Número 69, septiembre 2015

Yo, dueño de una multinacional papelera
Camilo Álzate. Fotografías: Rodrigo Grajales

1
La mañana del 4 de mayo de 2001 un hombrecito moreno y despeinado se sacaba sus gafas de cristal ancho como culos de botella, antes de echarle sorbos al café insípido, desabrido, mientras ojeaba los escaparates céntricos de Dublín. Inexplicablemente se rio. Qué curioso, le regocijaba esa ciudad húmeda, parroquial pero de un extraño sentido contemporáneo. Esos pubs en los que cualquier borracho contaba leyendas de mil años atrás como si hubiesen sucedido apenas la última semana. Ancianos de ochenta reunidos con adolescentes a bogar barriles de cerveza agria. Repertorios de calles adoquinadas guardando muros de ladrillo en los que orinó borracho Samuel Beckett, pórticos y ventanales de los tiempos de Stephen Dédalus y Leopold Bloom (también borrachos). Tan helada aunque alegre, tan marginal aunque europea. Tan rebelde.

Es Dublín. Es Irlanda. Es el 4 de mayo de 2001.
Ese hombrecito no sabía lo que le seducía; el whisky, la cerveza negra, las irlandesas rubias, el desquiciado júbilo de este pueblo de eternos bárbaros civilizados. “Los irlandeses están locos”, piensa que pensó entonces: “Todos rematadamente locos”.

Tragando el reposado del café evocó cumbres mojadas de neblina. Descuidado, alisó sobre su rodilla el traje formal prestado para el caso, que encajó vaya a ver cómo entre hombros, ingresando al lujoso salón. Enfundaba una carpeta gorda de documentos y cifras, de fotografías y prensa recortada, manifiestos, pliegos desordenados. El sabor de la última sonrisa todavía envolvía el del café cuando flaco, despeinado, morenito, plantaba cara tronando duro en la mitad de la asamblea anual de accionistas del conglomerado papelero más grande del mundo: el Jefferson Smurfit Group.

sus manos y pesar en sus conciencias —palpitaba convencido— porque esas ganancias se obtienen contra el futuro de la humanidad…
Multitud de ojos con asombro se desplazaron del que tenía que ser el foco normal de la reunión sentado enfrente, Michael Smurfit (presidente de la compañía, hijo del fundador, accionista mayoritario), para fijarse en aquel colombiano raro que con su exquisito inglés denunciaba la quema de bosques tropicales vírgenes arrasados por retroexcavadoras y winches, pintaba montañas yermas donde los campesinos quedaron incomunicados entre latifundios forestales inabarcables, explicaba los impactos terribles de la acidificación de los suelos, de aquellos ríos ahogados por coníferas, de los eucaliptos que desplazaron a los animales de monte.

—¿Acaso…? —La mirada valiente volteó el auditorio entero— ¿Acaso la dignidad humana y la naturaleza valen menos en Colombia que en Irlanda?

A continuación seguiría un bullicio mediático que acaparó esa semana la televisión irlandesa y saturó periódicos como el Irish Independent, The Sunday Times, el Examiner y el Sunday Tribune. Quiero imaginar el despelote. Quiero ver aquel recinto lleno que exige explicaciones parloteando al tiempo. Quiero palpar las venas brotadas en el cuello de los ejecutivos adelante. The Irish Times tituló que Smurfit reñía con una “asamblea anual hostil”. Los socios criticaron fuertemente los altos salarios de los directivos, la mayoría miembros de la familia fundadora. A causa de una legislación reciente se había revelado poco antes que Michael Smurfit devengó 6,5 millones de euros de sueldo el año anterior. Una señora accionista, de buena voluntad, ofreció disculpas y algunas libras de compensación al colombiano despeinado que seguía levantando la mano mencionando selvas tropicales milenarias taladas, ríos secos, obreros explotados al otro lado del océano. La señora insistía en que recibiera sus compensaciones. “Con esto”, piensa que pensó entonces, “no pago ni el café desabrido de esta mañana”. Michael Smurfit, atacado en su guarida, desencajado salió de casillas:
—Somos una compañía muy respetable. De hecho, recientemente he recibido una carta del presidente de Colombia felicitándonos.

Un día después, 5 de mayo, nada menos que el New York Times reseñaba con parodia ese alboroto: “Lejos quedaron aquellos días cuando las asambleas anuales de las compañías irlandesas eran plácidos coloquios, a los que asistían jubilados más interesados en los sánduches gratis que en las cuentas financieras de la empresa”.

El hombrecito flaco, acompañado por la eurodiputada Patricia McKenna, abandonaba Dublín tras una carrera de película de espionaje. “Puede que fuera paranoia”, piensa que pensó, “pero yo sentía que me perseguían, hermano”.

