Número 75, mayo 2016

Parecía imposible que alguien pudiera describir las cortinas de los primeros antros, saber cómo se levantaban los barrios de putas como comunas solidarias, conocer a los meseros y los cuidacarros de la Curva del Bosque, y pudiera nombrar a Lola la de la chimba y decirle Marta Pineda a Marta Pintuco en un aeropuerto en Londres. Pero apareció un expedicionario con todos los viajes y un bombillito rojo en su mano derecha. Síganlo.



Ninfas y nichos del valle encantado
Guía de burdeles
Hugo Bustillo Naranjo.
Ilustraciones: Elizabeth Builes, Cachorro, Silvana Giraldo

Ilustración: Elizabeth Builes

Tu nombre me sabe a hierba

En los suburbios de la villa, sobre la berma derecha de la estación Trocadero del Tranvía de Mulas, en su abrazo con el Puente del Ahorcado, se acostaba la reluciente Casa de Pendones de la Niña Matiú. Sus gozosos y selectos amantes la habían bautizado “piel de luna”. Contaba la matrona a sus allegados que su madre la bañaba, recién nacida, bajo las ubres lecheras de los vacunos que su padre, como mayordomo, administraba en el Suroeste antioqueño. El látigo de la violencia dispersó la familia y a ella le despertó el talento y le agudizó la premonición.

Una tía madrina con corazón de acero y manos de hierro la tenía esclavizada. En una visita de ambas a la ciudad, en plena misa dominical, desde la Catedral de las Candelas, la indomable libélula buscó su libertad. Años después como dueña y matrona, enarbolando los agites de su pasado, regentaba su residencia levantada a finales del siglo XIX con alerta de aldabones, y la iluminaba con candelabros y guirnaldas.

Desde las ventanas que sus noviembres le permitieron divisar, la Romana, como también le decían, había aprendido todas las ceremonias y ritos del noble arte. Era adorada, donde su pecho se convertía en delirio y su pubis en valle de incienso. De extraordinaria belleza y refinados modales, llenaba de lisonjas todos los cuartos, jardines y aleros de su visitada vivienda.

Con los esmerados artilugios de sus Damas del Cinturón Dorado, grabó una senda lasciva en la solapada Villa de la Candelaria de la época. En los rostros de sus respetables descendientes aún perdura su cautivadora y misteriosa mirada.

Una Luz Amada

El refugio del Trocadero era parada obligada del Tranvía de Sangre que partía desde la Ermita de los Forasteros y llegaba hasta el paraje del Edén. Allá lo esperaba un gran abasto, negocio de comestibles, licores y abarrotes propiedad de José María Urdinola.

Esta misma posada bandera fue la primera morada de un Lucero de Ensueño, de una niña-mujer mejor ponderada como Luz Amada. Allí llegarían a pagar el derecho al piso, a “hacer la América”, Madame Leleaux, la francesa; un pecadito mortal italiano llamado Cruzana, con la guía de la seductora criolla Lola Tirado, según los recuerdos de don Hernando Gómez Urdinola: peón, salonero y administrador de varios locales referidos en estas líneas. Era además nieto de José María, el dueño del mencionado Edén.

Ese generoso nicho fue adquirido luego por Rosa Urdaneta. Todo el lote estaba acompañado de un gran mercado, frente a la Manga de los Belgas. Posteriormente, donde se acostaba la Casa-Madre, se escudaría Confecciones Balalaika que elaboraba ropa íntima femenina. Al campo raso que lo dividía lo llamarían el Chagualo.

Cuando tú no estás

Luis de Jesús Tamayo Ruiz, el Indio Tamayo, empezó a recorrer sus primeros pasos sembrando en los abonados surcos de la Niña Matiú. Inicialmente fue portero, salonero y luego administrador. Cuando despuntaba el siglo XX era dueño del renombrado y elegante cabaret American Club, plantado donde nacía la calle Liborio Mejía. Allí acudían, en secreto y sin falta, muchos de quienes conformaban la crema y nata de la sociedad medellinense, lo más granado y respetable, en sus coches tirados por caballos, en carrozas, tílburis y en sus preciadas monturas. Las señoras de Casa Cerrada recibían de su protector los mejores estipendios y cuidados alimenticios de la época. Este aventajado alumno de la Romana, poseía unas cuantas reses de ganado lechero y un galpón para gallinas al cuidado de don Carlos Antonio Mesa Puerta, su mayordomo. El American besaba los pies del Cerro Volador en su visitado piedemonte.

