicie la procesión hacia el cementerio de Villa Palmeras en Santurce, Maelo está a punto de naufragar: “En todo dolor comunitario hay una pizca de narcisismo […]. Nada de compostura y sufrimiento interior para el Maelo, este dolor hay que testimoniarlo […] Que le da, que le da… La prima de Cortijo ya sabe que Maelo está a punto del llanto histérico. […] Está bien, Maelo, está bien, no, no, no puedes seguir así… Pasó de la ternura a la severidad cuando Maelo insistió en permanecer allí, en seguir tocando y besando a su amigo muerto…”, escribió Rodríguez Juliá en esa larga crónica que me pareció el Relato de un náufrago.
Y finalmente, como en el barrio donde vivieron, quedaron a pocos metros el uno del otro para la posteridad. Cortijo, a mano izquierda, muy cerca de la entrada del cementerio de Villa Palmeras, donde cruzando la calle están las casas y los talleres del barrio que los vio crecer, y Maelo unos metros más al fondo, a la derecha, cerca de un muro del cementerio que da a la parte trasera de más casas del barrio.
—En esa foto debía tener unos 36 años, cuando salió de “Las Tumbas”, porque está gordo —me dijo César frente a la lápida de Ismael.
“De las tumbas quiero irme / no sé cuando pasará / las tumbas son pa los muertos y de muerto no tengo ná”… Ah, las ironías de la vida, hasta ese momento no sabía que The Thombs era el apodo del Centro de Detención de Manhattan, una de las cárceles en las que Maelo estuvo preso durante tres años y ocho meses, en dos prisiones de la isla y en dos de Estados Unidos.
La foto, incrustada en la parte superior de una placa de mármol negro, era pequeñita y ovalada, como de carné, en blanco y negro, vestido con saco y corbata, sin barba y con el pelo corto y negro. Una imagen terrenal, de oficinista, sencilla y recatada para quien la imaginería popular asemeja a un Cristo. Nada parecida a la imagen sonriente, de barba y afro canosos, de negrito chévere y cargado de sabiduría que conocimos los salseros nacidos a finales de los setenta en las carátulas de sus discos, cuando ya servía de modelo para la encarnación latina del Nazareno.
En la base de la placa se leen dos inscripciones: “El Nazareno me dijo que cuidara a mis amigos” y “Que mi pueblo no pierda la clave”, mandamientos eternos del Sonero Mayor, como si la salsa fuera una celebración de la amistad y una forma de ser popular, de seguir siendo latinos.
—Hay una devoción patriarcal por Maelo que es distinta a la de otros salseros, una sabiduría popular que la gente presiente, una brega entre lo sagrado y la jodedera de la calle que habla de las transformaciones sociales de Puerto Rico —dijo César como si estuviera recitando apartes de su tesis.
La lápida es de mármol gris, doble, pues también alberga los restos de Carlitos Rivera, hijo del cantante, y tiene tres floreros encima, también de mármol, llenos, cómo no, de flores plásticas, naranjas, violetas, amarillas, fucsias y rosadas, entre uno de ellos hay un tímido ramillete de flores marchitas, como de papel quemado por el sol.
—Por mucho tiempo estuvo con la lápida partida y enmalezada. Los panameños se lo querían llevar porque aquí no lo cuidaban —agregó César para poner en perspectiva el sentimiento de su pueblo.
Caminando hacia la tumba de Cortijo, veía el cementerio en un plano inclinado que me pareció una avalancha que iba contra la silueta de los edificios de San Juan, que se dibujaba contra el horizonte. La tumba de Rafael Cortijo tiene tres placas recordatorias, como si hubieran sido puestas en diferentes épocas. La principal y más grande, que sirve de respaldo a la lápida, está coronada por una cruz y encabezada por un RIP entre claves de sol. Sobre la lápida hay tres floreros con más flores plásticas, amarillas, azules, rosadas.
—Para la fecha de su muerte, al llamado del percusionista Ángel ‘Cachete’ Maldonado, Ismael, Tite, Cheo y otros pleneros venían a tocarle un belén con bomba y plena —dijo César. Afuera se oían los carros pasar por la avenida.
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