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La mañana del 4 de mayo de 2001 un hombrecito moreno y despeinado se sacaba sus gafas de cristal ancho como culos de botella, antes de echarle sorbos al café insípido, desabrido, mientras ojeaba los escaparates céntricos de Dublín. Inexplicablemente se rio. Qué curioso, le regocijaba esa ciudad húmeda, parroquial pero de un extraño sentido contemporáneo. Esos pubs en los que cualquier borracho contaba leyendas de mil años atrás como si hubiesen sucedido apenas la última semana. Ancianos de ochenta reunidos con adolescentes a bogar barriles de cerveza agria. Repertorios de calles adoquinadas guardando muros de ladrillo en los que orinó borracho Samuel Beckett, pórticos y ventanales de los tiempos de Stephen Dédalus y Leopold Bloom (también borrachos). Tan helada aunque alegre, tan marginal aunque europea. Tan rebelde.
Es Dublín. Es Irlanda. Es el 4 de mayo de 2001.
Ese hombrecito no sabía lo que le seducía; el whisky, la cerveza negra, las irlandesas rubias, el desquiciado júbilo de este pueblo de eternos bárbaros civilizados. “Los irlandeses están locos”, piensa que pensó entonces: “Todos rematadamente locos”.
Tragando el reposado del café evocó cumbres mojadas de neblina. Descuidado, alisó sobre su rodilla el traje formal prestado para el caso, que encajó vaya a ver cómo entre hombros, ingresando al lujoso salón. Enfundaba una carpeta gorda de documentos y cifras, de fotografías y prensa recortada, manifiestos, pliegos desordenados. El sabor de la última sonrisa todavía envolvía el del café cuando flaco, despeinado, morenito, plantaba cara tronando duro en la mitad de la asamblea anual de accionistas del conglomerado papelero más grande del mundo: el Jefferson Smurfit Group.
sus manos y pesar en sus conciencias —palpitaba convencido— porque esas ganancias se obtienen contra el futuro de la humanidad…
Multitud de ojos con asombro se desplazaron del que tenía que ser el foco normal de la reunión sentado enfrente, Michael Smurfit (presidente de la compañía, hijo del fundador, accionista mayoritario), para fijarse en aquel colombiano raro que con su exquisito inglés denunciaba la quema de bosques tropicales vírgenes arrasados por retroexcavadoras y winches, pintaba montañas yermas donde los campesinos quedaron incomunicados entre latifundios forestales inabarcables, explicaba los impactos terribles de la acidificación de los suelos, de aquellos ríos ahogados por coníferas, de los eucaliptos que desplazaron a los animales de monte.
—¿Acaso…? —La mirada valiente volteó el auditorio entero— ¿Acaso la dignidad humana y la naturaleza valen menos en Colombia que en Irlanda?
A continuación seguiría un bullicio mediático que acaparó esa semana la televisión irlandesa y saturó periódicos como el Irish Independent, The Sunday Times, el Examiner y el Sunday Tribune. Quiero imaginar el despelote. Quiero ver aquel recinto lleno que exige explicaciones parloteando al tiempo. Quiero palpar las venas brotadas en el cuello de los ejecutivos adelante. The Irish Times tituló que Smurfit reñía con una “asamblea anual hostil”. Los socios criticaron fuertemente los altos salarios de los directivos, la mayoría miembros de la familia fundadora. A causa de una legislación reciente se había revelado poco antes que Michael Smurfit devengó 6,5 millones de euros de sueldo el año anterior. Una señora accionista, de buena voluntad, ofreció disculpas y algunas libras de compensación al colombiano despeinado que seguía levantando la mano mencionando selvas tropicales milenarias taladas, ríos secos, obreros explotados al otro lado del océano. La señora insistía en que recibiera sus compensaciones. “Con esto”, piensa que pensó entonces, “no pago ni el café desabrido de esta mañana”. Michael Smurfit, atacado en su guarida, desencajado salió de casillas:
—Somos una compañía muy respetable. De hecho, recientemente he recibido una carta del presidente de Colombia felicitándonos.
Un día después, 5 de mayo, nada menos que el New York Times reseñaba con parodia ese alboroto: “Lejos quedaron aquellos días cuando las asambleas anuales de las compañías irlandesas eran plácidos coloquios, a los que asistían jubilados más interesados en los sánduches gratis que en las cuentas financieras de la empresa”.
El hombrecito flaco, acompañado por la eurodiputada Patricia McKenna, abandonaba Dublín tras una carrera de película de espionaje. “Puede que fuera paranoia”, piensa que pensó, “pero yo sentía que me perseguían, hermano”.