Mis noches sin ti

Paso seguido, Sefa Cadavid, en un sendero despistador de trasnochadores, en un callejón de fisgones llamado El Salado, le cantaba a la luna con Noches Eternas. Esa novel extensión tomaría el apodo del Fundungo. Arribarían en un compás de bombillos rojos, Atenas, de Céfora Agudelo; El Encanto, de Raquel Yepes; El Despertar, de Carlina Correa; La Casa de las Vélez, Lucila y Carmen. Rosa Urdaneta se traslada del Trocadero e inaugura la Casa de la Palmera (Gruta de Hierro) en la calle posterior; quedando como vecina de Honoria Osorio y su Mansión. La siguieron Ana María Ortiz con El Acoso, Enriqueta Mejía con La Casa de Queta y Tista Moreno, feliz, las acompañó con Terciopelo. Más abajo, al beso de la Calle del Prado (Carabobo) con El Colegio, Eva Arango, entre uniformes, se inspiraba en ardientes clases.

La Curva del Bosque

Tomando su sitio en la calle de la Rambla del Bosque (La 78) aparecía Mariana Gómez, después de la ablución de Marcos Quintana, con su Cama y Mesa. Cuando por allí se desplazaba el tranvía eléctrico hacia Aranjuez, un cambio en el enrielado, bautiza al sitio como La Curva del Bosque. El transporte común de la villa le debe a Mariana la creación del inolvidable Tax Milancito (Tax San Pedro). Empezó con un automóvil transportando sus clientes a diferentes destinos. Después consiguió otros. Como por encanto, en aquel fogón, se arrimarían Rayito de Sol, El Caribe (origen del nombre del barrio) El Berna, La Cueva, y pedacito adentro, la Esquina del Movimiento (Brisas de la Tarde).

Cuartito azul

Sobre la Carrera Séptima (Carabobo, según plano de Medellín de S. Pearson & Son Limited. Londres, 1908) se asomaban Chapinero, (administrado por Pelón Santamarta) Risaloca y El Moravia de Perucho Puerta. Antes a este último lo llamaron Sibonet y Río de Janeiro. Era templo del tango, el candombe y la milonga. Los compases del sur con sus sensuales filigranas, cultivados por sus tiernas Pelangochas, esperaban el retorno de sus fieles amantes al torneo efectuado cada mes. Allí mismo brotaba el lunfardo, la jerga de los compadritos, arrullado por bandoneones y guitarras, asegurando su léxico inquietante, dejando sus huellas en el aire, en las tonadas y en el trueque de palabras. Con el tiempo germinaría el barrio de Moravia.

El guarrús

El Tano Urdinola (hijo de José María Urdinola) descrestaba con su plaza el Tambo del Nuevo Mundo. Lo acompañaba la disimulada Casa Vieja de Berta Valencia, que después se trasladaría al Fundungo. Para echarle tierrita al lugar del asunto, nacería, abajo de esa pendiente, el Cementerio Universal. Pasando el río Medellín, pegadito a la Estación Villa, se empotraba El Idilio, de Silvestre Nájera. El licor que ofrecían la mayoría de las casas era artesanal. Lo traían desde el oriente cercano. Destilado en los alambiques clandestinos de la sierra de Guarne y las veredas de Barro Blanco, Mazo y Piedra Gorda; tenía mejor sabor y precio que el oficial, que aparecía exhibido en los estantes como convidado de piedra. Cariñosamente lo llamaban chirrinche, ñeque, guarrús o tapetusa.