Tomó buses aleatorios. Dobló esquinas, callejones, muros donde antes orinaron borrachos Beckett y Bloom y Dédalus y Joyce juntos. Subió a un taxi siguiendo rutas absurdas. Lo soltó. Subió a otro. Traspasó el mar en ferry, pisó costa inglesa, trepó al primer avión que pudo y ya volando, sonrió. Pensaba que esa gente tenía cómo mover hilos muy delicados para ensuciarlo, qué sabe uno, por ejemplo enviando una patrulla de policías a empacarle en la mochila un kilo de cualquier sustancia blanca prohibida, como puesta en escena para fingir una detención. Los titulares del Irish Times, sin duda, habrían sido diferentes.

¿Quién era el despeinado de gafas, ese que le robó el show al amo del mayor emporio multinacional irlandés? Pues ese hombre curtido, nacido y criado en el municipio cafetero de Calarcá, caminante irredimible de charla deliciosa, era otro propietario de la multinacional papelera más grande del mundo, aunque no tanto como Mr. Smurfit, ni como la señora de las disculpas.

Era Néstor Jaime Ocampo, poseedor de una única acción del Jefferson Smurfit Group, adquirida a su nombre por un colectivo de solidaridad con Latinoamérica en Irlanda. Una única acción que aún conserva, la que consiguió colarlo a la asamblea jodiendo los agasajos al emperador del cartón, ese 4 de mayo cuando la boca le sabía a café, a sonrisas.

Fotografías: Rodrigo Grajales

2
En 1986 el Jefferson Smurfit Group se hizo al control mayoritario de Cartón de Colombia, una gran empresa en negocios de pulpa de papel y plantaciones forestales fundada en 1944 por inversionistas antioqueños en alianza con capital norteamericano. Cartón de Colombia comenzó fabricando cajas corrugadas, plegados y diversos empaques de fibra larga para abastecer una reciente demanda industrial en el país; vendía sus productos a confeccionistas, cementeras, fábricas de comestibles, harineras, exportadores de banano. Poco a poco la élite empresarial comprendía las ventajas de reemplazar pesados y costosos cajones de madera por cartón que cumplía además funciones de publicidad, pues llevaba impreso el logotipo de marcas y mercancías.

En los primeros años de operación Cartón de Colombia trabajó con pulpa importada de potencias madereras como Finlandia. Construyeron su planta principal junto al río Cauca en Puerto Isaacs (Yumbo). Pronto ciertas condiciones abrieron la posibilidad de encajar una economía de escala, asegurando un prominente futuro a la actividad forestal en el país: la empresa podría abastecerse de madera local gracias a las extensas selvas baldías del litoral Pacífico, relativamente cercanas de la planta procesadora.

Los negros del litoral vieron una pequeña avioneta cortando nubes “desde Cabo Corrientes hasta el río Mira”, según anota Hernán Cortés Botero, veterano vicepresidente de la empresa. Eran expertos que hacían reconocimiento de las selvas y su geografía, “lo cual condujo a escoger la zona del Bajo Calima por su ubicación estratégica en relación con el sitio de la fábrica, procedimiento complementado con la intensa investigación de las especies arbóreas existentes”, concluye Cortés en un libro conmemorativo.

Los gobiernos de turno otorgaron a la empresa concesiones sobre bosques vírgenes en aquella vasta región al norte del puerto de Buenaventura. Cartón de Colombia recibió quince mil hectáreas en 1957; veinticinco mil en 1962; 11.710 en 1970; y finalmente sesenta mil en 1974. Una superficie tan grande que supera casi dos veces el territorio de Holanda. No era baldía como se afirmaba, pues lleva siglos ocupada por comunidades afrodescendientes e indígenas que terminaron trabajando en aserríos a destajo para la multinacional. Hasta 1993, cuando abandonó la concesión, la empresa arrasó todo lo que pudo cortando troncos tan compactos como los del manglar, que no son útiles elaborando papel. Hoy se jactan de haber sido la primera papelera del mundo que consiguió producir pulpa a partir de maderas duras tropicales.