Tomó buses aleatorios. Dobló esquinas, callejones, muros donde antes orinaron borrachos Beckett y Bloom y Dédalus y Joyce juntos. Subió a un taxi siguiendo rutas absurdas. Lo soltó. Subió a otro. Traspasó el mar en ferry, pisó costa inglesa, trepó al primer avión que pudo y ya volando, sonrió. Pensaba que esa gente tenía cómo mover hilos muy delicados para ensuciarlo, qué sabe uno, por ejemplo enviando una patrulla de policías a empacarle en la mochila un kilo de cualquier sustancia blanca prohibida, como puesta en escena para fingir una detención. Los titulares del Irish Times, sin duda, habrían sido diferentes.
¿Quién era el despeinado de gafas, ese que le robó el show al amo del mayor emporio multinacional irlandés? Pues ese hombre curtido, nacido y criado en el municipio cafetero de Calarcá, caminante irredimible de charla deliciosa, era otro propietario de la multinacional papelera más grande del mundo, aunque no tanto como Mr. Smurfit, ni como la señora de las disculpas.
Era Néstor Jaime Ocampo, poseedor de una única acción del Jefferson Smurfit Group, adquirida a su nombre por un colectivo de solidaridad con Latinoamérica en Irlanda. Una única acción que aún conserva, la que consiguió colarlo a la asamblea jodiendo los agasajos al emperador del cartón, ese 4 de mayo cuando la boca le sabía a café, a sonrisas.
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En 1986 el Jefferson Smurfit Group se hizo al control mayoritario de Cartón de Colombia, una gran empresa en negocios de pulpa de papel y plantaciones forestales fundada en 1944 por inversionistas antioqueños en alianza con capital norteamericano. Cartón de Colombia comenzó fabricando cajas corrugadas, plegados y diversos empaques de fibra larga para abastecer una reciente demanda industrial en el país; vendía sus productos a confeccionistas, cementeras, fábricas de comestibles, harineras, exportadores de banano. Poco a poco la élite empresarial comprendía las ventajas de reemplazar pesados y costosos cajones de madera por cartón que cumplía además funciones de publicidad, pues llevaba impreso el logotipo de marcas y mercancías.
En los primeros años de operación Cartón de Colombia trabajó con pulpa importada de potencias madereras como Finlandia. Construyeron su planta principal junto al río Cauca en Puerto Isaacs (Yumbo). Pronto ciertas condiciones abrieron la posibilidad de encajar una economía de escala, asegurando un prominente futuro a la actividad forestal en el país: la empresa podría abastecerse de madera local gracias a las extensas selvas baldías del litoral Pacífico, relativamente cercanas de la planta procesadora.
Los negros del litoral vieron una pequeña avioneta cortando nubes “desde Cabo Corrientes hasta el río Mira”, según anota Hernán Cortés Botero, veterano vicepresidente de la empresa. Eran expertos que hacían reconocimiento de las selvas y su geografía, “lo cual condujo a escoger la zona del Bajo Calima por su ubicación estratégica en relación con el sitio de la fábrica, procedimiento complementado con la intensa investigación de las especies arbóreas existentes”, concluye Cortés en un libro conmemorativo.
Los gobiernos de turno otorgaron a la empresa concesiones sobre bosques vírgenes en aquella vasta región al norte del puerto de Buenaventura. Cartón de Colombia recibió quince mil hectáreas en 1957; veinticinco mil en 1962; 11.710 en 1970; y finalmente sesenta mil en 1974. Una superficie tan grande que supera casi dos veces el territorio de Holanda. No era baldía como se afirmaba, pues lleva siglos ocupada por comunidades afrodescendientes e indígenas que terminaron trabajando en aserríos a destajo para la multinacional. Hasta 1993, cuando abandonó la concesión, la empresa arrasó todo lo que pudo cortando troncos tan compactos como los del manglar, que no son útiles elaborando papel. Hoy se jactan de haber sido la primera papelera del mundo que consiguió producir pulpa a partir de maderas duras tropicales.
Fue en 1969 cuando la Reforestadora del Cauca, filial de Cartón, emprendió siembras de pinos en la finca Chullipauta entre Popayán y el municipio de Cajibío. Este modelo se extendió rápidamente por el suroccidente del país a través de contratistas, arriendos de fincas o compra directa de tierras. La compañía aprobó en 1974 su plan forestal para adquirir treinta mil hectáreas en un lapso de quince años. Eric Leupin, que era cónsul holandés en Colombia, fue de los primeros subcontratistas asociados. A enero de 1975 así marchaba su negocio sobre mil seiscientas hectáreas de cañadas vírgenes, arriba de la cordillera Central por el pueblo indígena de Inzá (Cauca):
“Había dos factores que me llevaban a creer que la compañía tenía un buen futuro: las ventas de madera estaban aseguradas y los permisos para explotar los bosques ya habían sido aprobados por el gobierno. Las ventas estaban respaldadas por un contrato firmado entre la productora de pulpa y Reforestaciones Ltda., que estipulaba la compra de cien mil toneladas de madera a un precio previamente negociado (…) el volumen total de madera para entrega podría ser ampliado para cubrir toda la madera disponible en la propiedad de la empresa que se estimaba en 230 mil toneladas aproximadamente”.