Ilustración: Cachorro 

La pistola

Para ofrecerles a las Damas de Compañía, en todos estos rinconcitos placenteros, vendían una bebida alcohólica especial apodada “roncito” o “coctelito”, que elaboraban los dueños de todos los negocios. Por cada copa que ellas tomaban, recibían una ficha que se cambiaba por dinero. Para el común de la gente era conocida como “pistola,” porque eso era lo que le hacían al incauto oferente. Era un mejunje, un trago caro y ficticio. Luego los propietarios cambiarían de táctica y servirían para ellas, según el lugar, brandi, coñac, ginebra, crema de menta, manzanilla, vinos de manzana y la incomparable Cerveza Tamayo.

Casablanca

Después de que el Tranvía de Oriente (1925) empezara sus malabares por esa trocha de peñas, rumbo a los valles de la Mosca y San Nicolás, al pasar la barrera de Paracote se encontraba de frente con la barriga y la sinuosa cuesta de Morro Rojo, Santo Domingo Savio. La locomotora debía subir penosamente con sus vagones, describiendo largas eses para llegar al Aviso (Medellín a 5 kilómetros) y continuar en su trayecto hasta la tierra de la guitarra, San José de Marinilla.

Dos décadas después, en una brecha que dejó el vehículo vagonero, a la que Pascual Moreno (a quien sus trabajadores, por lo estirado de su nuca llamaron Don Pascuezo) le trazó cuatro zanjones de tierra bermeja, terminó la construcción. Se valió de la piedra y cascajo que existía en la finca Los Duraznos. Aprovechó la acequia de agua del distrito que manaba de Quebrada Grande y empleó a los jornaleros que se reunían en la cantina de Lucianito Parra, en el caserío de la Vasconia, para erigir un emplazamiento de absoluta tolerancia, el primer recuerdo medellinense de la mítica película de Ingrid Bergman y de Humphrey Bogart: Casablanca. Un paradero solitario al que únicamente acompañaban racimos de nubes y un viento de frontera. Dos pisos pintados a punta de hisopo con cal y aguasal. En las noches se iluminaba con lámparas de caperuza (petróleo) esperando a los caporales noctámbulos. La modernidad ocuparía las vaguadas vecinas. Las antenas de emisoras como Radio Tricolor y La Voz de la Candelaria serían sus atalayas. Su nombre se repetiría, como un eco de nunca acabar, en los Reinos de Vagabundería de todo el Valle Encantado.

Las Camelias

Para antes de los años veinte, el Indio Tamayo, incita desde El Olimpo del Deseo. Una residencia con muchas habitaciones, patio interno descubierto y empedrado, rodeado de mesas y butacas de madera, vigilado por las constelaciones y utilizado para los juegos nocturnos de dado, dominó, fierro, tute y baraja española. La construcción era de techo alto, ventanas arrodilladas, amplios corredores y pilares de comino, dominada en su umbral por una extensa y firme chambrana. Sobre el costado izquierdo se encontraba el porche para el resguardo de las cabalgaduras. De su blanqueado frente encargó a Amantino Rivera (músico y pintor de oficio) para la decoración, quien al azar le dibujó unas insinuantes y enormes flores rojas. Con este domicilio especial nace el barrio de las Camelias. Las Vírgenes de la Medianoche descienden para espantar la piel de las sombras, para recrear al día sin horas y para encender sus banderas marginales.

Nacen sin tiempo y con prisa, el Harem Club, de Amanda Gutiérrez (para todos fue la mujer más bella que habitó en las Camelias). Ella le había comprado al Tano Urdinola un lote de terreno que lindaba con la casa precursora. Amanda tirando barra, pico y pala, con la ayuda de los albañiles Jorge “Petróleo” Escobar y el Tato Mantilla, levantó una casona de tapia y cañabrava sobre el costado norte de la casa fundadora. Le hizo compañía y competencia y con sus dulces Odaliscas realizó el delirio de sus sueños.

Curvas peligrosas

Las Curvas de Cipriano era una lluvia de alcobas y un excelente restaurante en dos amables bulines de Benedo Correa. Este volátil negociante, que era capaz de embolatar a un duende, aprendió de la buena mano de doña Aura Inés Díaz Giraldo todos los secretos culinarios sobre la trucha, la sabaleta y el bagre.