Fue en 1969 cuando la Reforestadora del Cauca, filial de Cartón, emprendió siembras de pinos en la finca Chullipauta entre Popayán y el municipio de Cajibío. Este modelo se extendió rápidamente por el suroccidente del país a través de contratistas, arriendos de fincas o compra directa de tierras. La compañía aprobó en 1974 su plan forestal para adquirir treinta mil hectáreas en un lapso de quince años. Eric Leupin, que era cónsul holandés en Colombia, fue de los primeros subcontratistas asociados. A enero de 1975 así marchaba su negocio sobre mil seiscientas hectáreas de cañadas vírgenes, arriba de la cordillera Central por el pueblo indígena de Inzá (Cauca):
“Había dos factores que me llevaban a creer que la compañía tenía un buen futuro: las ventas de madera estaban aseguradas y los permisos para explotar los bosques ya habían sido aprobados por el gobierno. Las ventas estaban respaldadas por un contrato firmado entre la productora de pulpa y Reforestaciones Ltda., que estipulaba la compra de cien mil toneladas de madera a un precio previamente negociado (…) el volumen total de madera para entrega podría ser ampliado para cubrir toda la madera disponible en la propiedad de la empresa que se estimaba en 230 mil toneladas aproximadamente”.

 

Fotografías: Rodrigo Grajales

 
Fotografías: Rodrigo Grajales   

La tala de la selva andina anticipó la siembra de plántulas de pino, aportadas directamente por Cartón de Colombia. En la mayoría de casos la propia multinacional adquiría terrenos boscosos o haciendas ganaderas poco productivas en tierra fría, por precios muy bajos. Luego las pineras lo invadían todo. Hacia 1989 la compañía no solo había dejado ya de importar pulpa sino que además podía prescindir de la madera proveniente de la concesión selvática: alcanzaba a autoabastecerse por completo de sus plantaciones de coníferas. Por entonces comenzaron a experimentar con los primeros brotes de eucalipto clonado.

De las 104 mil hectáreas de plantaciones y bosques nativos que la multinacional asegura poseer en todo el mundo (Venezuela, Colombia, Francia, España), 68.534 hectáreas oficialmente se encuentran entre las cordilleras Central y Occidental de los Andes colombianos. El activo forestal “más importante” de esta empresa, en palabras de sus directivos.

3
Néstor no era dueño de todo eso. Todavía no.
Antes fue muchas cosas. Fue el pequeñín campesino que cuidaba la incipiente reserva forestal del Alto Navarco con su abuelo, primer guardabosque del Quindío y quizá del antiguo departamento de Caldas. Después era el mochilero peludo que viajaba de autostop por las carreteras de los años sesenta. Fue alumno de la Facultad de Ingenierías en el turbulento 1971 cuando la Universidad Nacional de Bogotá parecía epicentro de todas las revoluciones de la historia. Jamás se graduaría de ingeniero mecánico. En cambio, asesoró a la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, compartiendo sudores y fatigas con sus paisanos jornaleros que paralizaron la producción cafetera. Fue entusiasta participante de un movimiento ecológico nacional que floreció cuando en el pequeño caserío de La Suiza, cerca de Pereira, sucedía el congreso de Ecogente en 1983.

Fue hijo. Fue hermano. Fue amante. Fue compañero. Una vez se vio a sí mismo vendiendo morrales y tiendas de campaña para sobrevivir, porque había sido padre.
Néstor Ocampo fue, sobre todo, lo que sigue siendo: un caminante.

—Arrancamos con el cuento de la ecología en los ochenta. No teníamos claro cómo era eso, pensábamos que cuidar la naturaleza era recoger las basuras, sembrar arbolitos, algo más de buenas intenciones; no había una comprensión profunda de los problemas ambientales. En 1987 creamos la Fundación Ecológica Cosmos en Calarcá. Es coincidencia, fue el mismo año que llegó la Reforestadora Andina.

Vaya tiempo de correr todo el país alborotando avisperos con otros dos pioneros de la materia: Néstor Velásquez y Luis Alberto Ossa. Apenas se tomaba conciencia de la severa crisis ambiental en que andaba metido el mundo. Mientras la izquierda pasaba su peor trance, la ecología surgía como disciplina poderosa. Una semana llamaban la atención sobre la desaparición de las selvas de Caucasia, en Antioquia, por la presión ganadera; otra, mostraban el daño que las trucheras causan al torrente del Quindío; luego viajaban a Calima-Darién, Valle del Cauca, para constatar el impacto nocivo de las primeras plantaciones forestales; después, descubrían el daño que el café caturro estaba haciendo a los suelos volcánicos del eje cafetero. Y así.

El 1 de noviembre de 1987 Néstor Ocampo se sentaba solo en una casa alquilada, vacía, frente a un escritorio vacío, a dedicarse por completo sin saber muy bien a qué; limpiar el río los fines de semana, adelantar jornadas de reciclaje, reforestar las fuentes de agua de Calarcá, planear caminatas educativas. Jamás volvió a pisar su taller de morrales e implementos de camping.
—Una vez, caminando por la trocha que va de Calarcá a Salento, arriba de la montaña nos encontramos esa gente haciendo daños.