En la Curva del Aljibe, Juan Rafael Obando, con su Sofi Bar, insistía a sus Damas Servidas la importancia de atender muy bien a sus visitantes. Era tal su esmero que al amanecer le llevaban al desvalido cliente caldito de huevo con cilantro picado, mejor conocido como “changua”.

La Curva de la Herradura protegía al Grill Argentino de Jorge Bustamante. Era la embajada sureña que con su visitado show de medianoche saludaba la salida del sol. Las Doncellas de Alta Guisa habitaban cada una de sus mesas. Los hermanos Eduardo y Gonzalo Betancur vigilaban los relucientes automóviles del momento y siempre aseguraron que “cuando llegaban las extranjeras la plata se gastaba por bultos”.

La Curva del Aguacate, que refugiaba a Folie Bar, el bar de la Locura, fue el primer motel construido al norte del Valle de Aburrá. Con sus luces de neón espantaba a las brujas que rondaban la media noche. Tres pisos más terraza y un enorme y escondido parqueadero, propiedad de Leopoldo Yepes. En el primero delineó un cómodo salón de baile. En él, una estampida de Damas Consoladoras, al compás del chachachá, del foxtrot o de algún bolero moruno, con sus eternas piernas y sus trajecitos tentadores, encandilaban a los presentes. Al costado oriental, pellizcando picardías, aguardaba el parqueadero. Desde el segundo nivel se acompañaban, saludando a la luna los cuartos azulados. Además de mullidas camas, sobre una pequeña mesa esperaban los fogones que servían para calentar el agua con permanganato de potasio utilizada para el aseo íntimo de la pareja. La espaciosa estructura que consumía el tercer piso se dedicaba al aviso luminoso y a las ondeantes sábanas y fundas blancas que confundían al viento.

El Acapulco Night Club

El fino cabaret tenía una especial pista de baile y en su sous-sol, dormitaban las cómodas habitaciones. Con diferentes salidas era sitio preferido por una selecta clientela. Dos personajes de la época, años cincuenta, el cantante de moda Lucho Vásquez y un elegante y cortés bandido, Arturo ‘El Pote’ Zapata eran asiduos. Alguna vez El Pote entró de forma acelerada seguido de sus compinches. Saludando a los presentes los invitó a un trago de su cuenta y les dijo: “Qué pena no poder acompañarlos pero los rayas (detectives) me vienen persiguiendo”, y desapareció escalas abajo. El admirado cantante de El Aburrido y Tren lento, visitaba con frecuencia el Acapulco, pues se entregaba de lleno a una bella Aletris que repartía sus amores. Al amanecer del día de los fieles difuntos de 1954, una bala atravesó el cráneo del promisorio y enamorado artista de 22 años. Los celos de un agente del Servicio de Inteligencia Colombiano acabaron con una generosa y gentil existencia; y una promisoria carrera musical. Lucho Vásquez fue llorado y acompañado al camposanto por todas las Noctilucas de las Camelias. Los establecimientos cerraron ese día. Sus éxitos musicales todavía se agotan por temporadas en la casa disquera que aún los prensa y explota sus derechos. Los discos de 45 rpm se elaboran para alimentar los pianos Seeburg en las cantinas de nuestra geografía de despecho.

El camino del tirabuzón

En las riberas de la quebrada Santa Elena, arriba de La Bocana y antes de Media Luna, sobre un ribazo protegido por pinos pátulas y yarumos, se escondía el estadero La Cascada. Era una confortable y ancha cabaña elaborada en madera y protegida con teja española, con baños de inmersión y profusa corriente. Sus cuartos se acompañaban de blandos colchones y cobijas de lana peinada. La riada de la quebrada refrescaba los toneles de aguardiente y ron, así como los cuerpos de los amantes en atardeceres y despertares.

 

Quédate conmigo esta noche

Consentida en la entrada del Barrio Antioquia, alumbraba Medialegua (esa era la distancia al centro de la urbe) la famosa mansión del desenfreno de Joaquín Villegas. Años después retomarían sus heraldos por aquellos terraplenes, Doña Carola, Sol y Sombra, Hostal Guayabal y Resfa con su perfumada residencia. Desde los setentas, nace el diluvio de la concupiscencia en todo el sector y límite de La Raya-Mayorista, conocido sottovoce como Puerto Semen, según bautizo dado por los camioneros del país entero.

Cuarenta grados

En Ancón y La Estrella tomarían la batuta el impulsivo Aries, El Bosque, La Isla, Sol y Luna, La Suite, Los Chalets, Los Dos, Motivos, Mónaco, Unicornio. La Avenida Pilsen despierta con las Carretas, Éxtasis, Only y más abajito el modernísimo Ibiza Motel Lounge. La tierra del plátano, Sabaneta, reluce con In Vegas, camino que le abrieron Las Viudas y su festejada Tahona (en los terrenos de la hoy estación del metro de Itagüí) diagonal al Barranco de las Casitas. El barrio Manila, vecino del Poblado, cortejaría con su confortable Cabañas.

El imperio de los sentidos

Nace la Infanta Lovaina como la Academia del Sexo, la hija mayor de doña Camelia, con su encanto, aguante y alboroto en el barrio Norte o San Pedro. Empezamos por esta aldehuela con El Tano, el mismo que en su refugio de Nuevo Mundo se suicidó. Inscribió El Regina con todos los ritmos en la calle Lovaina, más tarde pasaría a manos de Ricardo Montoya. Tres cuadras antes, sobre la vía Lima, Félix Orrego, en el costado sur del Cementerio San Pedro, despertaba a los del sueño profundo con su Café Latino. El semanario Obrero Católico en marzo de 1938 les endosaba, incendiado de ira, una inquisidora catilinaria.

Las hijas del trueno

Después arribarían El Estoril, Candado de Luces, As de Copas, Mil Silencios, La Casa de los Velos Azules, La Cueva del Oso, La Casa de Leti, La Tremenda, Las Palmeras, El Palmar, Bremen, Donde Juancito, Buenaventura, Tulipán Rojo y Ventiadero (o Cenadero con carnes asadas, arepa, mantequilla, quesito y aguadulce; además de tríos, merenderos y conjuntos musicales). Pasarían, por estas praderas de varietés, otros avisos y otros dueños y dueñas así como otras formas de sexo, diversión y comercio. A Lovaina entregaron vida, fantasías, elegancia y renombre, en sus palacetes, mansiones y aposentos, Aura Cardozo, La Pipí; Ligia Sierra; Ana Molina (egresada del American Club); Cielo Conde; Blanca Beltrán Balbín, La Uva; Dioselina Sánchez; Lola Granados, La Polla; Gladys Ramírez, Paloma Duenda; Rosana Jaramillo, La Cacao; Pola Vanegas; La Mona Plato; La Pipiola; La Billú; La Rumbo; La Matalote y demás. La yarumaleña María Duque Villegas, inmortalizada por el pincel del maestro Fernando Botero, jamás olvidó su orgulloso lema cosido en cuerpo, catre y mente: “entre todas las putas, yo”.

Era Marta la Reina

Caso aparte merece Marta Pineda, La Pintuco, en sus posadas de Lovaina y Lima, en el cruce con Palacé. Innovó con los álbumes fotográficos, con sus esmeradas atenciones y con los cantos operáticos para sus clientes. Sin fundamentos, en un libro sobre Medellín publicado en 1995 aseguraron que no existió y fue solo una leyenda. El maestro Bernardo Hoyos, que bien la trató, fue su gran amigo y admirador, contaba de su amistad en el año 2008, en tertulia con el poeta Mario Rivero, y hablaba de sus gustos y del edificio de modernos apartamentos que La Pintuco poseía en la ciudad primaveral. Para el poeta envigadeño fueron las mejores piernas que existieron en Antioquia. El académico santarrosano recordó que hacía más de dos lustros se había encontrado con ella en el aeropuerto Heathrow de Londres. Marta estaba visitando una hija que se había casado con un inglés. Cerca de la compañía Pintuco, sobre el barrio Colombia, con los anocheceres, despuntó un bulincito de Señoras de la Casa Cerrada. Por cercanías a la fábrica mencionada el imaginario colectivo y visitante le dio por llamarlo La Casa de Marta Pintuco. La verdadera casa y su dueña hacía mucho tiempo estaban jubiladas de aquellos menesteres.