A lo largo de una década estos tempranos ecologistas habían sido testigos de la invasión de las coníferas y los eucaliptos al Quindío. Contemplaban con impotencia cómo la filial local de Smurfit-Cartón de Colombia ocupaba enormes extensiones que antes habían sido bosques nativos o zonas de producción agrícola en la cordillera. Con frecuencia pillaban los operarios de la Reforestadora Andina tumbando el monte o realizando quemas prohibidas para ahorrar trabajo al despejar lotes de siembra y cosecha. A lo largo de esa década, cada año la Fundación Ecológica Cosmos interpuso demandas formales contra la Reforestadora Andina ante la autoridad ambiental del departamento, la Corporación Autónoma Regional del Quindío. Esas demandas nunca prosperaron.

Cierta tarde de 1994 irrumpieron a la Fundación varios campesinos todavía sudorosos calzados en botas pantaneras. Habían descolgado desde la montaña en la vereda La Palmera.
—Hermano, viera lo que está pasando arriba —advirtieron a Néstor—, hay un incendio el berraco allá donde estaban esas pineras.

En el primer jeep que consiguió con un compañero fotógrafo de la Fundación, Ocampo se le tiró a la montaña. Encontraron veinticinco hectáreas a pleno fuego encima de una plantación de pinos recién cosechada. “Yo no podía creer esa vaina”. Recuerda que bajó directo donde el responsable de la Corporación Autónoma, para sentenciarlo:
—Este año no vamos a denunciar a la multinacional. Los vamos a denunciar a ustedes. ¿A nombre de quién mando la carta? ¿A nombre suyo?

Fotografías: Rodrigo Grajales

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Más fácil si miramos fotos antiguas. Hay varias donde sobresale la sonrisa escandalosa de César Gaviria Trujillo cuando era jovencísimo presidente de la república; se frunce entregándole la Cruz de Boyacá a Michael Smurfit durante una ceremonia en Cali; carcajea pasando un cóctel con los socios de la multinacional. Es 1994. Por ahí anda también el barón conservador del Valle, Carlos Holguín Sardi.

Época distinta. A blanco y negro se aprecia cómo Adolfo Carvajal soba la mano de Alan Smurfit, hermano de Michael. El Grupo Carvajal, entramado empresarial del Valle del Cauca ligado a negocios editoriales, es accionista minoritario importante desde que don Manuel Carvajal participara en la fundación de Cartón de Colombia en 1944.

sentados miembros de las familias fundadoras Carvajal y Uribe Gómez —accionistas nacionales— con el ministro de hacienda de ese tiempo, Luis Fernando Echavarría, junto a ejecutivos norteamericanos. Otra imagen muestra en primera fila al comandante militar de la tercera brigada de entonces, general Bernardo Lema, caminando con el gobernador del Valle del Cauca, Raúl Orejuela. Con ellos va Gustavo Gómez Franco, hombre fuerte de la compañía en Colombia. Veremos al señor Gómez Franco con el primer ministro de Irlanda, Albert Reynolds, o inaugurando una escuelita (logo de Smurfit pintado en la pared). Lo veremos sembrando arbolitos, participando en convenciones internacionales, probando whisky con Nicanor Restrepo, capitán del Grupo Económico Antioqueño. Lo veremos junto al director del Instituto Nacional de Recursos Naturales, junto al ministro de desarrollo, con las autoridades civiles, con las autoridades militares, con los curas, con los científicos, con los pintores, con las señoras, con los bebés, con los ciclistas, con un equipo de futbol, con políticos que eligen su color o su partido según cada cuatro años.

Estampa memorable: 1953, el presidente de la república Roberto Urdaneta —sombrero y corbatín— inaugura con técnicos extranjeros uno de los molinos procesadores de pulpa en la fábrica de Yumbo, diseñada nada menos que por el célebre arquitecto Walter Gropius.

Otra: 1974, el presidente de la república Misael Pastrana sirve de testigo para unas escrituras públicas conformando una entidad mixta de investigaciones forestales.
Otra más: julio de 2002, treinta compañías multinacionales —Cartón de Colombia incluida— organizan una reunión de respaldo al recién electo candidato Álvaro Uribe Vélez, al que donaron dinero para sus dos campañas presidenciales.

Así es más fácil.
Setenta años. Cartón de Colombia con los presidentes. Cartón de Colombia con los candidatos. Cartón de Colombia con los militares. Cartón de Colombia con los políticos. Cartón de Colombia con los empresarios. Cartón de Colombia con la iglesia. Todos cambian. La multinacional permanece…UC
 

Este es un fragmento del libro Monte Arriba. Relatos de montañeros y conflictos ambientales en el eje cafetero, que incluye crónicas de Julián Arias y Camilo Alzate, con fotografías de Rodrigo Grajales.

 
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