Plateados por la luna

Para la década de los cincuentas, cuando ya se habían levantado los rieles del Tranvía de Oriente, quedaba la cenicienta huella de la trocha anterior y llevaría el nombre de carretera a Guarne. Por esta trasegaban los camiones de escalera del pueblo comunero. Sobre el kilómetro tres de la vía, que partía desde la pionera estación Cobertizo, en Manrique, reposaba la finca de recreo de la familia Ramírez Johns. Doscientos metros antes y sobre el lado opuesto se perfilaba el Club Alcores. Poseía la mejor divisa de la ciudad desde las breñas nororientales. Era un sitio apetecido por su musicalidad, los atardeceres y las veladas estelares. Las parejas disfrutaban aquel domicilio donde las brisas los cobijaban y las estrellas fugaces les cumplían sus deseos.

Cuando mataron a Óscar Cadavid, empleado del Club, la estantería se vino abajo. Su deseada pista de baile se llenó de sombras. Por tantas violencias algunas familias desplazadas se resguardaron entre sus muros. Nació entonces un Hogar Infantil al final del terreno que lo acompañaba. A su espalda se asomaba el caserío de San Blas. El paraje de San José La Cima se estiraba sobre la rocosa montaña. Finalmente, una bien construida casa ocupa hoy su dilatada superficie. Los propietarios entronizan una imagen de Nuestra Señora del Carmen que, desde su camarín, protege y bendice el emplazamiento y barrio.

Las colonias de Patiburrú

La gran mayoría de nombres señalados, vagando por los aires, llegarían con las épocas a denominar otros lugares, nuevos figones de diversión y jolgorio en otros puntos cardinales de la ciudad y en sus socorridos arrabales. La inspección segunda de policía, entre 1920 y 1930, realizaba censos y registraba en sus cuadernos y apuntes algunas “ambulatrices”, pero ellas, como las bandadas de golondrinas, volaban sin dejarse atrapar. Otras, al casarse, el pasado no las condenaba. La ley, en derecho, desaparecía sus señas, sobrenombres y apodos de las listas oficiales.

En 1871, el gobernador de Antioquia, Pedro Justo Berrío, ordenó construir en la región del Nus dos colonias penales. La primera era para castigar a las Damas del Honor Perdido que ejercían los festejos de la carne en lugares públicos de las nacientes villas. La segunda, destinada a los varones que no prestaban el servicio militar obligatorio y quienes desertaban del mismo. Recibieron el nombre de Patiburrú por estar situadas sobre la trocha que conducía al cerro, en el Magdalena Medio.

Doña Bárbara Caballero y Alzate

Cuenta la leyenda que la Marquesa de Yolombó (título expedido y firmado en Real Cédula por su Majestad Carlos IV) dejó perdida en su cima una carga de oro a su paso por esos contornos. Años después, cuando estas penitenciarías dejaron de amedrentar, se formó un caserío habitado por exreclusos y bautizado como San Juan de Mata, en honor al patrono de los prisioneros. Pasando los quinquenios, los descendientes de los fundadores, olvidándose del fundador de los Padres Trinitarios y Abogado de los Cautivos y despidiendo el siglo XIX, lo designaron Maceo en memoria de Antonio, el líder y general cubano.

Calle sin Ley

El 22 de septiembre de 1951, el alcalde de Medellín, Luis Peláez Restrepo, dispuso la entrada en vigencia del decreto 517, por medio del cual reglamentaba la calle principal del Barrio Antioquia como única zona de lenocinio en la ciudad. Consideraba que “la moralidad pública estaba amenazada por la proliferación anormal de estos antros”. Los dueños de los centros de diversión, derroche y aguante de los años cincuentas y de antes, disponían de 45 días para liar sus bártulos y desplazarse, con sus Mujeres de la Casa Llana, rumbo a una comunidad humilde, pacífica y emprendedora que no entendía tal atropello.

El vergonzoso edicto y las medidas punitivas no tuvieron ningún efecto, ni siquiera pasaron su período de prueba. Las protestas de las partes involucradas no se hicieron esperar. Largas marchas y enfrentamientos anularon la orden. Aunque la afrenta no se revocó, el alcalde Peláez Restrepo perdió poder e imagen ante tal determinación. El pueblo le apodó “el virgomaestre”. Su impopular gobierno solo duró seis meses y finalizó en febrero de 1952. Pero el daño estaba hecho. Veintidós años antes de la alcaldada, en esa explanada, habían surgido los embriones de un sector habitado por campesinos llegados de Yolombó, San Roque, Santo Domingo, El Retiro, Rionegro, Sonsón, Marinilla…. Colocándole el nombre de Antioquia al naciente paraje todos quedaban cobijados y felices bajo la misma ruana. Para 1955 lo llamaron barrio de la Santísima Trinidad para remediar un poco las frustraciones y penas vencidas.

Tu recuerdo me persigue

Para los setentas es muy especial recordar y nombrar un lugarcito de ternura, regocijo y familiaridad en Palenque, Robledal arriba. Sus diligentes dueños pensando en las flores de siete colores, astromelias, y en ese árbol sombreador llamado búcaro, se inventaron a Bucarelia. Lo cierto es que al traspasar la entrada de aquel llamativo portal la ficción se convertía en realidad y los anhelos escribían una nueva leyenda. A los amantes los esperaba un dichoso cielo de sábanas blancas. Las décadas siguientes, en Robledo, sobre su Camino Real, rumbo al corregimiento de San Cristóbal, se estirarían Tálamo y su mundo de espejos, Amaraje, Siesta, Penthouse, Classic, Best y demás recostaderos.

Piel de ángel

En los años setenta cerca de la Casa Venturosa de los Pendones, frente a la bomba de Gallo renació el albergue de la Manzana (representado en la exuberante silueta de La Pantoja) una fruta que ya no era prohibida, sino codiciada y degustada. En las aguas tibias de la calle Zea, entre las carreras Bolívar y Cúcuta, germinarían el viñal de la llamada Distribuidora de Uvas, el Hotel Cali, el Tercer Piso de Genaro Correa y la Cueva de Jeremías. Próximo se estiraba el selecto bar Ecovar que empezó la moda de una Neneca para cada una de sus mesas. Lo mismo con las “pagadas de multas” para que ellas pudieran dejar su turno e irse con su admirador. Hoy día titilan los modernos hoteles Lucca, Fantasía, Exótico y La Paz.

El son de los sótanos

Sobre la calle Pichincha, formando esquina con el Pasaje Vásquez, vigilado por el Palacio Nacional, un divertido, sonoro y bailarín espacio tomó el nombre del Sótano. Encima lo cuidaban tres pisos de amobladas alcobas. Lo acompañarían, en su estilo y con sus mismas mañas, a este entorno de rebusque y barahúnda, otros tres de planta baja. Hawai en la Avenida de Greiff y Juan del Corral, Jai-Alai y Pigal en el cruce de Maturín y Junín. Todos tenían plataformas reservadas para las orquestas y sus conjuntos de planta. Mirando la entrada del Pasaje Coltejer, sobre Palacé, anochecería La Luciérnaga, como discoteca sobre un segundo, oscuro y alargado piso.

José Gastón Aguirre

Más conocido, interpretado y escuchado como Pepe Aguirre, legendario cantor de valses y tangos, era el poseedor de Residencias Linda. Arribó a Medellín desde su Santiago de Chile en 1974. Quince años después, un 31 de diciembre, fallecería en su suelo. En El Palo, entre Bomboná y Maturín, había empezado la cosecha de alquiler de cuartos con el Hotel El Deportista. La colegiala, Frivolidad, Jornalero, Muñeca de loza, Hojas de calendario, Maldito cabaret y otras inolvidables canciones, quedan para su recuerdo.

El último cuplé

En el bordecito del Palo con El Huevo, sobre el flanco derecho de la calle Maturín, se desplegó una heladería-rochela anunciada como Madrid 70. Nació de un caserón familiar al que se hicieron algunas divisiones y en el centro le dejaron un espacio abierto al sol, al agua, al viento. Adecuaron mesas y bancas, y para la intimidad absoluta una cortina corrediza por la que solo se veían las manos, la linterna y el pedido de licores, además de la cuenta que entregaba el acucioso mesero de turno.

Era la espuela que empezaba a picar el entorno barrial. Era el ají pique que ya goteaba sobre los entejados. Los hoteles Casa Blanca, París y El Recuerdo, hermanados a los albergues Amador, Benítez, La Carroza y Santa Marta recalaban con sus tonadillas carnavalescas en este nuevo puerto. Era el último cuplé para el prestigioso barbero gallego don Rafael López, su distinguida familia y descendendientes.

La pachanga se toma el barrio

Diez años más tarde otra valla, en el mismo sitio, anunciaba otro ciclo y se plantaba como Madrid 70/80. Llegaba un tiempo de tropeles y de diferentes inquilinos. Se apostaron por aquellos entornos una romería de morenazas y sus enamorados, que emigraron desde el Bar Atlántico, en San Juan con la antigua Calle de los Tambores. Una telaraña de pensiones de ínfimo rango salpicó las callejas adyacentes. La ruta del Circular, que era tan abierta, “se timbraba” al pasar por allí. La marihuana con el remoquete de chiruza, mona, marimba, bareta o ganja, empezaba a circular, abundante, diluvial, en turros, bolas o pacos y su olor dulzón se colaba por todos los intersticios. En sus noches de luna loca, con más clase y con precios que tocaban nubes, descendieron Tabú, Carruseles, Bengala y el Infierno (Hell) sobre los frutales, tejares y la tenería de los barrios Gómez Ángel, El Palo, San Diego, Colombia y Barcelona. Con mucha resistencia, los antiguos moradores entregaban el ¡abur! a esos rincones del alma.

La pléyade de Culo de Ángel

Sobre la carrera Bélgica, tocando el barrio España (Las Palmas), Lucía López, mejor admirada por su trasero como Culo de Ángel, era propietaria de un enorme caserón. Eran los arrullos y el esplendor de la minifalda. La López coincidió en amistad con unas antillanas que vacacionaban en el Hotel Cumanday (Hotel La Mirada) en el Pasaje Nutibara con la calle Caracas. Formaron, entonces, una tropa de escotes, espantos y trastornos que asombró a sus seguidores quienes empezaron a llamarlas “las culodeangel”. La Casa de Lucía, aseguraban los vecinos ventaneros, jamás sufrió un escándalo y su discreción era absoluta. Se sospechaba de su existencia porque los fines de semana, en los amaneceres, se asomaban los taxis de Pilartax (empresa fundada por Octavio Múnera honrando la patrona del arisco relieve, Nuestra Señora del Pilar) para transportar los invitados de turno. Años antes, por ahí cerquita, en el Camino del Cuchillón, Nina Romero haciéndole caso a sus sueños y buscando salir de pobre, fomentó amorosos encuentros en su viejo inquilinato reformado a punta de codal, palustre y brocha, con pinturas y luces de todos los colores.

Un beso y una flor

Todas las anteriores amas del Trocadero, Campoalegre, Niquitao, Lovaina, La Calesita, La Bayadera, La Curva del Bosque, Guayaquil, Nuevo Mundo, Barrio Triste, Orocué, La Manguala y más llegaron heredando los ritos de agua, sangre y luna de sus ancestrales ejemplos. Esas mismas que despertaron nuevos rumbos en el Camino del Norte o las Camelias. La nostálgica aventura de las Etéreas Damas del Tiempo (la Chola Caderona, Romelia Perfumes, Araminta Placeres, Damaris Piernas de Oro, Justa Puñales, unidas a sus adalides, la Niña Matiú y Luz Amada) aún ronda en las noches frías y en los humedales de un río que hoy pasa llorando.UC

Ilustración: Silvana Giraldo 

 
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